El asesinato de Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht, contado por la bolchevique Elisabeta Yakovlevna Drabkina... mas Dossier
Elisaveta Yakovlevna Drabkina, hija de la bolchevique Feodosia
Drabkin (“Natasha”) y de Iakov Drabkin, quien, con el seudónimo “Sergei
Gusev”, luego sería Presidente del Comité Militar Revolucionario del
Soviet de Petrogrado, tuvo una vida íntimamente ligada al Partido
Bolchevique y a la Revolución Rusa.
En su infancia, Drabkina acompañaba a su madre en viajes a Helsinki
para comprar armas para los bolcheviques. Cuando tenía cinco años la
represión que siguió a la Revolución de 1905 obligó a su padres a pasar a
la clandestinidad. Ella no volvería a verlos hasta la Revolución de
Octubre, 1917.
En su adolescencia se incorporó al Partido Bolchevique, fue
voluntaria de los Guardias Rojos y participó en la toma del Palacio de
Invierno. A los 17 años de edad pasó a servir de secretaria a Yakov
Sverdlov en el Instituto de Smolny. En los años siguientes se casó con
el también bolchevique, Aleksandr Solomonovich Iosilevich, de quién
luego se divorciaría.
Sus obras, algunas publicadas póstumamente, enfocan en los eventos y
las figuras que definieron su vida, principalmente su experiencia
revolucionaria, los revolucionarios con los que compartió militancia y
la Revolución de Octubre hasta aquel 26 de octubre, 7 de noviembre de
1917, en el que Lenin, en Smolny, diría aquello de “Camaradas: la
revolución obrera y campesina, cuya necesidad han proclamado siempre los
bolcheviques, ha triunfado…”.
En su obra Pan duro y negro,
Elizaveta Drabkina, que
representa el papel activo y protagonista de la
mujer rusa en la lucha revolucionaria que dio lugar al primer estado
obrero de la historia, la Rusia Soviética y, luego, la URSS, describe su
vida previa a la Revolución, la militancia clandestina de sus padres y,
en definitiva, la suya propia, sus experiencias junto a Lenin, o
Nadejda Krupskaia, y su participación en primera persona en los
acontecimientos principales del triunfo de la clase trabajadora y
campesina rusa en la noche del 6-7 de noviembre de 1917 (25-26 del
calendario juliano oriental), además de la posterior guerra civil contra
el terror blanco y los estados imperialistas que lo apoyaron que
terminaría, como continuación del espíritu revolucionario de Octubre, en
la victoria del proletariado soviético y el triunfo total de la
Revolución.
También conocería a Rosa Luxemburgo y a Carlos Liebknecht, estando en
Berlín aquel funesto día, 15 de enero de 1919, en el que la burguesía
acabara con la vida de ambos intentando destruir al movimiento obrero y
revolucionario alemán.
Compartimos a continuación los capítulos en los que Feodosia Drabkin
describe su estancia en Alemania y su contacto con los máximos
representantes del movimiento espartaquista, además de narrar el cobarde
asesinato durante su traslado a prisión, por sicarios del gobierno del
socialdemócrata Friedrich Ebert, de Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht.
“Detrás de los dentados tejados de Kitaigorod apuntaba el disco
anaranjado de la luna. Entre las columnas de la Casa de los Sindicatos
pendían, enmarcados en rojo y con crespones de luto, los retratos de
Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo, al pie de los cuales estaba escrito
con grandes letras: “¡El mejor desquite por la muerte de Liebknecht y
Luxemburgo es la victoria del comunismo!””
Entrevistas en Berlín
Desde la estación nos encaminamos a casa
de una hermana de Kurt llamada Erna. Kurt sabía que la única hija de
ésta había muerto y el marido había caído en Verdún.
En las calles se agolpaba un gran gentío. Constantemente se oía un ruido extraño. Eran las suelas de madera que golpeaban las losas de las aceras. Un inválido ciego al que faltaban las dos piernas, sentado en un carrito, arrancaba a un acordeón las notas de una melancólica canción. En las paredes de las casas había pegados carteles en colores negro, blanco, rojo y verde. En letras gruesas repetían infinitamente: “¡”Spartak” nos conduce a la tumba; el orden nos dará el pan!”, “¡Orden o bolchevismo!”, “¡Orden o hambre!”, “¡Orden o muerte!” “Abajo “Spartak”!”, “¡Abajo los bolcheviques!”
La hermana de Kurt vivía en una casa grande de ladrillo, habitada por gente pobre de la ciudad. En el patio jugaban sin alegría niños macilentos y mal vestidos. Por una escalera estrecha y empinada, con barandilla de hierro, subimos al sexto piso. Nos abrió la puerta una mujer de rostro demacrado con las manos llenas de espuma de jabón. Hacía sólo tres años que no se veían los hermanos. Sin embargo, de momento, no se reconocieron.
Según habíamos convenido, Kurt previno a
la hermana que debía presentarme a los vecinos como su esposa. Erna me
sacó un vestido y ropa interior de su difunta hija y puso agua a
calentar. Mientras Kurt y yo nos lavábamos uno después de otro, la
hermana salió de compras.
Sobre la mesa apareció una pomposa tarta
de bizcocho con fruta confitada, salchichón y el té servido en las
tazas. Pero la tarta era de patata helada; la fruta confitada, de una
viscosa pasta de almidón con sacarina; el chorizo, de guisantes y el té,
una infusión de hojas de haya. Para comprar todo aquello, Erna había
vendido su único anillo de oro.
Estábamos tan cansados que dormimos casi 24 horas como lirones. Al día
siguiente, Kurt marchó a buscar a sus camaradas y yo me quedé en casa.
Llamaban constantemente a la puerta: eran vecinas que venían a ver a la
“pequeña mujer rusa”. Conseguimos entendernos de alguna manera; ellas me
preguntaban y yo les preguntaba a ellas.
Cualquiera que fuera el tema de la conversación, ineludiblemente iba a parar a lo que más torturaba su imaginación: el hambre.
En Rusia conocíamos bien lo que era el
hambre. Meses enteros vivimos con medio cuarterón de pan y hubo días que
ni siquiera eso recibíamos.
Y de todos modos el hambre que nosotros
sufríamos era distinta de la que me contaban las mujeres de los obreros
alemanes. Nosotros pasábamos hambre a causa de la guerra; ellos, en aras
de la guerra. Nuestro hambre era una desgracia de la que siempre
teníamos la esperanza de librarnos tan pronto tomáramos el Poder, tan
pronto derrotáramos a los blancos y a los intervencionistas y pusiéramos
en marcha la producción. El hambre de ellos era el hambre de los
condenados.
Era un hambre calculada, reglamentada por
la máquina implacable de la guerra. Se había previsto con muchos años
de antelación cada espiga que debía crecer, cada recién nacido que debía
morir de hambre apenas venido al mundo, cada adolescente que debía
llegar a mozo para después hacer de él carne de cañón.
Ahora la máquina militar alemana se había
derrumbado, pero el hambre continuaba. La socialdemocracia encaramada
en el poder rechazó el pan de los obreros rusos prosternándose ante el
Presidente de EE.UU. Hacía ya mes y medio que estaba tirada a sus pies, y
Wilson hacía con Alemania el frío juego del ratón y el gato. Hasta
entonces, no había dado ni un gramo de víveres. En lugar de pan
asaeteaba con incontables mensajes, en los que con repugnante gazmoñería
e hipocresía se extendía en consideraciones acerca del humanismo y la
civilización, exigiendo al mismo tiempo que Alemania acabara con
“Spartak”, estrangulara a los comunistas alemanes. Entonces Norteamérica
daría pan. El pan lo serviría solamente sobre la tumba de la
revolución.
Ebert y Scheidemann no deseaban otra cosa. Señalaban a la clase obrera
alemana la muerte por hambre que se cernía sobre sus cabezas y decían:
“¡Mira! ¡Esa es tu alternativa: el hambre o la revolución! ¡Si no
quieres morir de hambre, acaba con la revolución!”.
Al segundo o tercer día de llegar
asistimos a una reunión sindical de los electricistas del distrito. La
reunión se celebraba en una cervecería, repleta de gente. Los obreros
estaban sentados alrededor de las mesitas, bebían cerveza adulterada,
echaban bocanadas de humo de algo que quería parecerse al tabaco. Muchos
estaban de pie en los pasillos o sentados en las ventanas. En el
estrado, sobre la mesa de la presidencia, se elevaban las canosas
cabezas de los “bonzos sindicales”. Cada uno tenía delante una jarra
llena de cerveza hasta los bordes.
Empezó la reunión. Se concedió la palabra
a unos de aquellos “bonzos”. Mostró suavemente su disconformidad con
las acciones de Wilson y su acerba indignación contra la actuación de
los espartaquistas y propugnó que se hicieran voluntariamente
restricciones: solamente éstas podían asegurar la victoria de la
revolución. Afirmaba que era necesario defender la propiedad y el
capitalismo, pues sin el capitalismo no hay trabajo ni pan. Algún día,
cuando llegara la hora, se degollaría al marrano, pero hasta entonces,
debían evitar que estirara la pata, cebado bien, para que diera más
tocino.
El discurso del orador era interrumpido por ruido y gritos que partían de distintos sitios.
La atmósfera se fue caldeando. Pero de
pronto los “bonzos” de la presidencia se intranquilizaron y todos al
mismo tiempo dirigieron la vista a la puerta de entrada. La sala se
estremeció. En las filas de atrás se oyeron exclamaciones de saludo.
Todos se pusieron en pie, muchos se quitaron los sombreros y empezaron a
lanzarlos a lo alto gritando: “¡Viva Liebknecht!”, “¡Viva el jefe del
proletariado alemán!”.
Liebknecht entró lentamente en la sala.
Era un hombre de elevada estatura, entrecano, de cara delgada, ojos
profundos y relucientes que parecían iluminar su rostro. En los últimos
años, la vida le había deparado una cadena continua de pruebas: el
frente, el tribunal de guerra, trabajos forzados; ahora, hacía esfuerzos
sobrehumanos para salvar la revolución.
El discurso de Liebknecht fue una
resuelta condena a los scheidemannistas, que habían vendido y
traicionado la revolución, una condena a las gentes fluctuantes: los
Kautsky, los Haase y otros de su jaez, cuya traición enmascarada era más
peligrosa aún.
Liebknecht dijo que el 9 de noviembre los
obreros y soldados habían tomado el poder, pero lo perdieron
inmediatamente debido a que los scheidemannistas, con la connivencia de
los “independientes”, débiles de carácter, fueron devolviendo por partes
el poder a la oficialidad reaccionaria. Exigió que Hindenburg y los
generales del Kaiser, que de hecho dirigían los Soviets de Soldados,
fueran inmediatamente destituidos y arrestados.
Desenmascaró a Ebert y Scheidemann y
mostró que no se ocupaban de otra cosa que de perseguir al “Spartak”,
desarmar a los obreros y armar a las bandas contrarrevolucionarias. Citó
hechos que atestiguaban con evidencia irrebatible que ya se había
creado la guardia blanca, que disponía de infantería, caballería,
artillería pesada y ametralladoras. Los regimientos de guardias blancos,
acantonados entre Berlín y Potsdam, estaban destinados a aplastar al
proletariado revolucionario de Berlín.
– ¡El Gobierno Ebert-Scheidemann ha
asestado una puñalada a la revolución! -exclamó Liebknecht-. Si triunfa
la contrarrevolución, estos perros sin escrúpulo alguno llevarán al
paredón a decenas de miles de obreros. Si el proletariado tolera que
Ebert y Scheidemann sigan mandando, pronto volverá la más negra
reacción. ¡Que se vayan al infierno esos señores! ¡Viva la revolución
alemana y mundial!
Desde la presidencia, los “bonzos”
trataron de interrumpir a Liebknecht con gritos, pero luego optaron por
callar, al darse cuenta de que los ánimos del auditorio no estaban de su
lado. Parte de los que llenaban la sala ahogó las palabras de
Liebknecht con sus clamorosos aplausos, los restantes escuchaban en
medio de un silencio sombrío, abatidos por la incontestable verdad de
sus argumentos. Aunque aquellos honestos proletarios berlineses
experimentaban gran confusión a causa de los muchos años de mentiras
scheidemannistas, la intuición de clase les llevaba hacia Liebknecht,
hacia el “Spartak”.
Para que esta tendencia interna se
convirtiera en apoyo activo, real, hacía falta tiempo. Los
scheidemannistas decidieron no dar este tiempo al proletariado alemán y
empezaron a buscar pretextos para echar a las masas a la calle y
provocar una matanza sangrienta.
Cuando partí de Moscú, el Comité Central del Komsomol me encomendó transmitir a los jóvenes espartaquistas alemanes un saludo del Primer Congreso de la Unión de Juventudes Comunistas. Ahora hablaba dos y tres veces al día ante los jóvenes obreros berlineses.
Escuchaban con fija atención, hacían
miles de preguntas, me ayudaban a hallar las palabras que me faltaban, a
veces estallaban en carcajadas ante los inverosímiles descubrimientos
que hacía en el idioma alemán.
Después de las reuniones me rodeaban.
Todos deseaban reiterar una y otra vez las palabras de amistad y
fraternidad revolucionaria que yo debía transmitir en su nombre a la
juventud revolucionaria de la Rusia Soviética.
Aquellos días me entrevisté con Rosa
Luxemburgo, “Rosa Roja”, como la llamaban los obreros alemanes. A través
de los camaradas me pidió que fuera a verla a una casa en Schöneberg.
Difícilmente fuera su casa; debía ser de alguno de sus amigos.
Llegué un poco antes de la hora señalada.
Rosa no había venido todavía. Hojeaba yo un volumen de Goethe, cuando
sonó brevemente el timbre, como si lo hubiera rozado un pájaro con sus
alas.
Rosa se quitó las botinas en el recibidor
y, con el sombrero y el abrigo de piel puestos, corrió a la habitación y
me atrajo hacia sí. Me conocía desde mi niñez y quería mucho a mi
madre. La última vez que nos habíamos visto fue cuando estuvimos un
verano en el litoral alemán siete años atrás. A la sazón hacía un tiempo
claro, el cielo era transparente, y de la mañana a la noche nos
estábamos en la dorada arena o recogíamos flores en el campo para formar
un herbario.
Los recuerdos de aquellos tiempos
reconfortaron por un instante nuestras almas. Rosa quería verme, ante
todo, para conocer lo más posible de la Rusia Soviética, de la
Revolución rusa. Me preguntó por Lenin, se interesó por su salud, me
asediaba a preguntas acerca de los días de Octubre y de los frentes de
la guerra civil, escuchaba con el semblante arrebolado y de nuevo volvía
a preguntar.
… Estuvimos hablando hasta muy tarde. Antes de terminar, Rosa me dijo que soñaba con hacer un viaje a la Rusia Soviética.
– Iré, iré sin falta, iré en los próximos meses. ¡Necesito tanto ver a Lenin, hablar con él! -repetía.
Llegó la hora de separarnos. Nos despedimos. Rosa me contempló desde la puerta, alegre, animosa, con sus hermosos ojos negros.
– ¡Hasta pronto! -dijo.
¿Podía yo pensar, acaso, que era la última vez que la viera?
El 29 de diciembre, domingo, se enterraba
a los marinos caídos en las calles de Berlín durante el sangriento
desarme de la división revolucionaria de marina. Era el tercer entierro
de víctimas, en Berlín, en las siete semanas de revolución. Pero esta
vez, en los ataúdes forrados de tela roja iban los cadáveres de los que
habían sido masacrados por orden del Gobierno socialdemócrata.
Era un frío y nuboso día de diciembre.
Cuando llegamos al lugar ya se había congregado mucha gente. Venían de
todas partes. Llamaba la atención la multitud de banderas y carteles
rojos.
El cortejo fúnebre se encaminó a
Friedrichshain, el cementerio de los caídos en las jornadas de marzo de
la revolución de 1848. El camino pasaba a través de los barrios de la
burguesía. Sobre las casas ondeaban provocativas las banderas
negro-blanquirojas. Los féretros con los cadáveres fueron colocados en
elevados catafalcos, tirados por negros corceles cubiertos de gualdrapas
fúnebres.
“¡Abajo Ebert y Scheidemann!” -decía la
consigna escrita en las pancartas. Lo mismo gritaban los que acompañaban
a los camaradas caídos.
En las aceras se agolpaba el público
burgués. Cubría de improperios y maldiciones a los que iban en los
ataúdes y a quienes formaban el cortejo. El aire mismo parecía pesado,
hasta tal punto estaba saturado de odio.
Se acercaba el Año Nuevo. Aunque los
tiempos que corrían eran alarmantes, los espartaquistas amigos de Kurt
decidieron celebrarlo juntos. Organizaron la cena, aportando cada uno lo
que pudo: éste, unas pocas patatas; aquél, unos nabos; otro, un paquete
de café de bellotas. Un camarada consiguió, incluso, una botella de
vino de Mosela.
Se bebió el vino; se dio buena cuenta de
la frugal cena y la conversación giró en torno al tema que interesaba a
los allí presentes: la suerte de la revolución alemana.
Entre los reunidos en la velada de Año
Nuevo se pusieron de manifiesto profundas divergencias en los problemas
de la lucha práctica; muchas cosas no estaban claras para ellos, otras
las confundían y se equivocaban. Pero les unía lo principal: la decisión
de luchar hasta el fin y una fé inquebrantable en el futuro.
Parafraseando las famosas palabras de Lutero, uno de los camaradas dijo:
– ¡La Alemania socialista triunfará! ¡Esta es mi opinión y no puede suceder de otro modo!
Eran cerca de las dos cuando golpearon a la puerta de una manera convenida: dos golpes seguidos, el tercero después de un intervalo. Entró un camarada al que yo desconocía y a quien todos llamaban Walter.
– ¡Queridos amigos! -dijo-. En la vida
del proletariado alemán acaba de producirse un gran acontecimiento: el
Congreso de partidarios del “Spartak” ha tomado el acuerdo de crear el
Partido Comunista de Alemania.
De haber estado allí solamente nosotros,
los jóvenes, nos hubiéramos puesto a gritar de entusiasmo. Pero había
gente que acababa de salir de la clandestinidad sufrida en la época del
Kaiser y que sabían que el mañana habría de depararles quizás una
clandestinidad más dura todavía. Se unieron las manos, entrelazándolas
sobre la mesa en un solo apretón. Entonaron La Internacional como la
cantan en los presidios, con la boca cerrada, pronunciando las palabras
para adentro. ¡Qué impresionante fuerza, cuánta ira y esperanza había en
aquellos solemnes acordes apenas audibles del himno de la clase obrera
mundial!
Nos dispersamos al amanecer. Por la
amplia calle desierta corría en dirección a nosotros un hombre que
cojeaba un poco. En una mano sostenía un cubo con engrudo, en la otra un
rollo de proclamas de vivo color verde. Corría de una casa a otra; con
un ágil movimiento untaba la proclama de engrudo y la pegaba en la
pared.
Kurt encendió la linterna de bolsillo y
leímos un llamamiento de la “Liga antibolchevique”, dirigido al pueblo
alemán, en la que se anticipaba la futura voz de Hitler:
¡Duermes, Bruto!
¡Despierta!
¡Despierta, pueblo alemán!
¡Comprende el peligro que te amenaza: el bolchevismo!
. . . . .
¡Todos a la lucha contra el «Spartak”!
¡Pueblo alemán, despierta!
“¡Fui, soy y seré!”
¡Duermes, Bruto!
¡Despierta!
¡Despierta, pueblo alemán!
¡Comprende el peligro que te amenaza: el bolchevismo!
. . . . .
¡Todos a la lucha contra el «Spartak”!
¡Pueblo alemán, despierta!
“¡Fui, soy y seré!”
Hacía ya una semana que habíamos llegado a
Berlín. Se acordó que, en la primera posibilidad que se presentara,
marcharía a Moscú. Mientras tanto, ayudaba a Erna; lavaba para las casas
ricas. En Alemania habían quedado muchos señores, así que trabajo no
faltaba.
El sábado, cuatro de enero, Kurt regresó
antes de caer la noche; traía los bolsillos llenos de octavillas. Era
portador de importantes noticias: el Gobierno había destituido del cargo
de jefe de policía al “independiente” Eichhorn y designado en su lugar
al socialdemócrata de derecha Eugen Ernst.
– Estos señores han decidido hacernos la
guerra -dijo Kurt reuniendo en la escalera a la gente obrera de la
casa-. ¡Pero nos veremos las caras!… ¡Los vamos a mandar al diablo!
A la mañana siguiente nuestra casa se puso en movimiento temprano, cosa que no era habitual los domingos. Por lo menos en una tercera parte de los pisos se oían portazos y silbaban los infiernillos en los que se hacía el café.
Al principio salieron de nuestra casa
unas treinta personas. Luego se les unieron otras. Un inválido del
tercer piso, que había perdido en la guerra el brazo derecho, tenía una
bandera roja que había escondido después de las jornadas de noviembre.
De todas partes afluían grupos de gente
que se dirigía a Unter den Linden. En la densa niebla matutina surgían
aquí y allá banderas rojas, se oían gritos: “¡Abajo Ebert y
Scheidemann!”, “¡Viva Liebknecht!”, “¡Viva Eichhorn!”
Cerca del mediodía alguien propuso
dirigirse al palacio del canciller del Reich, residencia del Gobierno.
En el enorme edificio parecía que no había vida, las ventanas tenían
corridos los tupidos y oscuros cortinajes; las altas puertas macizas
parecían cerradas con siete candados.
Volvimos de nuevo a Unter den Linden. Los
manifestantes continuaban de pie. Luego, no sabiendo qué hacer,
empezaron a dispersarse. Regresé a casa con los vecinos. Kurt se marchó a
buscar a los camaradas.
Tardó en regresar y dijo que una parte de los
manifestantes había ocupado las redacciones del periódico
socialdemócrata Vorwärts y de varios periódicos burgueses y que se había
acordado ir a la huelga general al día siguiente.
Aquella noche apenas si se durmió en
nuestra casa. Antes de amanecer, los obreros se encaminaron a sus
fábricas. No se publicó ni un sólo periódico burgués.
Kurt no quería llevarme con él; pero yo
le convencí. Era muy temprano, la mañana se despertaba en medio de una
niebla grisácea. Todavía estaban encendidos los faroles, proyectando
sombras difusas.
En la plaza situada delante de la
Jefatura de Policía se congregó mucha gente. Había empezado a clarear.
La niebla se esfumaba. La muchedumbre se agolpaba cada vez más. Por
todas las calles adyacentes a la plaza avanzaban acompasada e
inconteniblemente oscuras columnas, sobre las cuales ondeaban las
banderas rojas. Muchos llevaban armas. Kurt vio aparecer entre la niebla
a un muchachillo obrero que llevaba en cada hombro un fusil.
– ¡Camarada: dame uno! -pidió Kurt.
– ¡Toma!.
– ¡Toma!.
La plaza no podía dar cabida a todos los
que llegaban; la gente llenaba las calles vecinas y se apretaba,
formando una masa compacta que se extendía a lo largo de varios
kilómetros. Se había reunido no menos de medio millón de personas. Nunca
había visto Berlín una manifestación tan potente de proletarios
revolucionarios.
Hacía mucho frío. Por el cielo se
arrastraban muy bajas las nubes. La gente aterida y mal abrigada se
movía sin cesar para combatir el frío, mirando pacientemente el edificio
de la Jefatura de Policía. Allí se celebraba una amplia reunión de los
“decanos revolucionarios” cuyos componentes eran en su mayoría
“independientes”. De vez en cuando uno de los reunidos salía al balcón y
decía algo. El gentío transmitía sus palabras: “La reunión continúa”,
“Se examina la cuestión”, “De un momento a otro se llegará a un
acuerdo”.
De este modo transcurrió una hora, otra y
otra. La gente continuaba esperando. Una hora más, dos, tres. Ya
oscurecía, la niebla se iba haciendo de nuevo más densa, pero la gente
permanecía en pie, temblando de frío con finas cazadoras de poco abrigo,
cosidas en su mayoría de viejos capotes de soldado. Había venido para
vencer o morir, y estaba dispuesta a aguardar, en tanto le quedaran
fuerzas, hasta que la lanzaran al combate.
En la Jefatura de Policía continuaban reunidos. Al fin apareció en el balcón el orador de turno.
– ¡Camaradas! -gritó-. Hemos acordado entrar en negociaciones con el Gobierno.
¡Marchaos a casa! ¡Si hacéis falta os llamaremos!
Por la muchedumbre rodó un murmullo de perplejidad y de ira: “¿Cómo? ¿Qué conversaciones puede haber con Ebert y Scheidemann?”
– Tenemos noticias de que el Gobierno
está dispuesto a hacer concesiones de buen grado y acepta las
negociaciones -gritó el orador-. ¡Como nosotros, está interesado en que
lo haya derramamiento de sangre!
Pero el orador se equivocaba por entero.
Mientras 500.000 proletarios berlineses permanecían en la calle y en la
Jefatura de Policía estaban reunidos sin cesar, en el despacho de Ebert,
en el palacio del canciller del Reich, en la Wilhelmstrasse, se habían
reunido los líderes del partido socialdemócrata. Allí se encontraba
también el socialdemócrata de derecha Gustavo Noske, ex gobernador de
Kiel.
Los que habían visto a Noske decían que
era un hombre de tronco corto y pesado y con unas manazas enormes que no
correspondían a su estatura. Nunca intervenía el primero, escuchaba
largo tiempo a los demás, volviéndose hacia el orador con todo su
cuerpo. Luego se levantaba, apoyándose en la mesa con sus puños
descomunales y empezaba a decir sin rodeos, con frases cortas y
desabridas, lo que Ebert y Scheidemann aderezaban con todo género de
equívocos.
Así ocurrió en esta ocasión. La
destitución de Eichhorn fue el primer acto de la provocación tramada por
estos señores, a fin de sacar las masas a la calle y a renglón seguido
organizar una represión sangrienta. La provocación se había logrado, las
masas se echaron a la calle; era llegada la hora de proceder a la
represión.
Unos años después, en su libro de
memorias De Kiel a Kapp, Noske contaba: “Alguien me preguntó: “¿No pones
manos al asunto?” A esto respondí brevemente: “¡Por qué no! ¡Alguno de
nosotros tiene que asumir el papel de perro sanguinario!”
Noske fue designado comandante en jefe de
las tropas encargadas del orden. Sin perder ni un minuto, acompañado de
un capitán joven vestido de paisano, se dirigió al edificio del Estado
Mayor General, al objeto de examinar la situación con los generales del
Kaiser que allí se encontraban y tomar las medidas necesarias. Pasada la
Wilhelmstrasse tropezaron en la Unter den Linden con una patrulla
obrera; pero les bastó con urdir una patraña inverosímil para que les
dejaran pasar.
En una habitación del edificio del Estado
Mayor estaban reunidos muchos oficiales y varios generales. Tenían
preparada la orden nombrando al general Hoffmann jefe de las fuerzas
punitivas. La aparición de Noske y su declaración de que a él se le
había encomendado el mando supremo de las fuerzas punitivas fueron
acogidas con ruidosas muestras de aprobación: los oficiales y generales
del Kaiser habían aprendido algo en los últimos meses y se daban
perfecta cuenta de que, en aquellas condiciones, Noske era mucho más
útil que Hoffmann.
En aquella reunión se acordó trasladar el
Estado Mayor de Berlín a Dalem, y concentrar en la región de Potsdam
las fuerzas de choque para reprimir al Berlín revolucionario.
Regresamos tarde a casa. Erna había preparado una sopa de nabos.
Después de comer, me senté en una silla junto a la estufa.
– ¿En qué piensas? -me preguntó Kart.
-En nada…
-En nada…
Sentía escalofríos; por mi imaginación
pasaban ideas incoherentes. En un estado semiinconsciente vi un gran
barco, brillantemente iluminado, que navegaba raudo en la noche por un
anchuroso río. Luego me di cuenta que no era un buque, sino el Smolny
resplandeciente de luces, tal y como apareciera en las grandes jornadas
de Octubre.
Sonó el timbre. Vino uno de los camaradas con los que habíamos celebrado el Año Nuevo. Me dijo que no fuera a ningún sitio. Todos los ciudadanos soviéticos que se encontraban en Berlín debían permanecer en casa; los scheidemannistas podían organizar cualquier provocación si caía en sus manos alguien de los rusos.
El camarada propuso a Kurt que fuera con
él. Kurt se vistió y tomó el fusil que le había dado por la mañana un
joven obrero. Una fuerza incontenible me impulsaba a abrazarle y
besarle. Permanecí de pie, acariciando la manga de su capote hasta que
se marchó.
Entonces empezaron para mí tormentosos y
duros días de espera. Kurt no regresó aquel día, ni al siguiente, ni al
otro. No había periódicos y la gente que iba a la ciudad traía los
rumores más fantásticos y contradictorios.
El jueves recibimos una breve nota de
Kurt, Decía que se encontraba en la redacción del periódico Vorwärts
ocupada por los obreros revolucionarios. El camarada que trajo la nota
dijo que Liebknecht hablaba de la mañana a la noche en diversos lugares
de la ciudad. Rosa también. Los obreros habían conseguido apoderarse de
varios establecimientos oficiales y estaciones. En distintos confines de
la ciudad se producían choques con los partidarios del Gobierno.
La noche del viernes al sábado llegó a
nuestros oídos un fuerte tiroteo. Hasta entonces en la ciudad había
fuego de fusilería, pero ahora se oían las ametralladoras y artillería.
El sábado llamó a nuestra puerta el inválido del tercer piso. Dijo que por la parte de Potsdam habían entrado en la ciudad tropas gubernamentales, a la cabeza de las cuales iba Noske. Habían asaltado el local del periódico Vorwärts.
Todo el día estuvimos esperando a Kurt; durante la noche del sábado al domingo no pegamos un ojo. Pero Kurt no vino.
Las tropas del Gobierno continuaron
limpiando de insurgentes la ciudad. El lunes, los obreros fueron
desalojados de sus últimos reductos fortificados. Después de un
intervalo de una semana, salieron los periódicos burgueses y Vorwärts.
En las primeras páginas se destacaba en gruesos titulares: “¡La
tranquilidad es completa en Berlín!”
“¡La tranquilidad es completa en Berlín”!
-escribía por aquellos días Rosa Luxemburgo- “¡La tranquilidad es
completa en Berlín!” -afirma la prensa burguesa triunfante, corroboran
Ebert y Noske, repiten los oficiales del “ejército victorioso”, a los
que la muchedumbre burguesa saluda en las calles de Berlín… “Spartak” es
el enemigo y Berlín, el lugar donde nuestros oficiales pueden vencer.
Noske es el general que sabe obtener victorias donde fuera incapaz de
lograrlas el general Ludendorff”.
Y dirigiendo a los enemigos del
proletariado las últimas palabras que había de escribir en su vida,
“Rosa Roja” exclamaba con odio:
“¡La tranquilidad es completa en Berlín!”
Sois unos lacayos obtusos. Vuestra tranquilidad se asienta sobre arena
movediza. La Revolución se alzará de nuevo mañana y a los sones de
trompetas que os harán temblar anunciará: “¡Fui, soy y seré!”
Tristis
Pasaron el sábado y el domingo. Erna y yo permanecimos todo ese tiempo tratando de vencer la emoción, atendiendo a cada ruido en la escalera. Pero Kurt no venía.
Pasaron el sábado y el domingo. Erna y yo permanecimos todo ese tiempo tratando de vencer la emoción, atendiendo a cada ruido en la escalera. Pero Kurt no venía.
El domingo decidimos ir al lugar de donde había llegado la última noticia de él, a la redacción de Vorwärts.
Las calles eran un hormiguero de gente
endomingada. Señoras y señores atildados se paseaban, contemplando
alegremente las huellas del reciente combate; daban cariñosos golpecitos
en la coraza de acero de los blindados que habían entrado en Berlín,
encabezando el desfile de las tropas de Noske; se deleitaban en la
lectura de las consignas que se veían por todas partes: “¡Muera
Liebknecht!” “¡Muera Rosa Luxemburgo!”
La soldadesca saciada, ebria de sangre,
era el héroe de la jornada. Los oficiales, atusándose los bigotes a lo
Kaiser, acogían benevolentes las sonrisas de las damas. Los soldados
rebuscaban por sótanos y buhardillas a los obreros escondidos. Cuando la
caza daba resultado, arrojaban al hombre golpeado y sangriento a la
muchedumbre, y las engalanadas damas lo pisoteaban con los altos tacones
de sus botinas de moda, sujetas con cordones hasta las rodillas.
Helada de espanto me agarré al brazo de
Erna. Aquello me recordaba la represión contra los hombres de la Comuna
de París, que conocía por mis lecturas. Estos señores no habían leído ni
a Arnould ni a Lissagaray, pero actuaban exactamente del mismo modo que
los versalleses. Evidentemente, para ser verdugo burgués bastaba ser
simplemente burgués.
Por fin, conseguimos dominarnos y entrar
junto con aquella enfurecida muchedumbre en la redacción del Vorwärts.
Allí olía a sangre y a humo de pólvora. A la entrada se veían los restos
de la barricada que los obreros habían levantado con resinas de
periódicos y. rollos de papel. Los rollos formaban la base de la
barricada, las resmas estaban reforzadas con alambre y colocadas de
manera escaqueada, a fin de dejar orificios para las troneras.
Seguimos adelante, esperando y temiendo
al mismo tiempo ver alguna cosa que denotara la suerte que había corrido
Kurt. Por todas partes se veían salpicaduras de sangre, en las paredes
había fragmentos de sesos humanos. Los que habían perecido allí no
habían muerto en combate, sino rematados a culatazos por los feroces
mercenarios.
Cinco días, cinco terribles días, estuvimos buscando a Kurt por hospitales, clínicas y depósitos de cadáveres. Todo estaba atestado de heridos y muertos. Los heridos se encontraban tirados en los pasillos, unos delirando y otros muriendo. Unos cadáveres estaban apilados, otros en informe montón. Aun después de muertos, los rostros conservaban la intensa y desesperada decisión que tuvieran en el momento del último combate.
El miércoles 15 de enero en Die Rote
Fahne apareció un artículo de Liebknecht titulado “¡A pesar de todo!”
Con inmensa emoción leímos sus ardientes palabras:
“… Nuestro barco mantiene decididamente y con orgullo su rumbo hacia la meta final, hacia la victoria.
Vivamos o no nosotros cuando esta
victoria se logre, nuestro programa vivirá. ¡Abarcará a todo el mundo de
la humanidad liberada, pase lo que pase!.
Las masas proletarias ahora dormidas
serán despertadas por el imponente estruendo del derrumbamiento que se
aproxima, cual si sonaran las trompetas anunciando el juicio final.
Entonces resucitarán los luchadores asesinados y exigirán cuentas a los
asesinos malditos. Hoy se oye solamente el ruido subterráneo del volcán,
pero mañana vomitará su fuego y en los torrentes de su lava ardiente
enterrará a todos esos asesinos”.
La tarde de aquel mismo día le mataron. A él y a Rosa…
Todos sabían que iban a la caza de ellos. La burguesía aullaba exigiendo que se diera con su paradero, que se les apresara y se les hiciera pedazos. Scheidemann prometió 100.000 marcos a quien los presentara vivos o muertos. Dos días antes del asesinato, Vorwärts publicó unos versos que terminaban con un llamamiento abierto al asesinato de Carlos y Rosa: “¡Los muertos están tendidos en fila por centenares; pero Carlos no figura entre ellos! ¡No están Rosa y compañía!”.
Todos sabían que iban a la caza de ellos. La burguesía aullaba exigiendo que se diera con su paradero, que se les apresara y se les hiciera pedazos. Scheidemann prometió 100.000 marcos a quien los presentara vivos o muertos. Dos días antes del asesinato, Vorwärts publicó unos versos que terminaban con un llamamiento abierto al asesinato de Carlos y Rosa: “¡Los muertos están tendidos en fila por centenares; pero Carlos no figura entre ellos! ¡No están Rosa y compañía!”.
Nadie creyó lo que decía un comunicado
gubernamental publicado el jueves, en el que se afirmaba que Liebknecht
había resultado muerto por intento de fuga, y que a Rosa la había
despedazado una muchedumbre casualmente congregada. Investigaciones
posteriores evidenciaron que el comunicado oficial fue del principio al
fin una mentira consciente y premeditada.
Carlos y Rosa fueron capturados el
miércoles, a las 9 y media de la noche, por los matones del regimiento
socialdemócrata del Reichstag. Condujeron a los arrestados al hotel
“Eden”, situado en la parte oeste de Berlín, y los entregaron al estado
mayor de la división de caballería de fusileros de la guardia, al frente
de la cual se encontraba el capitán Pabst, mano derecha de Noske.
A Carlos y Rosa los tuvieron en el “Eden”
muy poco tiempo; luego les comunicaron que les trasladaban a la cárcel
de Moabit. Primero llevaron a Liebknecht. Le acompañaron el capitán
Pflugk-Hartnung y el ober-teniente Vogel, futuro hitleriano.
Cuando conducían a Liebknecht al
automóvil, tal y como había sido previamente ordenado por Pabst, se
acercó a él un tal Runge y le asestó varios culatazos en la cabeza.
Chorreando sangre, metieron a Liebknecht en el automóvil que se dirigía a
Tiergarten. En medio del parque, el automóvil se detuvo simulando una
avería. A Liebknecht se le ordenó salir y marchar adelante. Apenas
anduvo unos pasos, el teniente Liepmann y el mencionado Pflugk-Hartnung
le dispararon a bocajarro por la espalda, causándole la muerte. Llevaron
el cuerpo de Liebknecht a un puesto de socorro urgente situado no lejos
de allí y lo entregaron como el cadáver de un “desconocido”.
Desde la salida de Liebknecht con sus
asesinos del hotel “E den” hasta la entrega del cadáver en el puesto de
socorro transcurrieron solamente diez minutos. A las 23 y 20 minutos se
informó a Pabst que el asunto había concluido. A los veinte minutos
Pabst entregó Rosa Luxemburgo a Vogel.
Cuando Rosa, a la que conducían agarrada
de los brazos el director del hotel y Vogel, bajaba por la escalera,
corrió a su encuentro el mencionado Runge y con la misma culata le
golpeó la cabeza.
Rosa perdió el conocimiento. La llevaron a
rastras y la arrojaron al automóvil. Tan pronto el coche se puso en
marcha Vogel y el teniente Krul dispararon sobre Rosa. Krul quitó a la
muerta el reloj de pulsera y se lo metió en el bolsillo. El automóvil se
detuvo junto al canal situado entre el puente Cornelius y el de
Lichtenstein. Sacaron el cadáver de Rosa a la calzada, lo ataron con un
alambre, le colocaron un peso y lo arrojaron al canal.
Fue descubierto tan sólo varios meses después.
La noche del jueves, ya muy tarde, al
salir del depósito de cadáveres de la ciudad, oímos unos pasos sordos
que resonaban en la calle desierta. Cuando llegó a nuestra altura
reconocí a un amigo íntimo de Rosa, Leo Joguiches. Hablé con él.
Preguntó con tristeza si no habíamos visto en el depósito el cadáver de
Rosa. No, allí no estaba.
Dos meses después Leo Joguiches fue capturado por los perros de la jauría de Noske y asesinado en la cárcel.
Sólo el viernes por la mañana
identificamos a Kurt entre unos cadáveres en el depósito de un hospital
en Pankov. Tenía la cabeza destrozada, los ojos saltados de las órbitas,
la cara era un cuajaron sanguinolento. Se le podía reconocer solamente
por las manos y la ropa.
Al otro día dimos sepultura a Kurt, A la
mañana siguiente vino a por mí un camarada. Dijo que había una ocasión y
que podía ir a Moscú con dos colaboradores de la Comisión Soviética
encargada de asuntos de los prisioneros. Se habían retenido en Berlín
después de la expulsión de nuestra embajada, en vísperas de la
Revolución de noviembre, y ahora regresaban a la Rusia Soviética.
Como mareada, me despedí de Erna, así
mismo subí al tren y transcurrió para mí todo el camino; como mareada oí
que en las elecciones a la Asamblea Constituyente de Alemania los
socialdemócratas de derecha habían obtenido la mayoría. Mi boca tenía un
sabor a herrumbre, en todas partes me parecía que había un olor denso a
cadáveres y a fenal.
Una fría noche de enero nuestro tren
llegó al andén de la estación de Moscú. Hacía tan sólo dos meses y medio
que había partido de allí y me parecía que había transcurrido una vida
entera.
Mis acompañantes se despidieron de mí y
marché sola por las calles nevadas de Moscú. Era difícil andar, estaba
resbaladizo. A causa de la inanición, me daban mareos.
Cerca del Soviet de Moscú había un coche cerrado. La puerta del edificio se abrió y apareció un hombre con cazadora de cuero. Era Yákov Mijáilovich Sverdlov. Ya se había subido al automóvil cuando me acerqué a él. La emoción me agarrotaba la garganta y no podía pronunciar ni palabra. Me miró y al reconocerme dijo algo en alta voz; luego me metió en el coche, me llevó al Kremlin y me condujo a la comandancia. Allí ordenó que inmediatamente calentaran el baño, que arrojaran todos mis efectos al fuego y me dieran ropa de soldado rojo. Dijo que luego le llamaran y vendría a recogerme para llevarme a casa.
Una hora después estaba sentada en la
comandancia con las mangas de la guerrera recogidas por ser demasiado
largas. Bebía té caliente en una jarra de hojalata. La comandancia
estaba instalada en una habitación espaciosa y mal alumbrada. En los
bancos colocados a lo largo de las paredes había sentados unos jóvenes
soldados rojos que hablaban a media voz, evidentemente de algo
relacionado conmigo. Oí palabras sueltas: “de Berlín”, “los mencheviques
han vencido allí…”, “el pueblo las pasará muy mal…”.
Descansé. Me sentía bastante bien y a fin de no restar tiempo a Sverdlov me fui a pie hasta mi casa.
Atardecía. El cielo tenía tonalidades verdes y argentadas.
Detrás de los dentados tejados de
Kitaigorod apuntaba el disco anaranjado de la luna. Entre las columnas
de la Casa de los Sindicatos pendían, enmarcados en rojo y con crespones
de luto, los retratos de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo, al pie de
los cuales estaba escrito con grandes letras: “¡El mejor desquite por
la muerte de Liebknecht y Luxemburgo es la victoria del comunismo!”.
En el retrato, Carlos estaba mucho más
joven que en los últimos meses de su vida. Rosa aparecía tal y como yo
la vi al despedirme de ella en Berlín; era igualmente tierna y
penetrante la mirada de sus hermosos ojos oscuros.
“El hombre debe vivir como una vela que arde por ambos extremos” -gustaba decir Rosa.
Así vivieron los dos: Rosa y Carlos. ¡Que su memoria perdure eternamente!
https://diario-octubre.com/2019/01/14/el-asesinato-de-rosa-luxemburgo-y-carlos-liebknecht-contado-por-la-bolchevique-elisabeta-yakovlevna-drabkina/?fbclid=IwAR1qlYjk2xADr2M0VMi1d53TS2poXG5sbzMmJW3hfywjmBSU_7DHIWcr-sw
León Trotsky publica este articulo el 18 de enero de 1919 en homenaje a los dos dirigentes del partido comunista alemán asesinados en el curso de la revolución alemana. *
El inflexible Karl Liebknecht
Rosa Luxemburgo, la fuerza de las ideas
Lo que habría podido suceder en Rusia durante las jornadas de julio
Aberración histórica
¡La sangre de los militantes asesinados clama venganza!
La lucha no ha hecho más que empezar
El papel histórico de las jornadas de julio
Los mismos acontecimientos se produjeron en Berlín
ROSA LUXEMBURGO, LA LIBERACIÓN FEMENINA Y LA FILOSOFÍA MARXISTA DE LA REVOLUCIÓN.
El pensamiento de la internacionalista, comunista y precursora del feminismo revolucionario (crítica del falso feminismo burgués, y precursora del feminismo con consciencia de clase), Rosa Luxemburgo.
Rosa Luxemburgo destaca por sus brillantes análisis sobre los peligros del reformismo. Su obra Reforma o Revolución es hoy de plena vigencia.
Este PDF, ROSA LUXEMBURGO, LA LIBERACIÓN FEMENINA Y LA FILOSOFÍA MARXISTA DE LA REVOLUCIÓN, ahonda en su reivindicación por la liberación de la mujer como sujeto revolucionario imprescindible en la lucha de clases, y por lo tanto imprescindible para la emancipación histórica de los pueblos.
ESCRITOS DE ROSA LUXEMBURG:
s.f.: Navidad en el asilo de noche.
1899: La crisis socialista en
Francia (en .pdf)
1900: Reforma o revolución
(en .pdf)
1903: Estancamiento y progreso del marxismo
(en .pdf)
1904: Problemas organizativos de la Socialdemocracia
(en .pdf)
1905: El socialismo y las iglesias
(en .pdf)
1906: Huelga de masas, partido y sindicatos
(en .pdf)
1911: Utopías pacifistas
(en .pdf)
1915: El Folleto
Junius: La crisis de la socialdemocracia alemana (en .pdf)
1918: El espíritu de la literatura
rusa: La vida de Korolenko (en .pdf)
1918: La Revolución Rusa
(en .pdf)
1918: Contra la pena capital
(en .pdf)
1918:. Discurso ante el Congreso de Fundación del Partido Comunista Alemán
(en .pdf)
1919: El orden reina en Berlín
1951: Qué es la economía?
(en .pdf)
Clara Zetkin (1919): Rosa
Luxemburg
ALEMANIA. Miles de personas marchan, pese al intenso frío, en recuerdo de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, asesinados por la socialdemocracia... Pelicula, obras, DOSSIER ...
KARL LIEBKNECHT (1871 - 1919)
Miembro de la socialdemocracia alemana desde 1900. Fue el único parlamentario de este partido que se opuso el 4 de diciembre de 1914 a votar los créditos de guerra. Dirigente del ala izquierda, por sus manifestaciones contra la guerra fue expulsado del partido y encarcelado en 1916-1918. Junto a Rosa Luxemburgo creó el grupo Espartaco y el 1° de enero de 1919 creó el Partido Comunista. Fue asesinado por soldados del régimen de la alianza del ala derecha de la socialdemocracia con generales kaiseristas el 15 de enero de 1919.
ESCRITOS
"Mi
voto contra el proyecto de Ley de Créditos de Guerra del día de hoy se
basa en las siguientes consideraciones: Esta guerra, deseada por ninguno
de los pueblos involucrados, no ha estallado para favorecer el
bienestar del pueblo alemán ni de ningún otro. Es una guerra
imperialista, una guerra por el reparto de importantes territorios de
explotación para capitalistas y financieros. Desde el punto de vista de
la rivalidad armamentística, es una guerra provocada conjuntamente por
los partidos alemanes y austríacos partidarios de la guerra, en la
oscuridad del semifeudalismo y de la diplomacia secreta, para obtener
ventajas sobre sus oponentes. Al mismo tiempo la guerra es un esfuerzo
bonapartista por desorganizar y escindir el creciente movimiento de la
clase trabajadora..."
1919: ¡A pesar de todo!
Discurso de Lenin en un Mítin en Protesta tras los Asesinatos de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo
Hoy la burguesía y los social-traidores están jubilosos en Berlín, lo consiguieron asesinando a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Ebert y Scheidemann, quienes durante cuatro años condujeron a los trabajadores a la masacre por el bien de la depredación, ahora han asumido el papel de carniceros de los líderes proletarios. El ejemplo de la revolución alemana demuestra que la ”democracia” es sólo un camuflaje para el robo burgués y la violencia más salvaje.
¡Muerte a los carniceros!
— V.I. Lenin, Discurso en un Mitin en Protesta Tras los Asesinatos de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo
Las anteriores líneas fueron escritas ante el brutal y cobarde asesinato de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo por el gobierno de Ebert y Scheidemann. Estos carniceros, en su servilismo a la burguesía, permitió a los guardias blancos alemanes, los perros guardianes de la sagrada propiedad capitalista, linchar a Rosa Luxemburgo, asesinar a Karl Liebknecht disparándole por la espalda con el pretexto evidentemente falso de que ”intentó escaparse” (el zarismo ruso usó mucho esta excusa para asesinar prisioneros durante la sangrienta represión de la revolución de 1905).
¡Al mismo tiempo, aquellos carniceros protegieron a los guardias blancos con la autoridad del gobierno, que afirma ser inocente y estar por encima de las clases! No hay palabras para describir el abominable y asqueroso carácter de la carnicería perpetrada por presuntos socialistas. Evidentemente, la historia ha escogido un camino en el que el papel de los ”lugartenientes obreros de la clase capitalista” debe ser llevado al grado extremo de la ferocidad, ignominia y la vileza.
¡Dejad a aquellos simplones, los Kautskianos, hablar en su periódico Freiheit sobre una ”corte” de representantes de ”todos” los partidos ”socialistas”! (¡aquellas almas serviles insisten en que los verdugos de Scheidemann son socialistas!). Estos campeones de la necedad filistea y de la cobardía pequeño-burguesa, ni siquiera comprenden que un tribunal es un órgano del poder estatal, y que la la lucha y la guerra civil que ahora en Alemania se libra precisamente por ver en manos de quien queda el poder: en manos de la burguesía, servida por los Scheidemann como verdugos e instigadores de progromos, y por los Kautskianos como glorificadores de la ”democracia pura”, o en manos del proletariado, que derrocará a los explotadores capitalistas y aplastará su resistencia . La sangre de los mejores representantes de la Internacional proletaria mundial, de los inolvidables líderes de la revolución socialista mundial, templará a nuevas masas de trabajadores animándolas a una lucha a muerte. Y esta lucha nos conducirá a la victoria.
León Trotsky publica este articulo el 18 de enero de 1919 en homenaje a los dos dirigentes del partido comunista alemán asesinados en el curso de la revolución alemana. *
El inflexible Karl Liebknecht
Acabamos
de sufrir la mayor de las pérdidas. El duelo nos embarga por partida
doble. Nos han arrebatado a dos líderes, dos dirigentes cuyos nombres
quedarán inscritos por siempre jamás en el libro de oro de la revolución
proletaria: Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. El nombre de Karl
Liebknecht se dio a conocer en todo el mundo en los primeros días de la
gran guerra europea. Desde la primeras semanas de esa guerra, cuando el
militarismo alemán festejaba sus primeras victorias, sus primeras orgías
sangrientas, cuando los ejércitos alemanes lanzaban su ofensiva sobre
Bélgica destruyendo sus fortalezas, cuando parecía que los cañones de
420 milímetros podrían someter el universo entero a los pies de
Guillermo II, cuando la socialdemocracia alemana, con Scheidemann y
Ebert a la cabeza, se arrodillaba ante el militarismo y el imperialismo
alemanes, que parecían poder someter a todo el mundo —tanto en el
exterior, con la invasión del norte de Francia, como en el interior,
dominando no sólo a la casta militar y a la burguesía, sino incluso a
los representantes oficiales de la clase obrera—, en medio de estos días
sombríos y trágicos una sola voz se levantó en Alemania para protestar y
maldecir: la de Karl Liebknecht. Y su voz resonó en todo el mundo. En
Francia, donde el espíritu de las masas obreras aún se encontraba
obsesionado por la ocupación alemana y el partido de los socialpatriotas
predicaba desde el poder una lucha sin cuartel contra el enemigo que
amenazaba París, la burguesía y los propios chovinistas tuvieron que
reconocer que Liebknecht era la excepción a los sentimientos que
animaban a todo el pueblo alemán.
En realidad, Liebknecht no estaba solo. Rosa Luxemburgo, mujer de gran coraje, luchaba a su lado, pese a que las leyes burguesas del parlamentarismo alemán no le permitían lanzar su protesta desde lo alto de la tribuna, como hacía Karl Liebknecht. Es preciso señalar que a Rosa Luxemburgo la secundaban los elementos más conscientes de la clase obrera, en la que habían germinado sus poderosos pensamiento y palabra. Estas dos personalidades, dos militantes, se complementaban mutuamente y marchaban juntas en pos del mismo objetivo.
Karl Liebknecht encarnaba al revolucionario inquebrantable y genuino. En torno a él se tejían innumerables leyendas: agresivas en la prensa burguesa, heroicas en los labios de los trabajadores. En su vida privada, Karl Liebknecht era —¡ay!, ya sólo podemos hablar en pasado— la encarnación misma de la bondad, la sencillez y la amistad. Podría decirse que su carácter era de una dulzura casi femenina, en el mejor sentido del término, y que su voluntad revolucionaria, de un temple excepcional, le hacía capaz de combatir hasta la muerte por los principios que profesaba. Y lo demostró elevando sus protestas contra los representantes de la burguesía y los traidores socialdemócratas del Reichstag alemán, cuya atmósfera estaba saturada por los miasmas del chovinismo y el militarismo triunfantes. Lo demostró levantando en Berlín, en la plaza de Potsdam, el estandarte de la rebelión contra los Hohenzollern y el militarismo burgués. Fue detenido. Pero ni la prisión ni los trabajos forzados lograron quebrar su voluntad y, liberado por la revolución de noviembre, se puso a la cabeza de los elementos más decididos de la clase obrera alemana.
En realidad, Liebknecht no estaba solo. Rosa Luxemburgo, mujer de gran coraje, luchaba a su lado, pese a que las leyes burguesas del parlamentarismo alemán no le permitían lanzar su protesta desde lo alto de la tribuna, como hacía Karl Liebknecht. Es preciso señalar que a Rosa Luxemburgo la secundaban los elementos más conscientes de la clase obrera, en la que habían germinado sus poderosos pensamiento y palabra. Estas dos personalidades, dos militantes, se complementaban mutuamente y marchaban juntas en pos del mismo objetivo.
Karl Liebknecht encarnaba al revolucionario inquebrantable y genuino. En torno a él se tejían innumerables leyendas: agresivas en la prensa burguesa, heroicas en los labios de los trabajadores. En su vida privada, Karl Liebknecht era —¡ay!, ya sólo podemos hablar en pasado— la encarnación misma de la bondad, la sencillez y la amistad. Podría decirse que su carácter era de una dulzura casi femenina, en el mejor sentido del término, y que su voluntad revolucionaria, de un temple excepcional, le hacía capaz de combatir hasta la muerte por los principios que profesaba. Y lo demostró elevando sus protestas contra los representantes de la burguesía y los traidores socialdemócratas del Reichstag alemán, cuya atmósfera estaba saturada por los miasmas del chovinismo y el militarismo triunfantes. Lo demostró levantando en Berlín, en la plaza de Potsdam, el estandarte de la rebelión contra los Hohenzollern y el militarismo burgués. Fue detenido. Pero ni la prisión ni los trabajos forzados lograron quebrar su voluntad y, liberado por la revolución de noviembre, se puso a la cabeza de los elementos más decididos de la clase obrera alemana.
Rosa Luxemburgo, la fuerza de las ideas
El
nombre de Rosa Luxemburgo no es tan conocido en Rusia o fuera de
Alemania, pero se puede decir sin temor a exagerar que su personalidad
no desmerece en nada la de Liebknecht.
De constitución pequeña, débil y enfermiza, Rosa sorprendía por su poderosa mente. Ya he dicho que estos dos líderes se complementaban mutuamente. La intransigencia y la firmeza revolucionarias de Liebknecht se combinaban con una dulzura y una amenidad femeninas, y Rosa Luxemburgo, a pesar de su fragilidad, estaba dotada de un intelecto poderoso y viril. Ferdinand Lassalle ya escribió sobre la fuerza física del pensamiento y la tensión sobrenatural de que es capaz el espíritu humano para vencer y superar obstáculos materiales. Esta era la energía que transmitía Rosa Luxemburgo cuando hablaba desde la tribuna, rodeada de enemigos. Y tenía muchos. A pesar de ser pequeña de talla y de aspecto frágil, Rosa Luxemburgo sabía dominar y mantener la atención de grandes auditorios, incluso cuando eran hostiles a sus ideas. Era capaz de reducir al silencio a sus más resueltos enemigos mediante el rigor de su lógica, sobre todo cuando sus palabras se dirigían a las masas obreras.
De constitución pequeña, débil y enfermiza, Rosa sorprendía por su poderosa mente. Ya he dicho que estos dos líderes se complementaban mutuamente. La intransigencia y la firmeza revolucionarias de Liebknecht se combinaban con una dulzura y una amenidad femeninas, y Rosa Luxemburgo, a pesar de su fragilidad, estaba dotada de un intelecto poderoso y viril. Ferdinand Lassalle ya escribió sobre la fuerza física del pensamiento y la tensión sobrenatural de que es capaz el espíritu humano para vencer y superar obstáculos materiales. Esta era la energía que transmitía Rosa Luxemburgo cuando hablaba desde la tribuna, rodeada de enemigos. Y tenía muchos. A pesar de ser pequeña de talla y de aspecto frágil, Rosa Luxemburgo sabía dominar y mantener la atención de grandes auditorios, incluso cuando eran hostiles a sus ideas. Era capaz de reducir al silencio a sus más resueltos enemigos mediante el rigor de su lógica, sobre todo cuando sus palabras se dirigían a las masas obreras.
Lo que habría podido suceder en Rusia durante las jornadas de julio
Nosotros
sabemos muy bien cómo procede la reacción para organizar ciertas
revueltas populares. Todos nos acordamos de aquellos días de julio entre
los muros de Petrogrado, cuando las bandas reaccionarias organizadas
por Kerensky y Tsereteli contra los bolcheviques masacraban a los
obreros, acosando a los militantes, fusilando y pasando a bayoneta a los
obreros aislados que eran sorprendidos en las calles. Los nombres de
los mártires proletarios, como Veinoff, aún están presentes en la
memoria de casi todos nosotros. Si fuimos capaces entonces de conservar a
Lenin y a Zinóviev fue porque pudieron escapar de los asesinos. Y
entonces se alzaron algunas voces entre los mencheviques y eseristas
para reprocharles el haberse librado de un juicio en el que les habría
resultado sencillo rebatir las acusaciones de ser espías alemanes. Pero,
¿a qué tribunal se referían? ¿Acaso al que fue conducido más tarde
Liebknecht, en el que, a mitad de camino, Lenin y Zinóviev habrían sido
fusilados por intento de fuga? Sin duda, esa habría sido la declaración
oficial. Tras la terrible experiencia de Berlín, no podemos menos que
felicitarnos de que Lenin y Zinóviev se abstuviesen de comparecer ante
el tribunal del gobierno burgués.
Aberración histórica
¡Pérdida
irreparable, traición sin parangón! Los dirigentes del Partido
Comunista de Alemania ya no están entre nosotros. Hemos perdido a
nuestros mejores compañeros, ¡y sus asesinos siguen formando parte del
Partido Socialdemócrata que osa remontar su genealogía hasta Carlos
Marx! ¡Estos son los hechos, camaradas! El mismo partido que traicionó
los intereses de la clase obrera desde el principio de la guerra, que
apoyó al militarismo alemán, que alentó la destrucción de Bélgica y la
invasión de las provincias septentrionales francesas, el partido cuyos
dirigentes nos dejaron en manos de nuestros enemigos, los militaristas
alemanes, durante las conversaciones de paz de Brest-Litovsk, ¡ese mismo
partido y sus jefes (Scheidemann y Ebert) se autodenominan marxistas al
mismo tiempo que organizan las bandas reaccionarias que han asesinado a
Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo! Ya hemos conocido con anterioridad
una aberración histórica similar, una felonía análoga, pues lo mismo
pasó con el cristianismo. El cristianismo evangélico era una ideología
de pescadores oprimidos, de esclavos, de trabajadores aplastados por la
sociedad, una ideología de proletarios. ¿Y acaso no fue acaparado por
aquellos que monopolizaban la riqueza, por los reyes, los patriarcas y
los papas?
Indudablemente, el abismo que separa el cristianismo primitivo, tal como surgió de la conciencia del pueblo y las capas inferiores de la sociedad, del catolicismo y las teorías ortodoxas es tan profundo como el que ahora separa las teorías de Marx, puro fruto del pensamiento y los sentimientos revolucionarios, de los residuos ideológicos burgueses con los que trafican los Scheidemann y los Ebert de todos los países.
Indudablemente, el abismo que separa el cristianismo primitivo, tal como surgió de la conciencia del pueblo y las capas inferiores de la sociedad, del catolicismo y las teorías ortodoxas es tan profundo como el que ahora separa las teorías de Marx, puro fruto del pensamiento y los sentimientos revolucionarios, de los residuos ideológicos burgueses con los que trafican los Scheidemann y los Ebert de todos los países.
¡La sangre de los militantes asesinados clama venganza!
¡Camaradas! Estoy convencido de que este abominable crimen será la
última canallada de la lista que han perpetrado los Scheidemann y Ebert.
El proletariado ha soportado durante mucho tiempo las iniquidades de
aquellos a quienes la historia colocó a su cabeza. Pero su paciencia se
agota, y este último crimen no quedará impune. La sangre de Karl
Liebknecht y de Rosa Luxemburgo clama venganza; las calles de Berlín, la
plaza de Potsdam, donde Karl Liebknecht fue el primero en levantar el
estandarte de la revuelta contra los Hohenzollern, hablarán. ¡Sus
adoquines, no lo dudéis, servirán para levantar nuevas barricadas contra
los ejecutores de estas infamias, los perros guardianes de la sociedad
burguesa, contra los Scheidemann y los Ebert!
La lucha no ha hecho más que empezar
Scheidemann y Ebert han sofocado, por el momento, al movimiento
espartaquista (los comunistas alemanes). Han asesinado a dos de los
mejores dirigentes de este movimiento, y puede que aún festejen su
victoria. Pero este triunfo es ilusorio, pues de hecho aún no ha tenido
lugar ninguna acción decisiva. El proletariado alemán todavía no se ha
sublevado para conquistar el poder político. Por parte del proletariado,
todo lo que ha precedido a los actuales sucesos no ha sido más que una
importante maniobra de reconocimiento para descubrir las posiciones del
enemigo. Son los preliminares de la batalla, pero no la batalla misma.
Unos preliminares indispensables para el proletariado alemán, igual que
nos fueron indispensables las jornadas de Julio.
El papel histórico de las jornadas de julio
Ya
conocéis el curso de los acontecimientos y su lógica interna. A finales
de febrero de 1917 (según el antiguo calendario), el pueblo ruso había
derrocado la autocracia y, durante las primeras semanas, parecía que se
había conseguido ya lo esencial. Los hombres de nuevo temple que
surgieron de los otros partidos —partidos que no habían tenido un papel
preponderante entre nosotros— gozaron en un primer momento de la
confianza, o mejor semiconfianza, de las masas obreras. Petrogrado, como
era preciso, se encontraba a la cabeza del movimiento. Tanto en febrero
como en julio constituía la vanguardia que llamaba a los obreros a una
guerra declarada contra el gobierno burgués, contra los partidarios de
la Entente. Esta vanguardia fue la que llevó a cabo las grandes
maniobras de reconocimiento.
Y
precisamente durante las jornadas de Julio, chocó directamente con el
gobierno de Kerensky. No se trataba aún de la revolución, tal y como la
realizamos en octubre: fue una experiencia cuyo sentido no estaba
todavía claro para las masas obreras. Los trabajadores de Petrogrado se
limitaron a declarar la guerra a Kerensky. Pero en el choque que se
produjo pudieron convencerse y probar a las masas obreras del mundo
entero que Kerensky no estaba apoyado por ninguna fuerza revolucionaria
real y que su partido estaba formado por la burguesía, la guardia blanca
y la contrarrevolución. Recordaréis que las jornadas de Julio
terminaron para nosotros con una derrota en el sentido formal del
término: los camaradas Lenin y Zinóviev se vieron obligados a
esconderse; muchos de los nuestros fueron encarcelados; nuestros
diarios, cerrados; el Sóviet de Diputados Obreros y Soldados, reducido a
la impotencia; las imprentas obreras, saqueadas; los locales de las
organizaciones obreras, clausurados; las bandas reaccionarias lo
invadieron todo, lo destruyeron todo. En 1917 en Petrogrado pasó
exactamente lo mismo que en 1919 en las calles de Berlín. Pero nosotros
no dudamos ni por un instante de que las jornadas de Julio eran el
preludio de nuestra victoria. Durante las mismas pudimos evaluar el
número y la composición de las fuerzas enemigas; pusieron en evidencia
que el gobierno de Kerensky y Tsereteli estaba al servicio de los
capitalistas y de los grandes propietarios contrarrevolucionarios.
Los mismos acontecimientos se produjeron en Berlín
Análogos
acontecimientos tuvieron lugar en Berlín. En Berlín, como en
Petrogrado, el movimiento revolucionario iba por delante de las masas
obreras atrasadas. Igual que en Rusia, los enemigos de la clase obrera
gritaban: “¡No podemos someternos a la voluntad de Berlín; Berlín está
aislado; es preciso reunir una Asamblea Constituyente y llevarla a una
ciudad de provincias con tradiciones más sanas! ¡Berlín está pervertido
por la propaganda de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburgo!”. Todo lo que
sucedió en Rusia, todas las calumnias y toda la propaganda
contrarrevolucionaria que soportamos allí, todo ha sido traducido al
alemán y propagado aquí por Scheidemann y Ebert contra el proletariado
alemán y contra los dirigentes del Partido Comunista, Karl Liebknecht y
Rosa Luxemburgo. Cierto es que toda esta campaña ha revestido en
Alemania unas proporciones mayores que en Rusia, pero ello se debe a que
los alemanes repiten unos acontecimientos que ya tuvieron lugar en
nuestro país; además, los antagonismos de clase están mucho más
nítidamente marcados en Alemania. En nuestro país, camaradas, cuatro
meses separaron la revolución de febrero y las jornadas de Julio. Cuatro
meses necesitó el proletariado de Petrogrado para experimentar la
necesidad absoluta de echarse a la calle para romper las columnas sobre
las que se sustentaba el templo de Kerensky y Tsereteli. Y tras las
jornadas de Julio transcurrieron cuatro meses antes de que las tropas de
la inmensa reserva de provincias llegasen a Petrogrado y nos
permitieran, en octubre de 1917 (o noviembre, según el nuevo
calendario), lanzarnos al asalto de las posiciones enemigas, seguros de
nuestra victoria. En Alemania, la primera explosión revolucionaria tuvo
lugar en noviembre y los acontecimientos análogos a nuestras jornadas de
Julio, en enero. El proletariado alemán lleva a cabo su revolución con
un calendario más apretado. Lo que a nosotros nos costó cuatro meses, a
ellos sólo les llevó dos. No cabe duda de que esta proporción se
mantendrá hasta el final. Puede que de las jornadas de Julio “alemanas” a
su octubre no pasen cuatro meses, como en Rusia, sino apenas otros dos.
Los tiros que ha recibido Karl Liebknecht por la espalda, no lo dudéis,
han resonado con fuerza por toda Alemania. Y el rumor ha debido sonar
como una campana fúnebre en los oídos de los Scheidemann y Ebert.
Acabamos de cantar el réquiem por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Nuestros dirigentes han muerto y ya no los veremos más. ¿Pero cuántos de vosotros, camaradas, los habéis conocido personalmente en vida? Una pequeña minoría. Y, sin embargo, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo siempre han estado presentes entre vosotros. En vuestras reuniones y congresos habéis elegido a menudo a Karl Liebknecht como presidente de honor. Aunque ausente, asistía a vuestras reuniones y ocupaba un sitio de honor en vuestra mesa, pues el nombre de Karl Liebknecht no designa solamente a una persona determinada y aislada, para nosotros encarna todo lo que hay de bueno, noble y grande en la clase obrera, en su vanguardia revolucionaria. Todo eso es lo que vemos en Karl Liebknecht. Y cuando uno de nosotros imagina un hombre invulnerablemente acorazado contra el miedo y la debilidad, un hombre absolutamente íntegro, pensamos en Karl Liebknecht. No solamente ha sido capaz de derramar su sangre (puede que no haya sido éste el rasgo principal de su carácter), osó levantar la voz en medio de la furia de nuestros enemigos, en una atmósfera saturada de los miasmas del chovinismo, cuando toda la sociedad alemana guardaba silencio y el militarismo campaba a sus anchas. Él se atrevió a levantar la voz y decir: “Káiser, generales, capitalistas y vosotros, Scheidemann que estranguláis a Bélgica, devastáis el norte de Francia y queréis dominar el mundo entero, yo os desprecio, os odio, os declaro la guerra, una guerra que estoy dispuesto a llevar hasta el final”.
¡Camaradas, si bien el envoltorio material de Liebknecht ha desaparecido, su memoria permanece y permanecerá imborrable! Junto al de Karl Liebknecht, el nombre de Rosa Luxemburgo se conservará para siempre en los fastos del movimiento revolucionario universal. ¿Conocéis las leyendas sobre los santos y su vida eterna? Estas historias se basan en la necesidad que tienen los hombres de conservar la memoria de quienes, como líderes, les han servido honesta y verazmente; necesitan inmortalizarlos envolviéndolos en una aureola de pureza.
Camaradas, nosotros no tenemos necesidad de tales leyendas; no necesitamos canonizar a nuestros héroes, nos basta la realidad de los acontecimientos que estamos viviendo, por sí misma legendaria, que pone de manifiesto la fuerza de espíritu de nuestros dirigentes y forja unos caracteres que destacan sobre el resto de la humanidad. Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo vivirán eternamente en nuestro recuerdo. Siempre, en todas las reuniones en las que hemos evocado a Liebknecht, hemos sentido su presencia y la de Rosa Luxemburgo con una claridad extraordinaria, casi material.
Y la sentimos ahora, en estos trágicos momentos en los que nos sentimos espiritualmente unidos a los más nobles trabajadores de Alemania, de Inglaterra y del mundo entero, todos abrumados por el mismo e inmenso dolor. En esta lucha y ante estas pruebas, los sentimientos no conocen fronteras.
Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht son nuestros hermanos
Para nosotros, Liebknecht no es sólo un dirigente alemán, igual que Rosa Luxemburgo no es sólo una socialista polaca que se puso a la cabeza de los obreros alemanes... Ambos son nuestros hermanos; estamos unidos a ellos por lazos morales indisolubles. ¡Camaradas! Jamás repetiremos esto demasiado, pues Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo estaban estrechamente unidos al proletariado revolucionario ruso.
La vivienda de Liebknecht en Berlín era el centro de reunión de nuestros emigrados. Cuando se trataba de protestar en el parlamento o la prensa alemanes contra los servicios que los imperialistas germanos prestaban a la reacción rusa, nos dirigíamos a Karl Liebknecht. Él llamaba a todas las puertas e influía sobre todos —incluso sobre Scheidemann y Ebert— para decidirlos a reaccionar contra los crímenes del imperialismo.
Rosa Luxemburgo lideró el partido socialdemócrata polaco que, junto al partido socialista, forman hoy el Partido Comunista de Polonia. En Alemania, Rosa Luxemburgo, con el talento que la caracterizaba, profundizó en la lengua y la vida política del país, y pronto ocupó un lugar destacado en el antiguo partido socialdemócrata.
En 1905, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo tomaron parte en todos los acontecimientos de la revolución rusa. Rosa Luxemburgo fue incluso arrestada por su condición de militante activa y puesta bajo vigilancia tras su excarcelación de la ciudadela de Varsovia. Entonces pasó ilegalmente a Petrogrado (1906), donde frecuentó nuestros círculos revolucionarios. Visitaba a nuestros detenidos en las prisiones y nos servía, en el sentido más amplio del término, de enlace con el mundo socialista de entonces. Pero además de todas estas relaciones personales, guardamos de nuestra comunión moral con ella —de esa comunión que crea la lucha en nombre de grandes principios y esperanzas— el más hermoso de los recuerdos. Hemos compartido con ella la mayor de las desgracias conocida por la clase obrera universal (la vergonzosa bancarrota de la Segunda Internacional en agosto de 1914). Y con ella levantaron la bandera de la Tercera Internacional los mejores de entre nosotros, y la han sostenido con orgullo sin desfallecer un solo instante.
Hoy en día, camaradas, ponemos en práctica los preceptos de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo en la lucha que mantenemos. Sus ideas nos inspiran cuando, en un Petrogrado sin pan ni fuego, trabajamos para construir un nuevo régimen soviético. Y cuando nuestros ejércitos avanzan victoriosos en todos los frentes, el espíritu de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburgo también los anima. En Berlín, la vanguardia del Partido Comunista aún no disponía de fuerzas suficientemente organizadas para defenderse. Aún no tenía un ejército rojo —como tampoco lo teníamos nosotros durante las jornadas de Julio— cuando la primera oleada de un movimiento poderoso, pero no organizado, fue quebrada por bandas poco numerosas, pero organizadas. Aún no hay ejército rojo en Alemania, pero sí lo hay en Rusia. El ejército rojo es un hecho, día a día se organiza y es más numeroso. Cada uno de nosotros tomará como un deber el explicar a los soldados cómo y por qué han muerto Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, lo que eran y el lugar que debe ocupar su memoria en el espíritu de todo soldado, de todo campesino. Estos dos héroes han entrado para siempre en nuestro panteón espiritual. Aunque en Alemania no deja de extenderse la ola reaccionaria, no dudemos ni por un instante de que el octubre rojo está próximo.
Y ahora, dirigiéndonos al espíritu de los dos grandes difuntos, podemos decir: Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, ya no estáis en este mundo, pero seguís entre nosotros; viviremos y lucharemos animados por vuestras ideas, bajo el influjo de vuestra grandeza moral, y juramos que si llega nuestra hora moriremos de pie frente al enemigo, como vosotros habéis muerto, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.
* Publicamos el artículo completo, tomando la traducción publicada en el apéndice documental de Bajo la bandera de la rebelión, Rosa Luxemburgo y la revolución alemana, Fundación Federico Engels.
Acabamos de cantar el réquiem por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Nuestros dirigentes han muerto y ya no los veremos más. ¿Pero cuántos de vosotros, camaradas, los habéis conocido personalmente en vida? Una pequeña minoría. Y, sin embargo, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo siempre han estado presentes entre vosotros. En vuestras reuniones y congresos habéis elegido a menudo a Karl Liebknecht como presidente de honor. Aunque ausente, asistía a vuestras reuniones y ocupaba un sitio de honor en vuestra mesa, pues el nombre de Karl Liebknecht no designa solamente a una persona determinada y aislada, para nosotros encarna todo lo que hay de bueno, noble y grande en la clase obrera, en su vanguardia revolucionaria. Todo eso es lo que vemos en Karl Liebknecht. Y cuando uno de nosotros imagina un hombre invulnerablemente acorazado contra el miedo y la debilidad, un hombre absolutamente íntegro, pensamos en Karl Liebknecht. No solamente ha sido capaz de derramar su sangre (puede que no haya sido éste el rasgo principal de su carácter), osó levantar la voz en medio de la furia de nuestros enemigos, en una atmósfera saturada de los miasmas del chovinismo, cuando toda la sociedad alemana guardaba silencio y el militarismo campaba a sus anchas. Él se atrevió a levantar la voz y decir: “Káiser, generales, capitalistas y vosotros, Scheidemann que estranguláis a Bélgica, devastáis el norte de Francia y queréis dominar el mundo entero, yo os desprecio, os odio, os declaro la guerra, una guerra que estoy dispuesto a llevar hasta el final”.
¡Camaradas, si bien el envoltorio material de Liebknecht ha desaparecido, su memoria permanece y permanecerá imborrable! Junto al de Karl Liebknecht, el nombre de Rosa Luxemburgo se conservará para siempre en los fastos del movimiento revolucionario universal. ¿Conocéis las leyendas sobre los santos y su vida eterna? Estas historias se basan en la necesidad que tienen los hombres de conservar la memoria de quienes, como líderes, les han servido honesta y verazmente; necesitan inmortalizarlos envolviéndolos en una aureola de pureza.
Camaradas, nosotros no tenemos necesidad de tales leyendas; no necesitamos canonizar a nuestros héroes, nos basta la realidad de los acontecimientos que estamos viviendo, por sí misma legendaria, que pone de manifiesto la fuerza de espíritu de nuestros dirigentes y forja unos caracteres que destacan sobre el resto de la humanidad. Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo vivirán eternamente en nuestro recuerdo. Siempre, en todas las reuniones en las que hemos evocado a Liebknecht, hemos sentido su presencia y la de Rosa Luxemburgo con una claridad extraordinaria, casi material.
Y la sentimos ahora, en estos trágicos momentos en los que nos sentimos espiritualmente unidos a los más nobles trabajadores de Alemania, de Inglaterra y del mundo entero, todos abrumados por el mismo e inmenso dolor. En esta lucha y ante estas pruebas, los sentimientos no conocen fronteras.
Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht son nuestros hermanos
Para nosotros, Liebknecht no es sólo un dirigente alemán, igual que Rosa Luxemburgo no es sólo una socialista polaca que se puso a la cabeza de los obreros alemanes... Ambos son nuestros hermanos; estamos unidos a ellos por lazos morales indisolubles. ¡Camaradas! Jamás repetiremos esto demasiado, pues Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo estaban estrechamente unidos al proletariado revolucionario ruso.
La vivienda de Liebknecht en Berlín era el centro de reunión de nuestros emigrados. Cuando se trataba de protestar en el parlamento o la prensa alemanes contra los servicios que los imperialistas germanos prestaban a la reacción rusa, nos dirigíamos a Karl Liebknecht. Él llamaba a todas las puertas e influía sobre todos —incluso sobre Scheidemann y Ebert— para decidirlos a reaccionar contra los crímenes del imperialismo.
Rosa Luxemburgo lideró el partido socialdemócrata polaco que, junto al partido socialista, forman hoy el Partido Comunista de Polonia. En Alemania, Rosa Luxemburgo, con el talento que la caracterizaba, profundizó en la lengua y la vida política del país, y pronto ocupó un lugar destacado en el antiguo partido socialdemócrata.
En 1905, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo tomaron parte en todos los acontecimientos de la revolución rusa. Rosa Luxemburgo fue incluso arrestada por su condición de militante activa y puesta bajo vigilancia tras su excarcelación de la ciudadela de Varsovia. Entonces pasó ilegalmente a Petrogrado (1906), donde frecuentó nuestros círculos revolucionarios. Visitaba a nuestros detenidos en las prisiones y nos servía, en el sentido más amplio del término, de enlace con el mundo socialista de entonces. Pero además de todas estas relaciones personales, guardamos de nuestra comunión moral con ella —de esa comunión que crea la lucha en nombre de grandes principios y esperanzas— el más hermoso de los recuerdos. Hemos compartido con ella la mayor de las desgracias conocida por la clase obrera universal (la vergonzosa bancarrota de la Segunda Internacional en agosto de 1914). Y con ella levantaron la bandera de la Tercera Internacional los mejores de entre nosotros, y la han sostenido con orgullo sin desfallecer un solo instante.
Hoy en día, camaradas, ponemos en práctica los preceptos de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo en la lucha que mantenemos. Sus ideas nos inspiran cuando, en un Petrogrado sin pan ni fuego, trabajamos para construir un nuevo régimen soviético. Y cuando nuestros ejércitos avanzan victoriosos en todos los frentes, el espíritu de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburgo también los anima. En Berlín, la vanguardia del Partido Comunista aún no disponía de fuerzas suficientemente organizadas para defenderse. Aún no tenía un ejército rojo —como tampoco lo teníamos nosotros durante las jornadas de Julio— cuando la primera oleada de un movimiento poderoso, pero no organizado, fue quebrada por bandas poco numerosas, pero organizadas. Aún no hay ejército rojo en Alemania, pero sí lo hay en Rusia. El ejército rojo es un hecho, día a día se organiza y es más numeroso. Cada uno de nosotros tomará como un deber el explicar a los soldados cómo y por qué han muerto Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, lo que eran y el lugar que debe ocupar su memoria en el espíritu de todo soldado, de todo campesino. Estos dos héroes han entrado para siempre en nuestro panteón espiritual. Aunque en Alemania no deja de extenderse la ola reaccionaria, no dudemos ni por un instante de que el octubre rojo está próximo.
Y ahora, dirigiéndonos al espíritu de los dos grandes difuntos, podemos decir: Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, ya no estáis en este mundo, pero seguís entre nosotros; viviremos y lucharemos animados por vuestras ideas, bajo el influjo de vuestra grandeza moral, y juramos que si llega nuestra hora moriremos de pie frente al enemigo, como vosotros habéis muerto, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.
* Publicamos el artículo completo, tomando la traducción publicada en el apéndice documental de Bajo la bandera de la rebelión, Rosa Luxemburgo y la revolución alemana, Fundación Federico Engels.
ROSA LUXEMBURGO, LA LIBERACIÓN FEMENINA Y LA FILOSOFÍA MARXISTA DE LA REVOLUCIÓN.
El pensamiento de la internacionalista, comunista y precursora del feminismo revolucionario (crítica del falso feminismo burgués, y precursora del feminismo con consciencia de clase), Rosa Luxemburgo.
Rosa Luxemburgo destaca por sus brillantes análisis sobre los peligros del reformismo. Su obra Reforma o Revolución es hoy de plena vigencia.
Este PDF, ROSA LUXEMBURGO, LA LIBERACIÓN FEMENINA Y LA FILOSOFÍA MARXISTA DE LA REVOLUCIÓN, ahonda en su reivindicación por la liberación de la mujer como sujeto revolucionario imprescindible en la lucha de clases, y por lo tanto imprescindible para la emancipación histórica de los pueblos.
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