"El capitalismo trata como trastorno de personalidad lo que antes se consideraba lealtad, coherencia u honradez" Entrevistas en el Toma 3 a Guillermo Rendueles.

Psiquiatra y figura histórica de la izquierda gijonesa. Entrevista a Guillermo Rendueles Entrevistas en el Toma 3 Domingo 03 de enero de 2016

A Guillermo Rendueles se lo suele describir como un psiquiatra antipsiquiatra. La etiqueta no es del todo atinada, porque es siendo psiquiatra en el ambulatorio del barrio gijonés de Pumarín como Guillermo Rendueles se gana los garbanzos, pero algo de ello hay. Lo hay desde los años setenta, cuando el joven militante del PCE que era Rendueles participó con entusiasmo en un exitoso movimiento cuya etiqueta era precisamente ésa, antipsiquiatría, y que, imbuido de toda la candidez libertaria de mayo del 68, abogaba por derruir los muros de los manicomios.
El encierro, clamaban aquellos jóvenes revolucionarios, agravaba la locura en vez de curarla, y lo que había que hacer con los locos era devolverlos a la sociedad en lugar de apartarlos de ella. Cuando el consabido Desencanto coció el 68 para menguarlo, los jóvenes revolucionarios se convirtieron en grises burócratas de los gobiernos del PSOE y los manicomios renacieron bajo nuevas formas, pero el protagonista de esta entrevista siguió clamando contra la mala psiquiatría. Hoy, nos cuenta, hay más locos atados que antes y los fármacos que esta sociedad histérica consume con desmedida avidez para poder soportar los ritmos endiablados del turbocapitalismo no dejan de ser manicomios infinitesimales, camisas de fuerza químicas con las que la Oceanía orwelliana que habitamos nos sujeta para transformarnos en sus sujetos ideales: hámsteres individualistas que, mientras galopan en sus ruedas, sueñan con emprenderse a sí mismos como las pulgas de un famoso poema de Eduardo Galeano con comprarse un perro. «Lo que usted necesita no es un psiquiatra ni una pastilla, sino un comité de empresa», receta a veces Rendueles a los pacientes que se acercan a su consulta aquejados de los estreses y astenias consustanciales al esclavismo moderno. Que el mundo recupere un sentido de lo colectivo cada vez más menguado es la aspiración política fundamental de este loquero atípico y heterodoxo que se educó con José Luis García Rúa, simpatiza con Podemos y no perdona al PCE que devorara con falsas promesas a los mejores de su generación ni al PSOE que encarcelara a su hijo César por insumiso.
Pablo Batalla CuetoPablo Batalla Cueto @pbatallacueto

Un poeta italiano, Arturo Graf, decía que «la locura y la cordura son dos países limítrofes, de fronteras tan imperceptibles que uno nunca puede saber con seguridad si se encuentra en el territorio de la una o en el de la otra». Le propongo que, antes de comenzar a charlar sobre su vida, su obra, su pensamiento y sus militancias políticas, comencemos esta conversación por delimitar esas dos naciones vecinas. ¿Qué es la locura? ¿Qué es la cordura?

Freud decía que estamos cuerdos cuando tenemos capacidad para trabajar y para tener relaciones amorosas y amistosas. Es una definición que yo no creo que pueda mejorar. En cuanto a la locura, se puede decir que hay una locura grande y una locura pequeña o suave. La pequeña o suave sería la incapacidad para disfrutar de la vida cotidiana, para vivir la realidad de una forma más o menos placentera. Y la grande sería la pérdida de la realidad: confundir los delirios y las alucinaciones con lo que es real. Si tienes trabajo, relaciones sanas y sacas disfrute de la vida cotidiana, se puede decir que no estás muy loco.

En sus escritos, usted reivindica mucho a Freud. Sin embargo, la del padre del psicoanálisis es una obra no sé si tanto como denostada o menospreciada, pero sí aparentemente desacreditada por los psicólogos, o al menos ésa es mi impresión desde fuera. Parece que se valora en él lo que tuvo de iniciador, de piedra que removió el charco, pero nada más.

Hombre, sin Freud, sin sus ideas geniales y sorprendentes, no podemos comprender bien ni el siglo pasado ni éste. La teoría, la gran teoría del inconsciente, es fundamental. Hasta Freud, la psicología, toda la psicología, es cartesiana: somos lo que la consciencia nos refleja. A partir de él, todos, desde la neurofisiología hasta la fisiología más moderna, reivindican que la mayor parte de nuestras actividades cerebrales no son conscientes. El gran neurólogo de la posmodernidad, [Vilayanur S.] Ramachandran, por ejemplo, es famoso por su teoría sobre los fantasmas en el cerebro, que es una cosa muy freudiana. Él empezó a estudiar los miembros fantasmas, es decir, esa sensación de que un miembro amputado sigue estando ahí, moviéndose y siendo capaz de sentir dolor, y a partir de esos estudios acabó llegando a la conclusión de que, en general, la mayor parte de nuestras construcciones mentales, prácticamente todo lo que vemos, son fantasmas, fantasías; que en realidad no sabemos muy bien, porque no podemos saberlo, qué es la realidad. Ésa era un poco la idea de Freud, y es una idea que es fundamental para entender la psicología moderna, pero no sólo para eso. En materia de cultura, por ejemplo, ya es un tópico decir que no hay novelista que no sea freudiano. En general, en los círculos ilustrados nadie puede ignorar a Freud, para bien o para mal. Lo que está desacreditado, y yo creo que habría que recuperarlo en cierta medida, es lo que él llamaba la cura tipo.

¿En qué consistía la cura tipo?

 Freud decía que hay que valorar si el enfermo consigue alguna ventaja con el síntoma. Por ejemplo, un histérico obtiene con sus síntomas la ventaja de llamar la atención. La idea de la cura freudiana es que hay siempre que comprobar si el enfermo no está mejor de lo que estaría sin ese síntoma y, en general, no ampliar nunca la ventaja del paciente en la relación terapéutica. En línea con eso, Freud sostenía que siempre hay que cobrarle al paciente las sesiones, vaya o no vaya a ellas, y que no se debe coger como paciente a quien no pueda pagar, porque si se coge a alguien gratis se le proporciona una ventaja que cronifica su trastorno mental. Sólo hizo una excepción a esa norma: Serguéi Pankéyev, un paciente ruso a quien llama en sus escritos, para proteger su identidad, El Hombre de los Lobos por unos sueños que tenía de un árbol lleno de lobos blancos, y que pasó de pagarle a no pagarle porque entre medias le cogió la Revolución En Oviedo, un opusdeísta había hecho el mejor hospital psiquiátrico de Españarusa y pasó de ser un noble riquísimo a ser un oficinista. Esa circunstancia hizo que Freud, que lo consideraba un individuo veraz y de total confianza moral, entendiera que debía hacer una excepción y organizara unas colectas en su favor, y en los análisis del caso que se hicieron después hay bastante unanimidad en considerar que esa gratuidad creó una relación de dependencia que tuvo unos efectos nefastos sobre él e impidió su cura.

Instituciones totales

Le pediré más tarde que nos explique su teoría del gorrón. Abordemos ahora su trayectoria como psiquiatra. Comienza en los años setenta, cuando, recién salido de la Facultad de Medicina de la Universidad de Salamanca, participa en un afanoso movimiento antipsiquiátrico que tuvo como epicentro el Hospital Psiquiátrico de Oviedo y fue duramente reprimido por el Gobierno franquista. ¿Por qué Oviedo? ¿Qué circunstancias se daban allí para que el movimiento antipsiquiátrico germinase en Asturias más que en ningún otro lugar de España?

En Oviedo se había hecho el mejor hospital psiquiátrico de España antes que el de Pamplona. Había venido aquí desde Madrid un opusdeísta de ancestros asturianos, José López-Muñiz, presidente de la Diputación Provincial, y había querido hacer en Asturias el mejor hospital del país, creando a la vez el Hospital General de Asturias y el Psiquiátrico. Aquello fue un cambio radical con respecto al resto de la medicina española, en el sentido de que López-Muñiz se preocupó de coger a profesionales de fuera de España que andaban por ahí y de copiar la estructura de los hospitales americanos. En los hospitales americanos un poco científicos los dos servicios punteros eran rayos y anatomía patológica, que es en lo que se basa un diagnóstico científico, pero aquí en España funcionaba todavía lo del ojo clínico: [Gregorio] Marañón veía a un enfermo y ya sabía si tenía hipotiroidismo (risas). De los profesionales que López-Muñiz trajo al Psiquiátrico de Oviedo no sé si había dos adjuntos que se hubiesen formado en España. Los demás eran [José Luis] Montoya, que había estado en Canadá, Pepe García, que era de Pola de Lena pero se había formado en Alemania, varios que estaban en Estados Unidos… Había incluso una estructura privada muy americana: se trabajaba en la pública hasta las tres de la tarde y luego, por la tarde, había unas policlínicas en las que los médicos tenían consulta privada, aunque una parte se llevaba al hospital. También se imitaba el modelo americano de tener un hospital pero a la vez ambulatorios por toda Asturias. Yo recuerdo que yo iba a Avilés, otro iba a Cangas… Había una red muy potente y muy cara, y lo de la antipsiquiatría empezaba ya ahí, en esa reforma organizativa americanizante.

Al abrírselele la puerta a lo organizativo también se coló por ella lo ideológico, las nuevas tendencias que germinaban en América y que esos españoles formados en el extranjero traían consigo.
Sí, efectivamente.

¿Qué proponía la antipsiquiatría?

La idea fundamental era que los problemas derivados de la enfermedad mental estaban muy mezclados con los del encierro. La figura fundamental en esto es [Franco] Basaglia, un psiquiatra italiano que publica un libro a principios de los setenta, La institución negada, en el que dice que lo que hay en los psiquiátricos no es locos, sino personas encerradas a las que el encierro crea un doble de la enfermedad mental; es decir, que se toma por síntomas de locura lo que en realidad son consecuencias de estar encerrado. A los psiquiatras les pasaba lo mismo que les pasaba a los naturalistas cuando estudiaban los parques zoológicos: que tomaban como conducta de los monos lo que provocaba la jaula. Yo me acuerdo, por ejemplo, de que en Ciempozuelos tuvieron que tirar un pabellón de violentos y al reubicar a las enfermas en otros pabellones dejaron automáticamente de ser violentas.

Al final, el manicomio no era una mala idea en lo que tenía de asilo, de hospicio 

No eran mujeres violentas per se, sino que era el encierro lo que las hacía ser violentas.

Exacto. Y eso mismo pasaba un poco en todos lados. En todas partes había, por ejemplo, cuadros de esquizofrenia catatónica que en realidad eran resultado del encierro, y Basaglia decía que sólo derruyendo los muros del manicomio conseguiríamos saber a ciencia cierta cuáles eran los objetos psiquiátricos reales. Todo eso enlazaba con el análisis del etiquetado que habían hecho los americanos y sobre todo [Erving] Goffman, que había publicado un libro titulado Internados en el que acuñaba el concepto de las instituciones totales: lugares de residencia o trabajo donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria administrada formalmente y rompen con el ordenamiento social básico en la sociedad moderna, en el que hay una distinción clara entre los espacios de juego, descanso y trabajo. En las instituciones totales, dice Goffman, todas las dimensiones de la vida se desarrollan en el mismo lugar y bajo una única autoridad; todas las etapas de la actividad cotidiana de cada miembro de la institución total se llevan a cabo en la compañía inmediata de un gran número de otros miembros, a los que se da el mismo trato y de los que se requiere que hagan juntos las mismas cosas, y todas las actividades cotidianas están estrictamente programadas y se integran en un único plan racional, deliberadamente creado para lograr los objetivos propios de la institución.
La institución que más se adapta a esa definición es la cárcel.

La cárcel es una institución total evidente, sí. Otra es el Ejército. Pero Goffman desarrolla su teoría no pensando en la cárcel ni en el Ejército, sino en el manicomio. De hecho, para hacer la investigación de campo que después se convirtió en Internados se infiltra él mismo en un psiquiátrico de Washington, donde se hace pasar por ayudante de gimnasia. Goffman dice que la cárcel, el manicomio y el Ejército tienen la misma estructura y el mismo propósito, quebrar el alma y sustituirla por una etiqueta: militar, loco, preso.

Me llama la atención la etiqueta escogida para designar el movimiento. En aquellos años pre y post-68 surgen muchos movimientos de renovación similares en todas las ciencias, pero todos adoptan el adjetivo nuevo, nueva: Nueva Geografía, Nueva Arqueología, Nueva Sociología, etcétera. ¿Por qué antipsiquiatría y no nueva psiquiatría?

Pues por eso mismo, por esa idea antimanicomial de que toda la psiquiatría se había basado en observar a los locos en el manicomio y que había que tirar los manicomios abajo para descubrir la locura real. No se trataba de mejorar la psiquiatría, sino de empezarla de nuevo.

¿No había mucha de la inocencia, de la candidez, del 68 en la idea de que tirando abajo los manicomios se acabaría con los locos?

Completamente. Lo que sucedió fue que las primeras experiencias, como ésa de Ciempozuelos de tirar abajo el pabellón de violentos, fueron tan satisfactorias que se dio lugar a un exceso de optimismo y a plantear que, por ejemplo, también desaparecería la esquizofrenia cuando se sacara a los esquizofrénicos del manicomio. Después se vio que no era así. De todas formas, lo más naíf no era eso, sino otra idea de la antipsiquiatría: la de que la sociedad acogería a esos enfermos salidos de los manicomios derribados; que habría una red social y laboral que los asimilaría. Locos de desatar, un documental de los años setenta sobre las propuestas de Basaglia, termina con un expaciente trabajando en una cadena de montaje. La realidad fue todo lo contrario: cada vez que se hacían pisos intermedios en cualquier barrio había un rechazo enorme. Sigue habiéndolo hoy. Tampoco hubo trabajo para nadie, y eso nos hizo descubrir que el manicomio no era, después de todo, mala idea en lo que tenía de asilo, de hospicio, de lugar que permitía que los locos comieran y durmieran adecuadamente no anduviesen tirados por la calle.

En general, vista en perspectiva, ¿fue mala idea cerrar los manicomios?

Por miedo a las denuncias, hoy se hace una especie de psiquiatría defensivaNo, porque más allá de eso los manicomios sí que eran un absoluto disparate. El de aquí, La Cadellada, tenía a cerca de mil personas y bastante más de la mitad no eran ya enfermos mentales, sino simplemente encerrados. Esa parte de la idea antipsiquiátrica sí era certera.

¿Por qué reprimió el franquismo al movimiento antipsiquiátrico del Hospital Psiquiátrico de Oviedo?

La cosa fue que aquello que te comentaba de Oviedo sólo podía ir o p’alante o p’atrás. O ese sistema, esa modernización, se empezaba a adoptar en toda España, o se abandonaba en Oviedo. Y lo que pasó fue que se abandonó en Oviedo. A López-Muñiz lo liquidaron los azules y lo sustituyeron por un falangista que dijo que aquello era un dispendio y revirtió la cosa, provocando las primeras huelgas y encierros. El Hospital llegó a convertirse en un foco subversivo importante, que seguía el mismo modelo que la Universidad: hacer huelgas y encierros largos y tratar de concitar la solidaridad del resto de hospitales. La cosa terminó mal, claro. El franquismo reprimió con dureza y el hospital fue deteriorándose poco a poco hasta convertirse en uno más de la red. Fue una pena, porque aquélla había sido una apuesta interesante.

¿Se cerraron los manicomios, en realidad, o sólo se atomizaron y renombraron, como todo en esto que el muy citado Zygmunt Bauman llama modernidad líquida? Hoy hay más pacientes atados que antes y usted tiene dicho que, al fin y al cabo, atiborrarnos de pastillas como nos atiborramos es autoembutirnos en una camisa de fuerza química, en un manicomio individual.

En cierta medida sí, si entendemos el manicomio como un creador de orden cuya función era ocuparse de los desórdenes íntimos. Como explicaba Goffman, quien viola una regla general va a la cárcel y quien viola una regla de las relaciones íntimas va al manicomio. La sociedad psiquiatrizada creaba los manicomios para que no se violasen sus reglas: acercarse demasiado a los demás, hablar de lo que no se debe, etcétera. Lo que pasaba era que nadie quería ir al manicomio ni ver al psiquiatra. Ahora, sin embargo, la gente clama por psiquiatras, psicólogos y pastillas que cumplen esa misma función: corregir los desórdenes íntimos e integrar a la persona que las toma en el orden establecido. Las redes de psiquiatrización son queridas, no temidas, y hay un régimen de servidumbre aceptada que posibilitan las pastillas como no lo posibilitaban los manicomios.

¿Es cierto que hoy hay más pacientes atados que antes?

Sí, sí. En tanto por ciento, ¿eh?, pero sí, hay más que cuando yo empecé a trabajar en el Psiquiátrico de Oviedo. Una de las cosas que promovíamos allí era ésa: no atar, no sujeción mecánica. Y la logramos prácticamente: no había pacientes atados, o había uno durante unas horas. ¿Por qué los hay ahora? En gran parte, porque está todo muy judicializado. Aquí, por ejemplo, se los ata a todos desde que un paciente se suicidó en una unidad y la familia presentó denuncias contra todo el cuerpo médico y el personal. Por miedo a ese tipo de situaciones se ha pasado a hacer una especie de psiquiatría defensiva, una especie de coalición en contra de los pacientes en la que la familia juega un papel fundamental. En aquellos años de antipsiquiatría también teníamos la teoría de la puerta abierta: la unidad o el hospital tenía que ser un sitio abierto del que el enfermo pudiese salir a voluntad. Si marchaba, ya volvería, porque donde más a gusto estaba era en la unidad. Ahora las puertas se cierran otra vez. Las unidades que hay son unidades supercerradas y lo son también por una presión de las familias. Cuando se hacen encuestas entre las familias, todas dicen que las puertas, cuanto más cerradas y vigiladas, mejor. Cuando preguntas a los pacientes, te dicen lo contrario: resienten el encierro absolutamente. Pero las familias ignoran esa realidad, y también son las principales promotoras de que se den fármacos a puñados. La teoría de que las familias representan los intereses de los enfermos es literalmente falsa. Literalmente falsa. Y se da una coalición muy curiosa: todas las asociaciones de familiares de pacientes tienen siempre dinero de los laboratorios farmacéuticos, que son los El último grito en materia de psiquiatrización social es la anhedoniaprincipales interesados en que se den fármacos a puñados.

Entre cierta población no ilustrada que el argot del momento conoce como cuñados hay una noción muy generalizada de la psiquiatría y de la psicología como un lucrativo invento de la todopoderosa industria farmacéutica para vender sus productos. El caso paradigmático al que se alude siempre es el de Prozac, el famoso antidepresivo que en Estados Unidos llegó a administrarse a los animales domésticos como resultado de una exitosa medicalización de la tristeza. ¿Cuánto de verdad hay en esa visión?

Hombre, no es del todo así, pero algo hay. Después del Prozac, la siguiente poción mágica fue la Paroxetina, un fármaco de diseño que se inventó después de transformar la timidez en un cuadro clínico llamado fobia social. En el último congreso de ese horror que es el DSM-5 el último grito en materia de psiquiatrización social ha sido la anhedonia, que es el no sacar disfrute de las situaciones y es ahora motivo de consulta psiquiátrica porque se considera una depresión encubierta. Va a ser la próxima epidemia. Al final, los trastornos de personalidad son ya tantos que quien no cae en uno cae en otro. Otra cosa de la que se habla ahora es la personalidad opositora. Ahí cae todo: si te opones a algo, si discutes, tienes un trastorno de personalidad opositora.

El capitalismo, que ya no puede en este mundo cada vez más pequeño y con cada vez menos tierras vírgenes expandirse a nuevos mercados colonizando nuevas tierras, como hacía antes, ahora se expande colonizando nuevas zonas de la mente.

Nuevas necesidades, sí. Pero no es una cosa tan unidireccional, sino esa coalición de intereses a la que aludía antes. Hay, sí, esos laboratorios que tienen cinco o seis premios Nobel cada uno puestos a inventarse todos los fármacos que puedan, pero también hay una población que necesita fármacos para poder resistir sus pésimas condiciones de vida. Si trabajas a turnos, tienes que tomar algo para dormir y tienes que tomar algo para aguantar despierto. Hay laboratorios vendiendo fármacos, hay masas pidiéndolos y hay una estructura intermedia que también pide orden: los jueces, por ejemplo. El ochenta por ciento de los presos toma fármacos. En todos los juicios hay un perito psiquiátrico que dictamina cuánto de loco y cuánto de criminal tiene el acusado. Y luego están las familias. En Estados Unidos, por ejemplo, cuando se inventó el síndrome ése de hiperactividad y desatención y se empezó a dar fármacos a los críos con mala escolaridad, los movimientos de resistencia ésos de «quiéreme, no me drogues» fueron prácticamente linchados por la población. ¿Quién se va a creer que un crío va a atender mejor porque lo atiborremos de fármacos? Bueno, pues todos los padres que piden anfetas para sus hijos porque se creen eso de: «No, es que le falta una sustancia en el cerebro y con anfetaminas eso se corrige». Es un sistema de creencias de lo más disparatado, pero es real, y los laboratorios no hacen más que aprovecharse de eso. Se habla ya de una epidemia de los trastornos mentales: los usuarios de salud mental no hacen más que aumentar y la ingesta masiva de fármacos parece una epidemia. Los laboratorios quieren vender a toda costa, faltaría más, pero no venderían si no encontrasen en los compradores complicidad, un deseo de servidumbre y una búsqueda de guía vital, de personas que te enseñen a comer, a follar, a dormir…

En el otro extremo de ese consumo ansioso de fármacos está el antivacunismo.
Ahí hay una necesidad real y padres que se niegan a cubrirla, pero al final es lo mismo, un sistema de creencias absurdo derivado de una de las confusiones claves del éxito del capitalismo: la tecnificación de todo, la pretensión tecnocrática de que todo es científico.

Unos reaccionan a ese mensaje tecnocrático abrazándolo con entusiasmo y otros rechazándolo de raíz cuando no deberíamos hacer ni lo uno ni lo otro.
El capitalismo ha logrado que sea una opción de progreso no tener nada que ver con los otros Exacto.

El leitmotiv de sus escritos más recientes es la psiquiatrización del mal social. ¿A qué hace referencia esa etiqueta?

A buscar remedios donde no los hay para malestares derivados de las relaciones de pareja, sociales y laborales; males que se solucionan enfrentándose a ellos pero que atacamos tomando pastillas. Hay un malestar que sólo puedes atajar modificando la situación que lo causa y en lugar de eso tomas una pastilla que te hace ver la situación de una forma más tolerable. Si te paras a mirar qué funciones reales cumple hoy la psiquiatría y las comparas con las que cumplía antiguamente compruebas que la psiquiatría de hoy tiene poco que ver con la de antes. La de antes se ocupaba de la gran locura y la de ahora más bien de los pequeños desórdenes: dormir mal, no tener apetito, etcétera.

Usted llama a esos males «malaria urbana».

Sí, esos malestares propios de la actualidad: no dormir, no comer, no tener trabajo, el miedo a perderlo… Cosas derivadas del modelo social que tenemos, de la desconexión entre la sociedad del bienestar que se promete y la realidad, que en gran parte acaba psiquiatrizándose. Remediar eso con pastillas es como el borracho que busca la llave debajo del farol.
¿…?
Sí, hombre, el borracho del chiste, que busca algo debajo de un farol y a quien un policía pregunta: «¿Qué está buscando ahí?». El borracho le contesta: «Mis llaves». El policía le pregunta: «¿Sabe dónde se le perdieron más o menos?», y el borracho responde: «Debajo de aquel árbol que está como a quince metros». El policía pregunta entonces: «¿Y por qué las busca aquí, tan lejos?», y el borracho contesta: «Porque debajo de este farol hay luz, mientras que debajo del árbol no se ve nada».

«Lo que usted necesita no es un psiquiatra, sino un comité de empresa», ha contado alguna vez que le dice a la persona que acude a su consulta porque sufre estrés laboral. «Menos consultorios privados y más asambleas públicas», ha clamado también alguna vez.

Claro, claro. El que sufre estrés laboral lo sufre de verdad, no es que se lo invente: el trabajo produce dolor y malestar. En lo que se equivoca es en el remedio que busca: un psiquiatra que le dé un remedio artificial que en vez de solucionar el mal lo hace tolerable. «Deme algo para aguantar esto como sea». En lugar de intentar cambios reales, acude a pastillas que hacen que vea las cosas más lejos, que no le importen. Las pastillas crean una especie de barrera contra el daño que te ataca, pero el daño no desaparece. Lo que hay que hacer para atajar el estrés laboral no es atiborrarse de pastillas, es crear lazos de solidaridad horizontal que modifiquen esa situación. Curiosamente, las personas que sufren el estrés laboral que las impulsa a tomar pastillas suelen ser personas que previamente se han desolidarizado en general. Son personas muy individualistas, trepas que han intentado superar individualmente a los otros y que de repente se encuentran con que Roma no paga traidores y no buscan alivio a su sufrimiento autocriticándose esa carrera de trepa, sino yendo al psiquiatra para que les dé píldoras para dormir.

«El paro no es un problema, es tu problema», nos dice el neoliberalismo. El paro, como el estrés laboral, el mobbing, la precariedad, etcétera, no es un problema social, es tu problema personal.
Sí, esos procesos de individuación han sido enormemente exitosos. El capitalismo ha logrado que se vea como una opción de progreso decir: «Yo soy yo, yo dirijo mi vida, no tengo nada que ver con los otros».

El mandato capitalista es: "Sé gerente de ti mismo, empréndete a ti mismo"Si estoy en paro, sólo yo tengo que solucionarlo formándome más o buscando trabajo más concienzudamente.
Y para buscarlo tengo que tener capital humano: idiomas, másteres, cursos…

Y si eso me vuelve loco, me tomo la pastilla y listo.
Eso es, sí (risas).

La pastilla es un agente de individualización al servicio del capitalismo neoliberal y un complemento necesario para que el sistema se sostenga.

[Carlos] Castilla del Pino definía las pastillas como prótesis conductuales. Es una etiqueta muy buena para esto que hablamos, porque ahora las pastillas son, sí, una prótesis del capitalismo, un factor necesario para la supervivencia del capitalismo. El mandato capitalista es: «Sé gerente de ti mismo, empréndete a ti mismo». Tienes que acumular un capital cultural, un capital deportivo, un capital estético dicen ahora, etcétera, para interaccionar ventajosamente con los demás en la competencia social.

Tenemos que ser emprendedores de nosotros mismos. Nos concebimos a nosotros mismos como una pyme.

Gerentes de nosotros mismos, sí. En la Biblia hay una parábola en la que Cristo explica que quien no siembra amor, quien no se da a los demás, es como la semilla que no florece. Se pasó de un extremo al otro y hoy aquello del Evangelio se ve como un anacronismo, como una forma de hipocresía. La norma es el egoísmo utilitarista. Y es una escalada, además. Lo vemos muy bien en toda esa manía de la cirugía estética, del gimnasio, de la ropa… Nunca se tiene bastante. Nunca se llega a un punto en el que se dice: «Hasta aquí es bastante». Igual que las empresas acumulan y acumulan, los individuos tienen que acumular también todos esos capitales, e igual que se puede hablar de capital cultural se puede hablar de capital biológico: en esa competencia feroz ganan los que adquieran más capital biológico soportando más drogas. Los deportistas americanos de élite no hacen exámenes de drogas: en el fútbol americano, quien quiere tomar drogas se las toma. En Estados Unidos hay todo un debate ahora en torno a ampliar o no los usos de fármacos de potenciación de la memoria que desarrollados para combatir el alzhéimer. ¿Es lícito que alguien que va a una oposición se tome esas pastillas? ¿Es lícito adquirir ventaja en la competición social tomando pastillas, es decir, dopándose? En Estados Unidos dicen que sí, que si se te informa de los riesgos y tú los asumes y los gestionas tú y nadie más que tú cuando aparezcan puedes tomar esas neoanfetaminas. La bioética americana que es el capitalismo es ésa: «compite, compite, compite; bailad, bailad, malditos», y en ella se acepta que uno se tome pastillas no para funcionar mejor o para reducir sus malestares, sino para competir mejor.

La pastilla no para curar sino para convertirnos en los sujetos ideales del sistema capitalista: unos homo sovieticus a la inversa.

Claro. Los grandes propagandistas del capitalismo pregonan que por primera vez no tenemos que seguir ninguna tradición, por primera vez no tienes que ser arquitecto como tu padre, sino que puedes ser aquello que te propongas, puedes abrirte completamente al deseo y hasta cambiarte de sexo, pero no dicen que muy rara vez se logra cumplir plenamente eso, que son muy pocos los que lo logran y que el resto de la población es una masa de hombres y mujeres parados, frustrados y ansiosos. Pero para aplacar eso están las pastillas.

El soma de Un mundo feliz, la famosa novela de Aldous Huxley, no era una fabulación literaria, sino una profecía.

Sí, sí, sí, efectivamente. Era una profecía absoluta. Y lo aterrador es que esos procesos van en ascenso: no hay ninguna estadística que arroje que está disminuyendo la toma de ningún tipo Para la mayoría de la población no sería posible vivir sin ansiolíticos y antidepresivosde pastillas.

Tiene dicho en alguna entrevista que la gente toma Orfidal en dosis que hace diez años eran consideradas tóxicas.

Sí, sí, sí. Y no sólo Orfidal. Los analgésicos, las pastillas para el dolor, también es otra brutalidad lo que se toman.

¿Qué sucedería si los analgésicos, los ansiolíticos, los antidepresivos, etcétera, desaparecieran de golpe?

Pues no sé… Hombre, yo creo que pasado un cierto tiempo todo el mundo se acomodaría. No creo que fuera a haber ningún asalto a farmacias ni nada por el estilo (risas). Pero sí que se tendría que llevar a cabo un cambio global enorme. Nos veríamos obligados a tener otros ritmos vitales. Necesitaríamos más tiempo para dormir, más tiempo para estar juntos… Lo que es seguro es que los ritmos laborales, los ritmos de la vida cotidiana que seguimos ahora, desaparecerían sin las pastillas. Para la mayoría de la población no sería posible vivir sin antidepresivos para salir de la cama y ansiolíticos para volver a ella.

La enfermedad por antonomasia de nuestro tiempo es el estrés. ¿Existe, o es sólo el nombre colectivo que ponemos a nuestros variopintos malvivires neoliberales?

La palabra estrés está tomada de la fisiología animal y significa «agresión». Como concepto inespecífico sí que existe. En los laboratorios se utiliza para designar las putadas que se hacen a las ratas: meterlas en una piscina hasta que no pueden nadar, aplicarles descargas eléctricas y demás. En esas condiciones, si le das pastillas a la rata, aunque esté bailando por las corrientes eléctricas que le has aplicado la rata come, hace las experiencias del laberinto, aprende, aguanta en la piscina sin dejarse morir, etcétera. Lo que hacen los fármacos con nosotros es lo que hacen con las ratas: impulsarnos a seguir viviendo con esas agresiones y en esos estados.

Usted es muy crítico con otra enfermedad muy de moda: la fibromialgia.

Sí. La fibromialgia es una especie de cajón de sastre, y ejemplifica muy bien cómo se transforman los dolores del alma en dolores del cuerpo; cómo un montón de personas incapaces de ver el horror de vida que llevan lo proyectan en el cuerpo en lugar de tratar de cambiarlo o al menos vivirlo como desgracia. El ejemplo paradigmático de esto es el de la gran teórica del asunto, la señora Manuela de Madre, que publicó al respecto un libro, Vitalidad crónica, que yo me quedé fascinado cuando lo leí. Manuela de Madre era alcaldesa de Santa Coloma de Gramanet por el PSC pero llevaba, cuenta en el libro ése, una vida muy mala, muy mala. Lo que ella le hubiera gustado era ser bailarina, de adolescente andaba todo el día bailando, pero en lugar de ser bailarina había acabado llevando ese horror de vida de escuchar quejas de vecinos y debates sobre ordenanzas de tenencia de mascotas. Empezó a tener dolores por todo el cuerpo y fatiga generalizada y fue a médicos sensatos que le dijeron: «Mire, no tiene usted nada: las radiografías son normales, los análisis son normales y todo es normal». Un día encontró a uno que le dijo: «Tiene usted fibromialgia», y entonces dijo: «¡Ay, bendita palabra!». Por fin podía etiquetar aquello que le pasaba y tratarlo como algo del cuerpo y no como consecuencia de una biografía equivocada. Consiguió tranquilizarse, pero eso fue a costa de empezar a tomar medicaciones brutales y de crearse una especie de pseudobiografía.

Reconstruyó su identidad en torno a su supuesta enfermedad.
Exacto.

Es una cosa muy desconcertante hacer bandera de una enfermedad.

La enfermedad es un refugio: mejor tener esos dolores y tomar pastillas y depender de un médico que pararse en seco y darse cuenta de que toda la biografía de uno ha sido una deriva La del cambio de sexo es una promesa demagógica y falsa, un timo capitalistaequivocada. Castilla del Pino tiene un libro, El delirio, un error necesario, en el que relaciona eso con la historia de Don Quijote. Don Quijote se muere cuando recupera la lucidez y ve que ha llevado una vida equivocada y que tiene que volver a la anterior.

Llamamos enfermedades a nuestras equivocaciones para no vernos obligados a enfrentarnos con ellas. Una enfermedad es una fatalidad inevitable, no el producto de un error.

Eso es, eso es, eso es. «No tengo que rehacer mi biografía, me basta con atiborrarme de pastillas».

En la sociedad actual, por otro lado, ya no existe el sentimiento de culpa y los mensajes que lanzan los libros de autoayuda es: «Quiérete a ti mismo» y «No te ralles». Usted reivindica que debemos rallarnos, que no necesariamente debemos querernos a nosotros mismos. 

Sí, sí. Hay que rallarse. Si tu vida está mal porque has cometido errores, tienes que rallarte, tienes que no autodisculparte y luchar para cambiar esa situación.

Aludía hace un momento a ciertas promesas del capitalismo, entre ellas la de la posibilidad de cambiarse de sexo. Sobre la transexualidad tiene ideas muy poco ortodoxas, provocadoras incluso.

Sí… Yo comparto la idea de que la feminidad y la masculinidad son meras construcciones sociales. Los travestis ejemplifican bien eso: tú puedes crear algo mucho más femenino que las mujeres vistiéndote, maquillándote, poniéndote uñas o lo que sea. Lo que yo digo es que cuando eso lo transformas en algo corporal, cuando violas los límites de lo corporal, corres unos riesgos enormes, porque ya no estás destruyendo o deconstruyendo algo cultural, sino agrediendo a tu propio cuerpo y transgrediendo los límites de lo posible. Si fuera posible una transformación real del género me parecería una elección, pero a mí me parece que esa transformación es una falsa promesa, un timo, igual que las pastillas. No existe tal reconstrucción, es mentira. Cuando se hacen esas vaginas y penes artificiales, luego hay que estar tomando hormonas a dosis elevadísimas y pasar por sufrimientos intensísimos. A mí, todo lo que sea aceptar los límites me parece bien. Me parece bien que haya hombres que se vistan de mujer, que lleven una sexualidad variada, lo que sea. Transformar el cuerpo, no, porque es una promesa demagógica y falsa. Ojalá fuera posible, pero mi experiencia me dice que no lo es. Una cosa es arreglarse los ojos para no tenerlos uno para cada lado y otra cosa es reconstruirse el cuerpo completamente. Mi divergencia es ésa. Yo creo que los transexuales tienen falsos amigos. Creo que yo soy más amigo de los transexuales que los que les prometen imposibles. Toda la medicina estética en general, que tan en boga está, es un timo capitalista. Se ha sustituido la moral por la estética y no hay órgano que el capitalismo no prometa reconstruir, no hay nada que no prometa apañar, no hay límite natural que no prometa que se puede transgredir. Abusa de las crisis de identidad que muchas personas tienen y hacen que los transexuales vean la operación de cambio de sexo como la salvación absoluta.

Parece ser que el índice de suicidios entre los transexuales es elevadísimo.

Sí, sí. Y no sólo el índice de suicidios, también el de prostitución y el de mala vida en general. Es una cosa bastante catastrófica en general. En cambio se vende la imagen rosa de: «Te operas, y ya todo va bien». Pues no, por desgracia no.

Volviendo al cierre de los manicomios, usted también tiene dicho que «la sociedad que cierra manicomios abre el mismo número de camas penitenciarias». También en ese sentido el cierre fue una ilusión: los locos simplemente pasaron a encerrarse en otra institución total.

Sí, literalmente. El número de camas que desaparece de los manicomios es idéntico al que crece en las cárceles. Me parece que es el veintitantos o treinta por ciento el número de presos que pasa por las enfermerías psiquiátricas. Y el ochenta por ciento o más toman fármacos. Los manicomios simplemente se reconvirtieron, sí, y si sumas al número de personas institucionalizadas y que está tomando fármacos psiquiátricos en cárceles el de viejos y no tan viejos que están en asilos, el número de gente encerrada en España triplica las cifras de los años setenta y ochenta. Lo de las instituciones totales de Goffman es un concepto muy útil, porque permite ver como un todo a todas esas instituciones destinadas a encerrar el desorden. En Estados Unidos la cosa ya es un disparate: no sé si hablaban de seis millones de encerrados. Y ojo: todo lo que pasa en América suele pasar luego aquí. 

¿Cómo es la cárcel ideal?

Yo creo que no hay cárcel ideal (risas). No hay posibilidad de gestionar mínimamente bien obligar a una persona a vivir todo el tiempo en una institución. Es imposible aligerar eso, es imposible impedir que se genere aquello de Sartre de «el infierno son los otros». La frase es literal: en el momento en que los otros son invariables y el tiempo es invariable uno entra en un infierno. Y yo no veo alternativa a eso. Quizá todas esas cosas autogestionarias que se plantean puedan servir de algo, pero en principio yo no veo ninguna posibilidad de humanizar un sistema carcelario.

¿Hay que abolir las cárceles, entonces?

No, es imposible abolirlas. El mal existe y hay que castigarlo. Lo que no hay que hacer es ocultar qué son las cárceles ni confundir a la gente: a la cárcel se va a recibir un castigo, pero eso ni rehabilita ni evita peligros ni vuelve honrados a los presos. Al contrario: un tercio de los presos que están ahora en Villabona ha delinquido dentro de la cárcel. Es muy normal que un preso vaya acumulando condenas por actos cometidos en la cárcel: están allí por drogas, salen, meten drogas, los vuelven a condenar, se pelean allí dentro… Las cárceles son un horror, y me parece una hipocresía todo ese movimiento reformista que hay. Lo de la rehabilitación es una mentira absoluta, y en consecuencia, cuando se estructure una cárcel, se debe estructurar claramente como castigo y no camuflar esa realidad. Lo dice muy bien Gustavo Bueno: si la cárcel rehabilitase de verdad, cuando el reo descubriera lo que ha hecho, cuando fuera capaz de verse con ojos de alguien moralizado, se suicidaría, no podría soportarlo. Pongámonos en la piel de esos gallegos que mataron a la cría: si de repente recobraran la lucidez moral, ¿qué harían? Yo creo que se tirarían al mar. Si la rehabilitación fuera realmente posible, provocaría una especie de eugenesia moral. Pero no la provoca, porque no es posible. Por eso las cárceles tienen que existir. Eso sí, lo que es un disparate es que la población carcelaria crezca y crezca en vez de decrecer y decrecer.

Adaptaos, adaptaos, malditos

Hace diez años, en 2005, publicó en KRK un magnífico ensayo titulado Egolatría. En él hace una fascinante vivisección del yo posmoderno. Describe ese yo como un «yo federal» compuesto de innúmeros yoes; un precario clavo que sostiene un pesado abanico de identidades separadas y que, cuando se suelta, genera pavorosos trastornos de identidad múltiple.

Sí. Todos tenemos yoes distintos para cada situación. Ahora mismo, yo estoy en un yo de conversador distinto al yo que soy con mi mujer o al yo que soy con mi hija. Todos somos una federación de yoes, pero, si no somos muy hipócritas, esos yoes permanecen cohesionados; son como versiones solidarias de un yo total que no se rompe por más que esas versiones se separen. Cuando se tensa tanto el abanico que se rompe, cuando se disuelve esa especie de cemento que une a todos esos yoes situacionales, se da esa situación de disociación que a pequeña escala también nos sucede a todos alguna vez: esas situaciones de déjà vu o de jamais vu, eso de entrar en un sitio familiar y que durante unos instantes lo veas como un sitio extraño, o eso de de repente no acordarse cómo te llamas o cuándo es tu cumpleaños. Lo que sucede a veces es que eso que es ocasional, efímero y no patológico se hace crónico, y se dan situaciones muy angustiosas de trastorno de personalidad múltiple: esos viajeros sin maletas que de repente aparecen en un sitio sin saber cómo han llegado a él. Esos trastornos no son frecuentes: no llega al seis por ciento la población afectada. Pero están aumentando mucho. No se sabe exactamente por qué, pero se están dando, por ejemplo, patologías muy espectaculares relacionadas con los videojuegos, los chats y las redes sociales: esa gente a la que no le gusta su cuerpo y se inventa Los grupos de amigos ya no son grupos de lealtad, sino grupos de afinidaduna personalidad para chatear, haciendo de sí misma una descripción completamente diferente de la real o hasta mandando una foto de un tío completamente distinto, y a la que a veces se le va de las manos y acaba no distinguiendo lo que es verdad de lo que es mentira. Yo estoy pensando en escribir sobre un caso de ésos de triple o incluso cuádruple personalidad relacionado con los juegos de ordenador que acabó en los juzgados.

En sus escritos usted también relaciona esa clase de fenómenos con la explotación y la alienación laboral y habla de personas que acaban desgajando de su personalidad el yo alienado laboralmente, generando un trastorno de doble personalidad. 

Sí, eso pasa. Como mi yo del trabajo es una mierda pero hay yoes que siguen estando relativamente bien, lo que hago es tener un yo para el trabajo y otro para la vida cotidiana. Lo de los chats está relacionado con eso: como tu yo del trabajo no te gusta, te construyes otro yo en el ordenador y empiezas a establecer relaciones con ese yo ideal que nada tiene que ver con el yo real. Te vas liando y cuando luego te ves de verdad, cuando te das de bruces de nuevo con el yo real, se forman ahí unos líos tremendos y aparecen los trastornos disociativos. Además, los medios imponen un estándar muy alto de felicidad. Ves la televisión y todo el mundo parece feliz, y eso te hace pensar que el único que está jodido eres tú, que el único que duerme o come o folla mal eres tú. La televisión te transmite el mensaje de que, si tu vida es una mierda en comparación con la de las personas que ves por la tele, algo está pasando en tu interior que te impide gozar, y quizás el médico te pueda ayudar. Por otro lado, también están aumentando mucho los trastornos de dispersión. El cerebro tiene dos estados posibles: dispersión, no tener una atención fija hacia la situación en la que se está, y concentración, y la relación de proporcionalidad entre un estado y otro está cambiando hacia una duración mucho mayor de las fases de dispersión. Eso también tiene que ver con los estados de disociación: en ese estado de dispersión intelectual, no atiendes bien hacia ti mismo y hacia los otros y aumenta el riesgo de que acabes teniendo uno de esos trastornos de identidad.

En Egolatría también explica que «ahora la madurez se define por la no dependencia, la elección de valores propios al margen de lo heredado y, sobre todo, por la absoluta originalidad vital del proyecto personal», y también escribe que en el sistema capitalista «la lealtad grupal o la coherencia de valores es mero neuroticismo mientras la pertenencia a redes sociales laxas, múltiples, intermitentes y marcadas por el nihilismo se percibe como un signo de salud mental». Antes, lo que el sentido común establecido entendía como madurez era ser una célula más de un sujeto colectivo. Hoy es poseer un yo desbocado.

Sí. La incapacidad de cambiar, la inadaptación, decir: «Yo no participo en este trabajo que va en contra de mis ideas o valores», que antes se percibía como coherencia, ahora se etiqueta como rigidez de personalidad y se vive como patología, como trastorno de personalidad, y la traición ya no se considera tal, sino adaptabilidad. Adaptabilidad es la palabra clave. El modelo de amistad que existe en esta sociedad líquida, por ejemplo, es la amistad utilitaria: soy tu amigo mientras me eres útil y dejo de serlo en cuanto dejas de interesarme; estoy en este grupo mientras me divierta y dejo de estarlo en cuanto deja de divertirme. Los grupos de amigos ya no son grupos de lealtad, sino grupos de afinidad. Es un mundo duro, éste: un mundo sin fijezas en el que hay que estar constantemente vigilante.

Usted habla de «dictadura del emotivismo».

Sí, la sustitución de la ética por el cálculo de utilidad y las emociones. Antes lo bueno era bueno si lo era para toda la comunidad, y uno era bueno si lo era ante la comunidad. El hombre de provecho, el hombre de bien, era quien había hecho algo bueno por los demás, y uno siempre estaba juzgándose de acuerdo a eso. En la posmodernidad, sin embargo, lo bueno es aquello que después de hacerlo hace a uno encontrarse bien. Si después de hacerlo me encuentro bien, es bueno. Si me gusta, es bueno. En realidad no existen ya las categorías bueno y malo, sino sólo Ésta es una sociedad amoral. Ni siquiera inmoral, sino amorallas categorías satisfactorio/insatisfactorio. Es un mundo amoral, éste. Ni siquiera inmoral: amoral.

Bauman también habla de amor líquido

Sí, es un poco lo mismo, ese modelo de mantenerse juntos mientras nos dure el sentimiento.

¿Qué es, qué era, qué debe ser el amor? ¿El amor libre de los hippies y los anarquistas, el amor monógamo y eterno de los conservadores o un término medio entre ambas opciones?

Lo que es el amor sano y el insano se ve muy bien en los críos que juegan en el parque. Los que están seguros de que su madre, su padre o su cuidador los quieren juegan tranquilos sin miedo a perderse, mientras que los chavales inseguros están continuamente mirando para atrás a ver si el padre sigue allí, cuando no pegados a él sin jugar ni interaccionar con otros niños. El amor sano es el primero: el amor que te da seguridad. Lo que pasa en la posmodernidad, con ese modelo de mantenerse juntos mientras dure el sentimiento, es que el sentimiento no cambia a la vez en dos personas, por lo que esa seguridad está siempre en entredicho. Yo he puesto en algún texto el ejemplo de Bertrand Russell, que estaba tan contento con una de sus mujeres hasta que en un paseo en bici se dio cuenta de que ya no sentía lo mismo por ella y, llorando, la abrazó y le dijo que se tenían que separar. Ese emotivismo extremo es la norma en el mundo de hoy. Una de las teorías psicológicas más en boga es ésa que dice que el amor tiene fecha de caducidad: tres años y medio exactamente. Si te crees esas cosas, acabas autosugestionándote. Yo conozco parejas donde esa cosa ha sido hipertóxica, y que queriéndose mucho se han separado en cuanto se han dicho: «Ya no nos queremos como antes». Estamos como los críos inseguros, mirando constantemente hacia atrás preguntándonos si le habrá cambiado el sentimiento a éste o a ésta y si nos va a dejar. Eso dificulta mucho la interacción. Igual que los niños no juegan si no tienen la seguridad de que la madre está ahí, en el amor sin una relación de afecto seguro es muy difícil que uno se aventure, a menos que la inseguridad se acabe asumiendo y pase como con otros críos que hay, que como están seguros de que la madre se ha pirado les da igual ocho que ochenta. Ésa es otra de las imágenes de la posmodernidad. ¿Cuál es el amor ideal? Pues un amor que te dé la seguridad de que no se va a romper de un momento a otro; un amor que aunque te pongas malo, aunque te arruines, aunque te despidan, va a seguir ahí, y al mismo tiempo lo suficientemente flexible para que sea sincero, para que no te obligue a simular esa estabilidad y esa serenidad. Y un amor en el que se asuma que el amor significa cosas distintas en cada etapa de la vida. En suma, un proyecto a largo plazo que, como todos los proyectos, pueda fracasar, pero que no esté sometido a una incertidumbre constante.

En sus escritos suele invocar el hoy languideciente concepto de responsabilidad. Como resultado de una perversa mezcla de democracia y narcisismo, entendemos como bueno sólo aquello que nos gusta y queremos que todos lo disfruten pero sin tener que hacer ningún esfuerzo para conseguirlo. 

Sí, sí. Las relaciones humanas se dividen en simétricas y complementarias. Las complementarias son aquellas en las que para estar yo bien, tú tienes que estar bien también, y por lo tanto tengo que invertir en tu bienestar, porque nos complementamos como dos fichas de ajedrez. Ése era el modelo antiguo. El amor romántico, el amor de pareja, funcionaba así. Hoy, eso es cada vez más minoritario y lo que hay cada vez más son relaciones simétricas: yo me desarrollo, tú te desarrollas y confluimos en algunos momentos y en otros no. Cuando las confluencias son muy ocasionales o inexistentes se produce la separación. Eso pasa en las relaciones entre dos personas pero también en la gran relación social. Efectivamente, queremos que todo el mundo esté bien y que la sociedad progrese pero sin hacer nada por los demás. Es cada cual el que debe progresar individualmente, sin ayuda, para que la sociedad lo haga.

En Egolatría también analiza la sustitución posmoderna del altruismo por el egoísmo y la imposición del oportunismo como patrón de conducta racional. El individuo normativo es hoy En el capitalismo, la conducta racional es el utilitarismo y el héroe el gorrón, y usted hace toda una teoría del gorrón. ¿Cuál es esa teoría?

El origen de la teoría está en Mancur Olson, un sociólogo que decía que en toda sociedad hay aprovechados y que aquéllas que no los reprimen, aquéllas que no reprimen al que no aporta algo a la comunidad, acaban desapareciendo. El ejemplo típico y más sencillo es el del despioje de los grandes gorilas. Los gorilas están continuamente despiojándose. Pasan muchas horas haciéndolo que no dedican a recolectar o a aparearse. En ese contexto, el gorila que se deja despiojar pero cuando le toca despiojar a otro no lo hace dedica un tiempo mayor a alimentar mejor y a aparearse, y si eso no es reprimido por el resto de la comunidad van apareciendo cada vez más gorrones y se acaba dando una situación en la que nadie despioja a nadie, con lo cual hay epidemias y la especie acaba desapareciendo. Cuando a Olson le contaron eso lo relacionó inmediatamente con el socialismo soviético y elaboró su teoría del free rider, que es como llama él al gorrón. «Bella teoría, pero especie equivocada», decía. El socialismo fomentaba el progreso de los gorrones, y la única alternativa que tenían las autoridades soviéticas era ir creando cada vez más burócratas para reprimirlos. La primera etapa de las grandes purgas de Stalin, tal como cuenta Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag, fue dirigida precisamente a lo que Stalin llamaba saboteadores pero en realidad eran gorrones. Olson teorizó que en la URSS se generaría una especie de bucle y al final el socialismo colapsaría, como así fue. Es una teoría dura, porque tiene algo de verdad.

Sin embargo, aunque fue formulada para el socialismo, la teoría acabó siendo más atinada para el turbocapitalismo, igual que 1984 de Orwell.

Sí, porque el neocapitalismo impone como conducta racional el utilitarismo, el «aprovéchate lo más que puedas», el «saca ventaja ante toda situación invirtiendo lo menos posible, como triunfan los grandes triunfadores». El neocapitalismo ha diseñado al gorrón con éxito como héroe. Ellos se defienden diciendo que hay unas leyes que hay que respetar, pero en general el gorrón no viola las leyes, simplemente se aprovecha de ellas y de sus intersticios. La única manera de eliminar a los gorrones es un sistema de solidaridad horizontal en el que haya una represión moral y el gorrón se vea muy criticado socialmente. El capitalismo, desde luego, no va por ahí, y eso crea unas dinámicas terroríficas a nivel interpersonal, porque si sospechas que el otro es un gorrón afectivo, alguien que trata de aprovecharse de ti, acabas sumido en la desconfianza. La antítesis del gorrón es el desconfiado. «¿No me estarás tangando con esta entrevista?». Es una dinámica perversa, y o se rompe o acabaremos viviendo en una sociedad paranoica y de una crueldad tremenda.

 Un concepto muy de moda es el de emprendedor. Usted apunta en Egolatría que el perfil psiquiátrico de los emprendedores es muy similar al que de los estafadores traza Helene Deutsch: «gusto por el riesgo, rapidez de evaluación situacional, ambición, seducción, deseo de lucro, hipocresía afectiva, inteligencia emocional…». ¿Qué es un emprendedor, aparte del sujeto ideal del modelo neoliberal?

Un emprendedor es el que está dispuesto a pelear en esa carrera de la sociedad del riesgo y a hundir a los demás para llegar el primero y sacrifica toda su moralidad para conseguir ese fin. El gran truco de la dialéctica del emprendedor, lo que los economistas no cuentan en las escuelas de negocios, es que las posibilidades de éxito son minúsculas. Creo que de cada diez bares que se ponen hoy, dentro de dos o tres años sólo va a haber cuatro. La inmensa mayoría de los emprendedores fracasa. El porcentaje de patentes con éxito no llega al cinco por ciento, según dicen. El emprendedor, afectado por un fuerte sesgo cognitivo, se dice: «Yo voy a tener éxito donde todo el mundo fracasa». Una definición posible de emprendedor es una persona ciega ante los riesgos reales que cree que por el azar o por sus dotes va a tener éxito donde otros fracasan.

¿Cuál es el perfil medio de persona que acude a su consulta en Pumarín?

Es muy variado. Las salas de espera psiquiátricas son hoy un sitio muy confuso. Yo suelo poner En la consulta de salud mental de Pumarín está censada la mitad del barrio: 20.000 personasel ejemplo del coche escoba para decir que la psiquiatría recoge todo el malestar que no recoge el resto de la medicina: todos los malestares que no caben en otro sitio confluyen en el psiquiatra, y hay mucho de falsas esperanzas por parte de los enfermos en consonancia con falsas promesas por parte de los psiquiatras. En una sala de espera psiquiátrica hay desde los locos de toda la vida y hasta personas con esas nuevas ansiedades que tienen que ver con el trabajo, con el malestar diario; desde meros quejicas hasta depresivos graves, con mucho sufrimiento. También hay muchas personalidades narcisistas. Ésa es la nueva gran patología. Todos los cuadros están teñidos de narcisismo.

Tiene dicho que la mitad del barrio de Pumarín está censada en su consulta.

Sí, sí. De cuarenta mil personas, más de veinte mil. Y eso sin contar a los niños que van a salud mental infantil.

¿Qué porcentaje de esas personas tiene problemas psiquiátricos reales?

Problemas psiquiátricos, todos, porque si los sienten como tales lo son. Patologías graves, muy pocos. No llega al diez por ciento. El número de grandes locos de la psiquiatría clásica, las personas con grandes psicosis o grandes depresiones, los maníacos, etcétera, no ha variado gran cosa. Ni aumenta, ni disminuye.

¿Trata a todo el mundo que se acerca a su consulta, o hay gente a la que le dice: «Mire usted, está completamente sano, váyase a su casa»?

Sí, sí. Tengo varios artículos sobre la utilidad de la depsiquiatrización y el diagnóstico de no enfermedad mental. Es una de las poquitas cosas en las que me ha hecho caso algún compañero. Tenemos un pequeño grupito en la AEN sobre eso.

¿Cómo reacciona el paciente al que se le diagnostica que está sano? ¿Se va a su casa contento o, como Manuela de Madre, busca a otro psiquiatra que le diga que está enfermo?

Los sensatos se alegran mucho y si se van a su casa. Pero sí, hay insensatos que se cambian de psiquiatra.

¿Suelen encontrar a uno que les diga que sí están enfermos?

El que busca, normalmente encuentra, sí.

¿Va a acabar explotando esta sociedad histérica de alguna forma? ¿Va a haber un colapso?

Es difícil futurizar. Los procesos sociales en general son lentos, y los cambios para bien lo son más. El capitalismo tiene tal capacidad de innovar, de inventar juguetes nuevos, que la capacidad de frenar es lenta.

Frenar la locomotora

Tiene defendido, y su hijo César apunta en la misma dirección en su recién publicado Capitalismo canalla, que, frente a lo que sostenía el marxismo tradicional, el arcaísmo es progresista; que la Iglesia, la familia, las tradiciones, no son cárceles de las que tenemos que huir, sino hogares a los que debemos regresar. 

Es una idea que no es ni mía ni de César, sino de Walter Benjamin. Benjamin explica que una de las ideas claves del capitalismo en las que cayó el movimiento obrero es la de la historia como una locomotora que va siempre hacia delante; que hay un mejoramiento progresivo de las cosas y que esa locomotora del progreso a veces atropella florecillas en su camino, pero las atropella para bien. Marx ve como positivo que el capital destruya la familia y el pueblo y nos haga cosmopolitas. El obrero no tiene ni familia, ni pueblo, ni amigos porque debe estar Benjamin decía que no hay que echar carbón en la locomotora del progreso, sino el frenopermanentemente disponible para el mercado: si el mercado le llama a trabajar Málaga, el obrero debe dejar todas sus redes e irse a Málaga. Y Marx ve esa ruptura de los viejos vínculos como positiva. Es epicúreo en vez de aristotélico y dice: «Los capitalistas nos han adelantado el trabajo de destruir las viejas relaciones para que nosotros podamos crear un mundo nuevo de solidaridades universales». ¿Para qué necesitas un amigo si cualquiera va a ser tu amigo?

El capitalismo acaba con los viejos vínculos destruyéndolos por completo para convertirnos en individuos y el socialismo refundirá a esos individuos en un solo vínculo universal. 

Sí, no es que no vea el desastre que supone una mera destrucción de los viejos vínculos, sino que espera que rapidísimamente se cree una nueva solidaridad internacional. El Manifiesto comunista es un análisis perfecto de la realidad: sólo falla en esa confianza en un nuevo modelo de socialización superior que finalmente no se produjo. La destrucción capitalista de las viejas redes no fue compensada con la creación de una sola red universal y hoy estamos en esta sociedad que describe Bauman, en la que todo ha sido licuado y el modelo normativo de identidad es alguien completamente aislado de los demás, que sólo establece lazos superficiales y utilitarios y que traba cada relación preguntándose: «¿Cuánto me da? ¿Cuánto pierdo?»: un inferno. A mí no se me ocurre mejor definición de infierno que ésa.

En Marx había la misma candidez que en los antipsiquiatras.

Sí, sí, efectivamente. Una candidez mucho más grave (risas). ¿Para qué necesitas un artista, decía también Marx, si todos vamos a escribir como Shakespeare? Es lo de Althusser: El porvenir es largo, el porvenir tarda en llegar. A mí me interesó mucho esa idea. Efectivamente, puedes estar esperando el porvenir y que mientras tanto tu vida sea un auténtico desastre, como la suya. ¿Qué sentido tiene eso?

«Te llaman porvenir, porque no vienes nunca», decía Ángel González.

Eso es, sí.

La idea, entonces, es que, puesto que el nuevo vínculo universal no ha sido posible, hay que poner en marcha un plan B que consista en regresar a los viejos vínculos comunitarios arrasados por el capitalismo.

Algo así, sí. Como decía, Walter Benjamin es el primero que dice que no hay que echar carbón a la locomotora del progreso, sino echar el freno de mano. El nazismo, al fin y al cabo, fue un movimiento progresista basado en Darwin y en la ciencia moderna. Los nazis se consideraban socialistas y tenían esa misma idea de que el capitalismo les había hecho el trabajo sucio de destruir lo viejo para que ellos crearan lo nuevo. Benjamin es el primero que ve claras las catástrofes a las que lleva esa idea de progreso indefinido y que no tiene mucho sentido sacrificar a media humanidad para alcanzar el paraíso, y su idea es frenar. A mí esa idea me deslumbró. «¡Vaya listo que es este hombre que en pleno bolchevismo se da cuenta de esto!», me dije (risas).

¿La revolución es no hacer la revolución?

La revolución es destruir lo que haya que destruir pero conservar lo que haya que conservar; sedimentar esa sociedad líquida, abandonar el epicureísmo y esa concepción falsamente progresista del individuo sin raíces y regresar a la tradición aristotélica y a esa concepción de que somos animales sociales que necesitan vínculos estables y relaciones que nos complementen y de que ante el sufrimiento que nos provoca el trabajo o la muerte de un ser querido lo que nos protege son esas redes sólidas y no un psiquiatra. El capitalismo nos dice: «Tú a lo tuyo y si te vienen mal dadas ya habrá un psiquiatra o un psicólogo que te eche una mano; no necesitas ni vecinos, ni amigos, ni redes sólidas». La revolución es acabar con eso y hacer que prevalezcan las necesidades naturales sobre las del mercado.

En alguno de sus escritos pide «recuperar el alma».

Sí, recuperar los sentimientos profundos de antes frente al interés y al utilitarismo de ese hombre que hace un análisis económico de toda situación. Devolver a la superficie esos estratos profundos de lealtad y de las viejas virtudes aristotélicas: la amistad, no traicionar al amigo, ser digno de la amistad del otro, etcétera.

En cualquier caso, ¿no eran la Iglesia, la familia tradicional y las tradiciones precapitalistas en general instituciones represoras y causantes de otros problemas psiquiátricos no menos graves que los que genera el capitalismo neoliberal? 

Lo eran, pero ahora se han licuado tanto que han dejado de serlo. Los viejos poderes que tenía la Iglesia para formar esa patología que era la rigidez de la familia ya no existen. Antes sí, todo era pecado e ibas al infierno si practicabas el sexo; hoy no. Para la Iglesia de hoy ya no hay infierno y ya no hay pecado o apenas lo hay (risas). En el siglo XIX y a principios del XX, naturalmente que la Iglesia era una de esas instituciones totales que amarraban la vida, que reprimían, pero actualmente ese papel represivo se ha licuado y lo que queda es lo que la Iglesia también tenía de estructura de acogimiento y de ilusión utópica, el opio que decía Marx. Antiguamente, pese a que el suicidio era un pecado grave, había más suicidas entre las personas religiosas que entre las irreligiosas. En los estudios epidemiológicos del suicidio que se hacen en la actualidad, sin embargo, la religión es un factor de freno.

Es decir, aquello era malo, pero era menos malo que esto y mientras encontremos otra cosa no es un mal parche.

Hoy la Iglesia es un factor de resocialización. Yo creo que el gran Mal, el Satán absoluto, es el individualismo, ese trepa que va a lo suyo. Entre pasar un domingo yendo al rastro a ver si engañas a un gitano y compras algo más barato y pasarlo en la Iglesia oyendo en grupo algunas palabras de solidaridad, de que hay que estar con los pobres, etcétera, yo creo que es mejor esa segunda opción. La Iglesia te puede amargar la vida también, sí; te puede decir que no te puedes casar una segunda vez o que ser homosexual es pecado, pero ya digo que me parece que existe ya una tolerancia de tal amplitud que esa parte represiva que debió de ser horrible ya apenas existe y que ahora predomina la parte de afiliación, de grupo. Eso se ve muy bien en los servicios de asistencia que se ponen en marcha en las catástrofes naturales y en los grandes atentados terroristas. Siempre les va mucho mejor a los que piden cura que a los que piden psicólogo. El psicólogo es hoy uno y mañana otro y cada uno tiene su ideología, mientras que el cura responde a una tradición que te suena, en la que te criaste y por la que te sientes más acogido.

Usted ha contado alguna vez que, tras el 11-M, a la gente que pidió cura le fue mejor que a la que pidió psicólogo, y que los propios psicólogos tuvieron que ir después al psicólogo ellos mismos.

Sí, sí. También hubo grupos intermedios de solidaridad ciudadana que se crearon sin psicólogo y sin cura, meras agrupaciones espontáneas de personas con familiares muertos que se juntaron para hacer excursiones y demás, a los que les fue muy bien.

Su tradicionalismo, en resumen, no es regresar a la Iglesia de hace doscientos años, sino ir a la de ahora, y no necesariamente ir a la Iglesia, sino a la institución resocializadora que más le valga a cada cual: el sindicato, el club deportivo…

Eso es, eso es. Que cada cual busque el grupo acogedor con el que más se identifique. La Iglesia puede ser un factor de resocialización tan bueno como cualquier otro si a alguien le sirve como tal. Es verdad que, claro, en Europa ese factor de resocialización viene metido en un paquete ideológico difícil de acoplar con la modernidad. En Estados Unidos la religión sí es un factor progresista, al menos en parte. Hay todo un movimiento asombroso de cristianos renacidos y En la Cimavilla de mi infancia había un ambiente muy protector, muy colectivo toda la izquierda de Obama está ligada a movimientos religiosos: anabaptistas, cuáqueros —que fueron también los primeros antiesclavistas—, etcétera. En los ambientes progresistas de Estados Unidos es una rareza no bendecir la mesa: cuando te invitan a comer y, en el momento de bendecir, les dices que no sabes, te miran como a un bicho raro. «¡¿De dónde ha salido este bárbaro?!» y tal (risas). En Europa no es así, pero también eso está cambiando, al menos en parte y con este papa. En este sentido, a mí me ha parecido muy interesante su interés por el ecologismo. Esa encíclica en la que logra integrar las ideas ecologistas en el mensaje ese evangélico de que Dios nos dio la Creación para que la cuidáramos y no para que hiciéramos de ella un basurero me ha sorprendido y me ha parecido muy interesante. Los propios ecologistas han empezado a usarla como texto programático.

¿Es usted creyente?

No, no, no. Yo estoy en algún lugar de esa amplia faja que llamamos agnosticismo.



Usted es importante e interesante como psiquiatra, pero también como figura histórica de la izquierda gijonesa. Pasemos a abordar esa parte de su biografía, pero empecemos por el principio. Nace en Gijón en 1948. ¿En qué familia? ¿En qué Gijón?


Nazco al final de esta calle [Rendueles hace un vago ademán en dirección a las grandes y luminosas ventanas del salón de su casa, al otro lado de las cuales se extiende la playa de San Lorenzo y lo que los gijoneses conocen como el Muro aunque su nombre oficial sea calle Rufo García Rendueles], en la Academia España. Mi padre es profesor de esa academia y de la Escuela de Peritos y mi madre trabaja en Correos. Clase media, media-baja. Vivimos una temporada en la propia Academia España y yo me crío en ese territorio fronterizo entre Cimavilla y Bajovilla. Nado con el Club de Natación de Cimadevilla, mis amigos son los de la Academia España y también voy al Club de Regatas, que es el sitio pijo de Gijón pero del que mi padre es socio. Gijón, entonces, es una ciudad muy de calle. Yo recuerdo jugar al fútbol en plena calle San Bernardo, al lado de la Plaza Mayor. Apenas pasaban coches. La playa era otro de esos territorios del que nos adueñábamos los críos, y Cimadevilla entonces era un barrio-barrio y otro de los escenarios de mi infancia. Nadie que haya conocido aquella Cimadevilla la reconoce hoy. Las casas no estaban cerradas; era todavía como esos pueblos en los que las casas tienen tarabica para entrar. La vida allí estaba muy poco individualizada, muy colectivizada. Allí donde te pillaba la hora de merendar, cualquier vecino te daba un trozo de pan con manteca. Era un ambiente muy protector. Los críos salíamos de casa a las cinco y estábamos horas fuera sin que nadie te preocupase, porque no te podía pasar nada. Todos los vecinos te protegían; nada que ver con esa individualización de cada uno en su casa y actividades extraescolares controladas. Todo eso no se conocía entonces. Ojo, igual que todos los vecinos te protegían, también todos los vecinos te pegaban. Si armabas alguna, cualquiera te podía dar una patada. 

Y también pasaban cosas como una vez que apareció por el barrio un marica de aquéllos a los que entonces se tenía tanto miedo y salieron varios tenderos a darle una paliza.

Era una sociedad con sentido de lo colectivo para bien y para mal.

Sí, sí. Una sociedad parecida a la que tenían en la cabeza Basaglia y el movimiento antipsiquiátrico. Pues bueno, mi infancia es ésa. A los once o doce años nos cambiamos a Marqués de San esteban y ahí ese ambiente persiste un poco, pero ya cambia. También jugamos al fútbol en la calle, debajo de los Arcos, pero ya es otra cosa.

Su educación política está vinculada a una figura emblemática: la del filósofo anarquista José Luis García Rúa. ¿Cómo recuerda aquellas clases en la calle Cura Sama? ¿Qué poso dejaron en usted?

Yo a Rúa lo tengo de profesor ya en la Academia España, antes de Cura Sama. Lo empiezo a ver en tercero de bachiller. Era un profesor deslumbrante en todo. Hasta tenía una voz increíble: recuerdo muy vívidamente, por ejemplo, cómo cantaba un poema de García Lorca. Para un crío como yo —en tercero de bachiller debía de tener doce o trece años—, era absolutamente deslumbrante. Tan deslumbrado quedé que, efectivamente, después de yo dejar la academia, donde sólo se podía estudiar hasta cuarto y de donde paso al Instituto Jovellanos, seguí yendo a Gesto, a la academia Cura Sama, a su casa y a todas sus conferencias. En su casa fue donde se empezó a forjar un poco la resistencia. Recuerdo lo mal vistos que estábamos los que dábamos clase con Rúa por algún profesor del Instituto Jovellanos, básicamente por el de religión. Mi relación con Rúa continúa hasta que me voy a Salamanca y rompo, de alguna manera, con él. Políticamente, digo: la amistad siguió.

Se refiere, entiendo, a su paso al PCE, que tuvo que gustar poco a un anarquista como Rúa.

Él era muy anti-PCE, muy anticomunista. Recuerdo bien la conversación que tuvimos cuando empecé a militar en el PCE. Comenzó en el Manacor, siguió con él acompañándome hasta casa y continuó después conmigo acompañándole a casa a él. Parecía una conversación interminable. Él había conocido a Santiago Carrillo y a la dirección del PCE en París y le parecían gente muy maquiavélica.

¿Qué o quién le llevó a las filas del PCE?

Fue en Salamanca, adonde me fui a estudiar medicina y donde había un ambientillo conspirativo que era una especie de caos revolutum, una sopa de siglas. Estaba la FUDE, que era el caladero común de todos los grupos, y luego había un poquito de FELIPE, los prochinos y los de Carrillo. Había que escoger y el PCE era lo más realista dentro de lo poco realista que era todo. Caías ahí un poco por decantación. Las del PCE eran las únicas siglas que persistían en la Universidad un curso tras otro. A los demás grupos, la policía los deshacía enseguida, pero la estructura del PCE se conservaba. Cuando te pillaban aquellos salvajes de la Brigada, como me pillaron a mí una vez en una de aquellas protomanifestaciones, después de la cual me hostiaron en un portal, el PCE te protegía. En general parecía lo más posibilista, lo más sensato. También en el análisis de la realidad. Los prochinos decían que la fase burguesa ya estaba superada y que era inminente la proclamación de una república popular antimonopolista y no sé qué más, mientras que el PCE hablaba de la proclamación de una república democrática y antiimperialista. Cuando yo entré, Carrillo acababa de sacar aquel libro titulado Después de Franco, ¿qué?, y ahí exponía esa teoría que era un poco menos disparatada que la otra. Por otro lado, otra cosa que tenía el PCE era presencia en toda España. Yo empiezo en Salamanca, pero inmediatamente me encuentro aquí, cuando vengo, un PCE igual de organizado: conozco a Tini Areces, a Pin Torre, a Horacio Fernández Inguanzo

O sea, menos por ideología que por pragmatismo. Se entraba en el PCE porque era la organización que más eficazmente luchaba contra el régimen. 

Sí, un poco por eso. Había mucho de farol, en todo caso. Viendo todo aquello en perspectiva, uno se da cuenta de que en todos los grupos, también en el PCE aunque menos, había una especie de delirio, de pérdida de la realidad. Todo en Carrillo era un farol, un constantemente aparentar más de lo que había en realidad.

Su transición del anarquismo al comunismo, ¿fue larga y costosa mentalmente, o se trató de un proceso rápido?

No, no, fue larga y costosa, y como dicen los jesuitas con reserva moral (risas). Para mí aquello fue una especie de sacrificio militar. Seguía considerándome bastante libertario, y no dejaba de ver que no había comparación entre Rúa y aquéllos que repetían como loros lo de Santiago Carrillo. Había una diferencia clara. La había en Salamanca y la había aquí en Asturias. No había grandes intelectuales en el PCE. En Salamanca, además, yo estuve cerca también de Enrique Tierno Galván, que era profesor allí. Justamente en el año en que lo expedientaron, yo iba a un seminario que daba los miércoles en el Departamento de Derecho Político. Me llevaba bien con él. Recuerdo que una vez tuvo la paciencia angelical de aguantar una disertación mía, llena de disparates, sobre Materialismo y empiriocriticismo, de Lenin (risas). Era un seminario legal y era muy divertido, porque iban dos de la Brigada Político-Social. Iríamos dieciocho o veinte personas y allí estaba la Social tomando notas y tal. El caso es que Tierno Galván era una figura muy deslumbrante, y también contrastaba mucho con los intelectuales orgánicos del PCE. A mí me invitó a participar en una cosa que tenían en Madrid él, Raúl Morodo y los que luego conformaron el PSP, una especie de tapadera que se llamaba La Corchera Ibérica. Funcionaba en una oficina de Madrid que debía de estar vigiladísima.


Escribió sobre Santiago Carrillo, justo después de su muerte, un artículo en Atlántica XXII en el que presentaba a Carrillo como el líder supremo de una secta milenarista que devoró a los mejores de su generación atrayéndolos a su seno con análisis disparatados de la realidad. 

Sí, sí, es lo que te digo del farol. Carrillo no tenía el carisma de un líder sectario: yo sólo le vi una vez en la clandestinidad en París y todo el carisma que tenía era un cuadro de Picasso. Lo que sí tenía de líder de secta era que se inventaba las cosas. Se había visto una vez con no sé qué militar y ya en las fuerzas armadas había una gran estructura de militares demócratas. Se había visto una vez con alguno del posfranquismo y ya había hecho la reconciliación nacional. A eso me refería con lo del farol. Era todo el rato: «El franquismo está cayendo», «El año que viene es el de la democracia», «La ruptura democrática es inminente», etcétera. Un poco lo de los judíos: «El año que viene, Jerusalén».

Mi artículo iba un poco por ahí. Los enviados de Carrillo acentuaban eso todavía más, y en lugar de someter esos disparates a crítica, como Claudín y algún otro, y decir que el franquismo no era esa catástrofe social y ese fracaso que se describía, sino un sistema que estaba creando, con sus planes de desarrollo, una clase social bastante agradecida, lo que nos describían continuamente era un ascenso radical de las fuerzas revolucionarias. El colmo, la cosa que a mí me pareció más inmoral y más cabrona, fue un artículo que Carrillo publicó en Mundo Obrero a finales de los sesenta y en el que llamaba a los comunistas a «salir con las banderas desplegadas». ¡Salir con las banderas desplegadas en un país en el que no sólo te caían hostias de la Político-Social, sino que las porteras y los barrenderos corrían detrás de ti para darte con la escoba cuando intentabas repartir panfletos (risas)! En parte era el miedo lo que motivaba los escobazos, pero en una parte no menor lo que sucedía era que a la gente le entusiasmaba menos nuestra revolución que el franquismo. En general, entre el pueblo español que describía Carrillo y la realidad había un abismo, y esos faroles llevaron a media generación mía a la cárcel. Muchos compañeros míos no volvieron a la medicina.

Usted descubrió que el Ejército no era ese bastión democrático que describía Carrillo cuando lo enviaron a hacer el servicio militar a La Gomera.

Sí. Yo había pasado por la Brigada en un estado de excepción, había sido deportado y había estado en la cárcel, y cuando llegué a la mili me dije: «Bueno, esto es pan comido». ¡Los huevos! No lo pasé tan mal en ninguna de esas estructuras como con los militares. Lo de Tejero a mí no me extrañó nada de nada, porque ése era el ambiente. Los jefes me decían: «En mi época a ti te hubiéramos ahorcado y ahora no podemos, pero ya verás como conseguimos que no salgas vivo de aquí». Eso eran los militares, y ésa era la realidad española y no la que contaba Carrillo. Luego, ya en la Transición y después, siguió contando faroles: que todo habían sido el joven príncipe y él en París conspirando y demás. A eso obedecía un poco el artículo de Atlántica: a explicar que la democracia había sido mucho más una concesión del franquismo cuando se sintió seguro que una consecuencia de nuestras luchas o de las conspiraciones de Carrillo.

De ese artículo, la parte que me parece más interesante es aquélla en la que explica cómo esos análisis disparatados de la realidad seguían siendo creídos por los militantes después de demostrarse falsos, tal como sucede en las sectas.

Eso está muy estudiado en psiquiatría y en psicología. Se llama disonancia cognitiva, y el concepto fue formulado en los cincuenta en When prophecy fails, un estudio muy famoso del psicólogo social estadounidense Leon Festinger. Festinger y su equipo se infiltraron en una secta milenarista para estudiarla desde dentro después de ver en un periódico local un anuncio de la propia secta en el que se comunicaba que un alienígena del planeta Clarión, que era la nueva identidad de Jesucristo, había revelado a un ama de casa de Chicago, Dorothy Martin, que habría un cataclismo inminente que destruiría la Tierra y que algunos elegidos podrían salvarse del desastre subiéndose a una nave espacial enviada desde Clarión.

Rediós.
Sí (risas).

¿Qué sucedió entonces?

Festinger y su equipo lanzaron la hipótesis de que, cuando el día señalado el fin del mundo profetizado no llegase y la secta se enfrentase al dilema de abandonar o no sus creencias, el sistema de creencias no sería abandonado, sino que saldría paradójicamente reforzado. Para comprobarlo, se colaron en la secta y el día señalado como del fin del mundo se fueron a esperar el fin del mundo en una especie de comuna junto con sus miembros: personas que habían dejado sus trabajos, sus estudios y a sus familias y se habían desprendido de su dinero y sus posesiones, y personas que no eran gente analfabeta, sino hombres y mujeres de todo tipo y nivel cultural: cirujanos, sociólogos, etcétera. Lo que pasó fue que, evidentemente, el mundo no se acabó, y entonces sucedió exactamente lo que Festinger había predicho: el sistema de creencias no fue abandonado, sino que salió fortalecido. Los miembros de la secta negaron la realidad diciéndose a ellos mismos que el fin del mundo no se había producido gracias a que habían rezado mucho y habían conmovido a Dios, y que por lo tanto había que seguir predicando la buena nueva. Disonaron, y el caso es que dicen que ése es un proceso que nos ocurre continuamente. Parece ser que los humanos aguantamos muy poca realidad.

Todos disonamos en mayor o menor grado.

Sí, todos tenemos disonancia cognitiva. Es un sesgo de pensamiento muy común. Los emprendedores que describíamos antes, esas personas ciegas a los riesgos reales, lo tienen. Hay economistas premios Nobel que lo tienen; gente que no acertó ni una con respecto a la crisis económica pero no cambió su sistema de creencias después de que se demostrara su error, sino que se dijo: «Bueno, pero casi acertamos» y tiró para adelante. Lo lógico sería abandonar una creencia que se ha demostrado falsa, pero en realidad es muy raro que el error baje de la burra a nadie. Todos los estudios que consisten en hacer ecuaciones complejísimas para poner razón en sistemas probabilísticos que no la tienen están en relación con la disonancia cognitiva. Ves una chica con libros y gafas que pasa y por ahí y te preguntan: «¿Qué es, bibliotecaria o dependienta de supermercado?». Seguro que dices que es bibliotecaria, pero seguramente sea dependienta, porque por cada bibliotecaria hay sesenta empleadas de supermercado. En la Tenía que ir todos los días a la Social, y a la altura del Dindurra siempre me entraba diarreamedida en que te saltas las leyes de probabilidad, estás incurriendo en disonancia cognitiva. La disonancia cognitiva se usa mucho también en la teoría del periodismo y la información; todo eso del análisis de marcos: «Con esta medicina hay un 40% de muertos» frente a «Con esta medicina hay un 60% de curaciones». Te dicen exactamente lo mismo pero si el marco es la curación seguro que te tomas la medicina, mientras que si el marco es la muerte no.

¿Cuál era el razonamiento, el «como hemos rezado mucho, Dios se ha apiadado de nosotros», de los militantes del PCE?

Pues uno muy similar al de los miembros de aquella secta: aunque la manifestación del Primero de Mayo haya sido minúscula, gracias a nuestras acciones, gracias a nuestros centenares de detenidos, aunque la democracia no haya llegado hoy pronto veremos a Franco en el exilio.

¿Llegó usted a estar en la cárcel?

Sí, sí. En un estado de excepción. A mí me juzgaron dos veces en Orden Público y las dos me abolieron, pero en un estado de excepción allí en Salamanca cogieron a quince o dieciocho y nos metieron en la cárcel. Después nos deportaron. A mí me mandaron a Gijón. Tenía que ir todos los días a sellar a la Social, que estaba por donde Los Patos, y recuerdo que cuando iba siempre me entraba diarrea a la altura del Dindurra (risas). Siempre estaba por allí [Claudio] Ramos tocando los huevos y amenazando.

Volvamos a su convulsa mili. Su experiencia en La Gomera explica en gran parte su activa vinculación posterior a un movimiento hoy algo olvidado: el de los insumisos de la era González.

Aquello fue un ajuste de cuentas, sí. Me sentí sobreimplicado en lo de la insumisión. Todavía ahora acabo de escribir el epílogo al libro que acaba de publicar un antiguo insumiso, Carlos Fueyo Tirado: Diario de un insumiso preso. En ese epílogo hago un resumen de cómo viví yo aquella época.

Hablaremos más tarde de ello. Hábleme antes de su experiencia en La Gomera. Aparte de aquel general que quería ahorcarlo, ¿qué mas recuerda? 

Recuerdo que la mili era horrorosa, pero mejor que el campamento, es decir, aquel período de instrucción que se hacía aquí en Asturias antes de que lo enviaran a uno adonde fuese. Era una experiencia parecida a la de los manicomios. Recuerdo que llegamos a El Ferrol cada uno vestido de una manera y con el pelo de una manera y que entonces nos hicieron pasar por unas duchas como las del ganado en California, una especie de laberinto. Al final no reconocía a los amigos con los que había venido. Recuerdo preguntar: «¿Dónde está Dizy —un amigo mío—?» , y que Dizy, a mi lado, me dijera: «¡Soy yo, idiota!». No lo reconocía. Su identidad había desaparecido por completo. La cárcel no lograba eso. En la cárcel seguías vestido igual y seguías conservando tu identidad. Mi primera impresión terrorífica de la mili fue ésa: la desidentificación. Te asignaban un número y el tiempo se alteraba por completo. Y luego lo terrible de la mili era la indefensión absoluta. Como todo estaba reglamentado, por todo podías meter la pata. Si no llevabas la gorra te empuraban, pero si la llevabas de lado te empuraban también. Si saludabas con demasiado ímpetu, te empuraban. Y todo así. Y la insolidaridad. Lograban crear una insolidaridad absoluta.

¿Entre los reclutas?
Entre los reclutas, sí. Todo el mundo robaba. En la cárcel no robaba nadie; en la mili robaba todo el mundo. No podías dejar algo en un sitio sin que te desapareciera. Con los chivatos pasaba lo mismo: los chivatos en la cárcel se la jugaban, pero en la mili eran lo normal. En general, para mí la cárcel fue una experiencia muchísimo menos traumática que la mili.

Lo que era un castigo era peor que lo que era parte de la vida de todo el mundo.

Sí, sí. En la cárcel, por ejemplo, recuerdo que cuando nos mandaban comida de fuera la compartíamos con todos los compañeros, políticos o comunes, y que los comunes querían fregar los platos por nosotros. En la mili era justo lo contrario: una insolidaridad total. Lograban crear una institución total, como los manicomios que describía Goffman. Y luego La Gomera, donde acabé, era una cosa como colonial, como debían de ser las tropas coloniales. Allí estábamos castigados todos, desde el jefe más alto hasta el último oficinista. Nadie contaba nada, pero se adivinaba. De Don Germán, que era como se llamaba el comandante, uno de la oficina sí que me llegó a contar que tenía una querida no sé dónde y que lo habían mandado a La Gomera por eso. Todos estábamos allí castigados por algo. Físicamente no se estaba muy mal, porque era una isla preciosa y una comandancia pequeña, pero no dejaba de ser un mundo chiflado y absurdo: nuestra labor era vigilar la pesca clandestina y a unos pesqueros rusos que había y que a lo único que iban a La Gomera era a emborracharse hasta la muerte. Teníamos que estar allí con unas escopetas por si los rusos invadían aquello, y el comandante, Don Germán, estaba obsesionado con demostrar que era más que yo que era médico pero había acabado allí igual que él, y nos llevaba a cada poco a pegar tiros. Él tiraba muy bien y yo no, y me machacaba con eso. «¡Mira, el médico!», y tal. Aquel animal gastaba tantas balas que luego había que falsificar las cifras. Era un mundo, aquél, muy absurdo en general, y además vivíamos con el miedo a que, como La Gomera pertenecía a África, en cualquier momento nos enviaran a Sidi Ifni o al Sáhara. Yo no he visto una cosa más horrible en la vida. Lo de La conjura de los necios me parece la mejor descripción.

Vive la muerte de Franco en Gerona. ¿Cómo lo recuerda? ¿Brindó con champán?

Recuerdo que estaba de guardia y que vino en moto Cristóbal Colón, el psiquiatra, que era cuidador entonces y ahora es empresario de unos yogures muy buenos que hace con enfermos mentales, gritando: «¡Ya murió, ya murió!». Y recuerdo a la que era, por así decir, la aristocracia del manicomio, que eran personas muy cercanas a las monjas y a algunas enfermas llorando: «¡Ay, ay, ay, que se ha muerto el Caudillo!», y tal (risas). Y sí, brindamos con champán. Había una cita en un sitio de Gerona que se llamaba La República para en cuanto muriese Franco hacer una cena allí. Era una cita informal. Esa noche fuimos y, aunque no nos conocíamos, los del PSUC, los del PSC, los de Reagrupament y demás, que estábamos en mesas distintas, nos fuimos cruzando invitaciones de champán. La de Gerona fue la parte de mi militancia en el PCE, allí el PSUC, que viví más a gusto. El ambiente catalán era bastante más rico, más plural, muy distinto al de aquí. Había un movimiento real. Asturias tenía fama allí, por las cuencas y eso, pero lo de Asturias no dejaban de ser dos obreros de aquí y de allá. En Gerona era otra cosa: allí sí había una resistencia popular de todo el pueblo. También estaba la burguesía ilustrada nacionalista. En general todo era mucho menos familiar, mucho menos sectario que aquí. Yo recuerdo que toda la ciudad leía Mundo Obrero, y que había quien no te lo compraba y te decía que era anticomunista, pero aun así dialogaban contigo. Supongo que tendría algo que ver el hecho de que Gerona es un lugar fronterizo: estabas a cincuenta kilómetros de Francia y todo el mundo conocía pasos. Yo fui alguna vez. No tenía pasaporte, pero en Gerona era habitual que los grupos de montaña fuesen a Perpiñán, y yo fui alguna vez con ellos. Estaba chupao, chupao, y eso influía mucho en ese ambiente más libre. Por ejemplo, nos llevábamos muy bien con los curas, y no sólo con los curas obreros que podía haber también aquí, sino con el director del Seminario y con gente próxima al nacionalismo catalán que nos recibieron estupendamente. También había militares demócratas: uno que hizo prácticas de psicólogo con nosotros luego resultó ser de los de la UMD. Todo eso que decía Carrillo de España, en Cataluña sí que se aproximaba, en los últimos años, remotamente a la realidad.


En Cataluña siempre ha habido un sustrato libertario muy importante, que hoy vemos manifestado en la CUP y en el adacolauismo.

Sí, sí.

Deja el PCE en la mítica asamblea de Perlora pero, a diferencia de José Ramón Herrero Merediz o Vicente Álvarez Areces no pasa al PSOE. No lo hubiera hecho «ni cargado de duros», dijo entonces. ¿Intentaron cargarlo de duros? ¿Tiene la certeza de que el PSOE cargó de duros a alguien?

Sí, sí (risas). Hombre, no tanto de duros, pero alguna oferta de cargos sí que tuve. Y no la cogí por la misma razón por la que dejé de ser carrillista: ya era perro viejo y no me creía cómo vendía el PSOE sus intentos de atraerme a mí y a otros. El PSOE decía que la derecha y el neofascismo estaban a la vuelta de la esquina y que había que ayudar al PSOE para ponerles una barrera. Yo ya estaba muy resabiado y sabía que aquello era un disparate que no se correspondía con la realidad. Lo que sucedía era que, como el PSOE no había tenido organización en la resistencia y ahora, aunque había crecido rápidamente y empezaba a ocupar las Administraciones, tampoco la tenía, podía hacer un toque de campana general y acoger a todo el que quisiese apuntarse. Quien quisiera un cargo del PSOE lo tenía asegurado, porque había muchísimos cargos que cubrir.
No es que me lo ofrecieran a mí, sino que había una oferta general de puestos. Por poner un ejemplo cercano, la inmensa mayoría de quienes habíamos sido directivos de la Asociación Española de Neuropsiquiatría acabó teniendo cargos gerenciales o de otro tipo con el PSOE. Yo hice al respecto un estudio que titulé «De conspiradores a burócratas» y publiqué en un libro de historia de la psiquiatría que se hizo. Algún disgusto me costó. En él explicaba, con nombres y apellidos, que más de un noventa por ciento de los miembros de las sucesivas directivas de la AEN había acabado detentando cargos de confianza en las diferentes administraciones del PSOE. Aquello fue el fin del movimiento antipsiquiátrico en la medida en que todos los antipsiquiatras se convirtieron en gerentes o en cargos diversos en ministerios y demás. Por ejemplo Pepe García, que había sido una de las figuras más importantes del movimiento antipsiquiátrico, acabó de consejero de Sanidad.

¿Por qué dejó el PCE? El casus belli de aquella asamblea fue la propuesta carrillista de abandonar estatutariamente el marxismo-leninismo, aunque el hecho de que Areces y quienes abandonaron el partido entonces ingresaran rápidamente en el PSOE invita a pensar que lo del leninismo era una simple excusa. ¿Fue usted uno de los que se creyeron que la disputa era por eso y de los que dejaron el partido por ello y no para disimular un transfuguismo?

Lo que a mí me pasó fue que estaba ya bastante desencantado. Seguía militando más que nada por hábito, por costumbre, y Perlora fue para mí una de esas situaciones como la de Don Juan Tenorio: «Inservible lo dejasteis para vos y para mí» (risas). Aquello fue el remate. La cosa ya no tenía ni pies ni cabeza. El leninismo fue la excusa, sí; la realidad era una querella familiar de Gerardo [Iglesias] y Horacio [Fernández Inguanzo] contra Tini [Areces] y Pin Torre. Todo muy endogámico y muy disparatado. Yo, como era muy amigo de Tini y de Pin Torre, caí un poco de ese lado, pero sin ningún entusiasmo ideológico ni leninista ni socialista. Rompía porque veía clara la imposibilidad organizativa y que seguían con esos modelos de farol de seguir creyendo en lo increíble. Después de Perlora seguí colaborando, y cuando se creó Izquierda Unida fui un par de veces candidato independiente en alguna lista. Me parecía que era una buena idea. Gerardo Iglesias, sin ser una eminencia y teniendo una preparación cultural muy limitada, tenía mucho olfato político. Ahora se dice que aquella Izquierda Unida que Gerardo tenía en la cabeza se parecía mucho a lo de Podemos, y yo creo que es verdad. Él tenía en la cabeza, quizás no muy preciso, pero lo tenía, algo así.

Fue un adelantado a su tiempo.

Sí, sí, sí. A mí me pareció muy interesante aquella idea en su primer momento, cuando Izquierda Unida nace como aglutinación del movimiento anti-OTAN. Me desencanté cuando la vi derivar hacia lo de siempre, hacia un maquiavelismo mal entendido. Yo creo que el gran problema de la izquierda del PSOE ha sido siempre ése: se creen maquiavelos, pero se les va la olla. Yo aguanté, si mal no recuerdo, y fui como candidato en las dos primeras convocatorias, pero después se me hizo insoportable ir a las reuniones y oír los mismos disparates de Prima della rivoluzione de siempre. Seguí manteniendo buenas relaciones con Izquierda Unida, pero me distancié. En cambio milité de muy buena gana y con muchísimo entusiasmo en lo de los insumisos. Todavía recordaba hace poco con unos compañeros de entonces una Nochevieja que fuimos a tirar cohetes a un alto de Villabona. Los insumisos me parecieron la gran esperanza de aquel mundo.

Es un movimiento muy olvidado, aunque no haga tanto que desapareció.

La gente se ha olvidado de ello, sí, igual que se ha olvidado de la realidad terrible a la que respondía. Allí pasaba, como decía antes, lo mismo que en los manicomios. Todos los años morían más de cien chavales en España entre los accidentes que tenían los reclutas con aquellos tanques antediluvianos y los de coche de los que iban al campamento borrachos para llegar el lunes a las seis de la mañana y se pegaban castañas por ahí. También había un índice de suicidios altísimo. Yo vi a un chico que se ahorcó. Joder, todavía me salen sarpullidos de pensarlo y acordarme de su familia, que tuvo que venir a buscarlo… No sé por qué razón se ahorcó, pero me la imagino. Había mucha gente que no soportaba aquello. Al que pillaban como chivo expiatorio le hacían la vida imposible. Por ejemplo, si un gordo hacía mal unas maniobras castigaban a toda la compañía, y en consecuencia al gordo se le machacaba. Era algo horrible, y que el PSOE metiese presos a quienes se negaban a que los enviaran allí, incluido mi hijo César, a quien condenaron a dos años de cárcel por insumiso, fue una cosa que me indignó hasta unos extremos… Aquél fue el principal motivo de mi ruptura con el PSOE.

La antiinsumisión era un movimiento muy transversal. 

Era una lucha antirrepresiva sin más, sí. La represión era realmente dura: las cárceles estaban llenas de insumisos presos y además a los insumisos se los incapacitaba civilmente. No podían ni pedir empleo público ni recibir becas. Y esa represión era tan fuerte que todo el esfuerzo se tenía que concentrar en combatirla, haciendo que el movimiento perdiera un poco de vista lo ideológico. Había que estar muy unidos y la ideología podía dividir; de hecho, en cuanto salieron de la cárcel los insumisos empezó a haber las querellas internas que hay en todos los grupos y eso hizo puré a un movimiento poderoso que podía haberse reinventado como antimilitarista, porque se acabó la mili, pero no el militarismo. Los exmiembros del grupo no se han empezado a reencontrar y a organizar mínimamente hasta hace muy poco: se llevaban muy mal. El propio hecho de que sea el Partido Popular el que abolió la mili es una buena muestra de lo ambiguo que era todo. César, que era un estudiante muy brillante pero no tenía ninguna posibilidad de recibir becas por su condena por insumiso, es amnistiado por Aznar.

Lo metió en la cárcel Felipe González y lo sacó de ella Federico Trillo.

Sí. Mi gran motivo de antipatía hacia el PSOE es ése: nunca han reconocido el error, y siguen diciendo por ahí que la mili era democrática y esas pijadas. Me salen sarpullidos cada vez que los oigo.

En los últimos años ha vivido una cierta deriva libertaria, según ha contado usted mismo en alguna ocasión. ¿Dónde se ubica políticamente hoy?

El análisis que yo haría sería ése de Žižek, Bauman y los teóricos del psicoanálisis de que hay que volver un poco al modelo de la Revolución francesa, a la idea de pueblo. La clase obrera no ha cumplido el papel histórico que le asignaba la apuesta marxista y en cambio la igualdad y la fraternidad que prometían las masas en la Revolución francesa está por explotar. Mi noción es ésa: no la de clase obrera sino la de pueblo, que desarrollaron aunque la desarrollaron mal o no, la desarrollaron del todo los movimientos populistas latinoamericanos que empiezan con Perón. El peronismo es un movimiento completamente incomprendido. Ya entonces no se entendía muy bien lo que estaba haciendo Perón, pero a mí la persistencia del peronismo, cómo el peronismo logró concitar una fidelidad del pueblo que los bolcheviques no logramos crear, los Montoneros, todo eso de Evita, con todo lo mitológico que pueda tener, es algo que me ha llamado siempre la atención y en lo que veo por lo menos un contexto en el que pelear y desarrollar algún modelo de resistencia al capitalismo. Todo es muy líquido hoy, como dice Bauman. Toni Negri habla de la multitud. Yo estaría ubicado más o menos ahí, en esas tendencias neopopulistas en las que lo libertario juega un papel importante y lo que se entiende es que no existe la posibilidad de una vanguardia o grupo dirigente. Es cierto que está todo todavía poco claro; que hay como un magma que no acaba de concretarse en nada, pero veo que por primera vez se mueve algo frente a la Gran Derrota, y eso me entusiasma. A mí me parece que lo de los indignados y de las plazas fue eso, la salida de la política a la calle. Cuando estalló el 15-M me pareció oler otra vez esos movimientos populistas un poco ingenuos, muy de volver otra vez a plantearse todo, pero que beben de esos conceptos que andaban por ahí flotando, y lo recibí con entusiasmo.

¿Le gusta Podemos?

Sí, sí. Veo posibilidades en Podemos. Obviamente es algo que está naciendo y hay que tener las cautelas correspondientes, pero me parece que Podemos puede, de alguna forma, romper ese maquiavelismo mal entendido que ha sido siempre el mal de la izquierda. En general, me vuelve a entusiasmar la política española, que hasta hace poco no tenía ningún atractivo para mí en el sentido de que era una cosa absolutamente previsible. Sabías lo que iban a decir, sabías lo que iban a hacer e incluso de Zapatero, que parecía el menos previsible, acababas sabiéndolo también. A la vista está que acabó como acabó: como el rosario de la aurora, porque no calculaba nada. Yo creo que Podemos ha abierto la partida; que ha salido roto los límites de las jugadas que podía hacer la extrema izquierda, que básicamente se resumían en enroques y en «virgencita, virgencita, que me quede como estoy, que no me quiten más, que no privaticen más». Con Podemos hay una salida, hay jugadas de ataque y seguramente haya también dos mil errores, porque todo lo que nace está sometido a ellos y se necesitará tiempo para que Podemos sedimente, pero yo creo que Podemos ha sido muy hábil en no encerrarse en el modelo de Izquierda Unida, que estaba dominado por los pseudocalculadores que se creen muy políticos. Podemos se enmarca más bien en ese neopopulismo bien entendido, en esas teorías de Negri y otra serie de teóricos importantes del neopopulismo.

Pablo Iglesias reivindica mucho a Ernesto Laclau.

Laclau, efectivamente. A mí el que más me gusta es Žižek, porque es psicoanalista y porque aunque presuma de estalinista yo creo que no lo es; que es más una pose que otra cosa.

De Žižek  ha citado en alguna ocasión la frase con la que comienza uno de sus libros: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del sujeto cartesiano».

Sí, es un poco lo que hablábamos antes: la vuelta a lo prefreudiano, a lo premarxista, a la superficialidad, al fin de las obligaciones, al sujeto leve, a «no hay más que lo que pienso, no hay más que aquello de lo que soy consciente».

Más allá de lo libertario que haya vuelto a ser, ¿queda algo en usted del comunista que fue?

Vamos a ver, yo creo que la separación entre Bakunin y Marx fue una catástrofe para el movimiento obrero. Justamente leía hace poco una biografía de Marx prologada por César que me gustó mucho, porque me encontré con un Marx completamente libertario: un hombre bohemio, empeñado, que parecía un personaje de Baroja, con los hijos muriéndosele de hambre y no teniendo para enterrarlos. Uno siempre se imagina a Marx como un burgués, y verlo así, llevando la vida que yo creí que había llevado Bakunin, me gustó mucho. Yo creo que fue catastrófico que rompieran, porque creo que el populismo necesita lo de aquella escena del chino al que un inglés le decía: «A ver, chino, coge ese ancla», y el chino le dice: «Chino no puede llevar un ancla, puede llevar dos», y con un palo equilibra una con otra y mueve las dos. Yo creo que el nuevo movimiento tiene que reequilibrar de la misma manera las dos tradiciones del socialismo: la autoritaria y la libertaria. Y eso lo veo encarnado en Podemos. El asambleísmo, la discusión, el antiburocratismo de Podemos, yo creo que rompe con ese maquiavelismo del que hablaba antes. Yo creo que Podemos evolucionará bien si no vuelve a confiar en líderes carismáticos y si reabre los círculos. Lo creo como algo personal y como el resultado de un análisis político que me lleva a pensar que lo mejor es volver a lo libertario y salir de aquella especie de idolatría de la eficacia del centralismo democrático y de que las decisiones son más eficaces que la discusión.

En relación con esa deriva libertaria suya, ¿se puede decir que, de alguna manera, nunca se deja de ser lo que se es en la adolescencia, que se puede viajar muy lejos en lo ideológico pero en el fondo nunca deja uno de mantenerse en las coordenadas trazadas en esos años clave?

No sé, yo creo que no (risas). A mí siempre me han interesado esos cambios ideológicos de la derecha a la izquierda y de la izquierda a la derecha; siempre me he preguntado si es posible esa especie de conversión religiosa, que es lo que a veces parece que es. Y creo que sí, que para bien y para mal hay cambios, son posibles. A mí lo que más me impresionó fueron las conversiones al islam. La de Roger Garaudy, por ejemplo. Yo conocí a Garaudy, y cuando se fue a El Cairo y se hizo musulmán yo creo que, más allá de lo que pudiera influirle aquella mujer jovencita con la que se casó, era sincero. Yo creo que sí hay cambios, y los que más me atraen son ésos de los que hablábamos antes: la disonancia cognitiva, la irracionalidad. ¿Cómo es posible que seamos una especie tan irracional? ¿Cómo una persona razonable como Garaudy se puede pasar de repente al islam, y teorizarlo? La segunda guerra mundial dio ejemplos atroces de esto: gente que se pasó rapidísimamente del comunismo al nazismo y así. Y yo no creo que eso tenga que ver con las edades del hombre, sino más bien con ese par razón/sinrazón, racionalismo/irracionalismo y con nuestras dificultades de mantenernos en la razón y en la ilustración.

Mal, sé tú mi bien

Hemos hablado de Egolatría, pero no de algunos otros de sus libros. El primero que publicó versó sobre un caso psiquiátrico fascinante: el de Aurora Rodríguez Carballeira, la madre de Hildegart Rodríguez. Aurora, vinculada a movimientos libertarios y eugenésicos, había concebido a Hildegart en 1915 como un proyecto de mujer perfecta, e Hildegart había resultado ser una niña prodigio que a los ocho años ya hablaba seis idiomas, a los once ya impartía conferencias sobre sexología y feminismo y a los diecisiete ya había terminado la carrera de Derecho, mantenía correspondencia con Havelock Ellis y H. G. Wells y pregonaba la revolución sexual desde las filas del PSOE primero y del Partido Federal después. En 1933, sin embargo, Aurora la mató descerrajándole cuatro tiros mientras dormía después de que Hildegart, que vivía controladísima por ella, le reclamase su independencia.

Yo me interesé por el caso en Ciempozuelos. Aquello fue un poco una pera en dulce: llegas a un manicomio, el de Ciempozuelos, muy aburrido, con muy poco que hacer porque no había apenas altas, y un buen día una enfermera te dice que había conocido a Doña Aurora. Aurora había estado allí hasta su muerte en 1955, y ella, me contó, la había conocido: estaba en Privadas, las que pagaban, y tenía una buena habitación, con un piano y pájaros. Tenía tiempo para investigar, así que me puse a tirar del hilo y conocí también a Eduardo de Guzmán, un cenetista que había escrito un libro sobre el caso, titulado Aurora de sangre, a principios de los setenta. La historia me interesó mucho también porque me dio una imagen muy diferente de Ferrol, que era de donde procedía Aurora. Yo había empezado mi mili allí y tenía una visión espantosa de aquella ciudad, pero Ferrol, y eso lo descubrí a través de la historia de Aurora, había tenido un papel muy relevante en la penetración en España de la masonería y las ideas utópicas en general, particularmente del socialismo utópico y la creación de falansterios. Por otro lado, lo fascinante de la historia de Doña Aurora no se acaba en Hildegart: Aurora, antes de concebir a Hildegart, también se había ocupado de criar a un hijo de su hermana Josefa que había resultado ser otro niño prodigio, el pianista Pepito Arriola, que tuvo también una vida fascinante: a los cuatro años ya daba conciertos y a los trece, becado en Alemania, tocaba para el káiser Guillermo y hacía giras por todo el mundo. Más tarde vive en la Alemania nazi y toca también para Hitler, Goebbels y compañía, y luego regresa a España y muere en Barcelona a los cincuenta y tantos y completamente olvidado. Yo estoy investigando ahora un poco sobre él. Pero bueno, volviendo a Hildegart y a Aurora, lo más interesante del caso es el juicio, en el que se enfrentaron la psiquiatría de derechas y la de izquierdas. La psiquiatría de derechas, con [Antonio] Vallejo-Nágera al frente, decía que Aurora estaba mentalmente sana y que aquello había sido el resultado de una idea sobrevalorada, mientras que los psiquiatras de izquierdas defendían que Aurora era simplemente una paranoica, una esquizofrénica paranoide.

Los psiquiatras de derechas decían que a Aurora la había vuelto loca su ideología y los de izquierdas que era una loca con una ideología.

Eso es. La derecha hablaba de ideas sobrevaloradas, el mismo mecanismo que luego llevaría a los nazis a cometer sus crímenes. Los nazis, que también estaban imbuidos de las ideas eugenésicas en boga en aquel momento, querían crear una raza aria pura y eso justificaba para ellos eliminar a las razas impuras, y Aurora quería crear una mujer perfecta y si no cumplía sus expectativas había que eliminarla. «El escultor, después de descubrir la más ligera imperfección en su obra, la destruye», decía ella. En el juicio triunfó esa tesis, la de que Aurora estaba sana y lo que tenía era una idea sobrevalorada. Lo que pasó fue que luego, en la cárcel, empezó a tener delirios e idas mágicas, la llevaron al manicomio y allí se confirmó que la tesis acertada era la de los psiquiatras de izquierdas. Entre ellos estaba [José] Salas, un psiquiatra de aquí de Gijón que en aquella época estaba en Ciempozuelos y que era especialista en el [test de] Rorschach, que le hizo a Aurora. Salas tendría luego un psiquiátrico aquí, al lado de la plaza de toros. Es el padre de la científica Margarita Salas.

Hace cinco años escribió un artículo titulado «Locos, demonios o burócratas: los asesinos de masas nazis» en el que abordaba otro viejo motivo de desconcierto relacionado con la psiquiatría: el de qué diablos tenían en la cabeza de Hitler y los jerarcas nazis para ser capaces de perpetrar semejante horror. ¿Qué tenían?

Pues eso que Vallejo-Nágera decía que tenía Aurora: unas ideas tan sobrevaloradas como para aplanar completamente la moral. Creían que Alemania estaba cercada y tenían un miedo atroz a que la nación alemana, la cultura alemana, el Volksgeist alemán, desapareciese, y tuvieron una reacción defensiva frente a todo eso que consistió en aquel proyecto de construir un hombre nuevo, una bestia rubia que colonizase aquel Este en el que ellos veían su Oeste. En Alemania eran muy populares las novelas de Karl May, un alemán completamente olvidado hoy que escribía novelas del Oeste. Y ellos veían en Ucrania y en toda esa zona su Oeste a colonizar y creían también que había que eliminar todas las vidas sin valor para devolverle la fortaleza a Alemania. En el régimen nazi hubo muchas Auroras: todas esas enfermeras que, antes del exterminio de judíos, se dedicaron a hacer un exterminio no menos brutal de enfermos mentales. Curiosamente, con una oposición que sobre todo fue católica: los protestantes tragan todo eso y coexisten con el nazismo, mientras que el catolicismo, que en Alemania es la derecha reaccionaria, hace una oposición brutal a la eutanasia y al movimiento eugenésico y consigue frenarlo mínimamente. El caso es que, cuando se hacen tests y exámenes a los prisioneros nazis, se descubre que son personas normales, que no tienen ningún trastorno psiquiátrico. Sobre el propio Eichmann, cuando lo ve, Hannah Arendt llega a esa conclusión y acuña lo de la banalidad 

El mal es una opción voluntaria, no un impulso que pueda afectar a cualquieradel mal, que a mí me parece un disparate

En el famoso debate de Los verdugos voluntarios de Hitler frente a Aquellos hombres grises, yo soy partidario de la primera tesis. ¿Conoces esa polémica?

No. Cuénteme.

En la guerra mundial, hacia 1942, hubo un batallón, el 101 de Hamburgo, al que convirtieron en policía militar y enviaron a Polonia con el mandato de ir a un pueblo judío de Polonia, coger a sus mil quinientos habitantes, llevarlos al bosque y matarlos uno a uno, mujeres y niños incluidos. Los quinientos miembros de ese batallón son trabajadores de mediana edad, hombres corrientes a los que no se escoge por una disposición especial hacia la crueldad sino simplemente por su edad: son demasiado mayores para ser útiles para el Ejército y en lugar de eso se les encomienda labores de policía. La mayoría de ellos son novatos y apolíticos. No habían sufrido ningún proceso de adoctrinamiento ni ninguna preparación específica para aquella tarea. El jefe de la división es un capitán que les dice: «Yo comprendo que esta orden es muy difícil de cumplir, así que quien tenga demasiados escrúpulos sobre ella, que no la cumpla: no le pasará nada». Sin embargo, salvo doce miembros del batallón que rechazan participar y a los que efectivamente no les pasa nada por ello, todos los demás, cuatrocientos ochenta y tantos hombres, sí se muestran dispuestos a participar y cumplen la orden. El caso es que después de la guerra, hacia 1956, un fiscal de Hamburgo se encuentra con aquello y dice: «¡Me cago en su madre, éstos están todos por aquí!», y los empura. Salvo el jefe, al que los polacos habían cogido y habían ajusticiado como criminal de guerra, el resto de los miembros del batallón estaban por ahí tan tranquilos: alguno incluso había vuelto a ser policía después de que el proceso de desnazificación se cancelara de golpe. Así que se los puede estudiar bien, y se hacen dos estudios que hoy son considerados clásicos. Uno es Aquellos hombres grises, de Christopher Browning, y el otro es Los asesinos voluntarios de Hitler, de Daniel Goldhagen.

¿Qué dice cada uno?

Browning dice que lo que hizo que aquellos hombres perpetraran semejante atrocidad fue más que nada la presión de grupo: a quien dijera que no, el resto de los compañeros le machacaría diciéndole que era un cagao que dejaba el trabajo sucio a los demás. Y dice lo que dice Arendt: que cualquiera puede convertirse en un torturador. Frente a eso, Goldhagen sostiene que no, que hay un antisemitismo profundamente enraizado en la identidad alemana que comienza en la Edad Media y desemboca en esa vertiente eliminacionista que hace que cualquier alemán quiera matar judíos, y que era esa peculiaridad alemana, y no una disposición globalmente humana hacia el mal, lo que explicaba la conversión de aquellos hombres en torturadores. Necesitaría mucho tiempo para argumentar por qué, pero yo soy partidario de esa segunda tesis.

Al principio de la entrevista le preguntaba qué es la locura. ¿Qué es el mal?

Lo que decía Kant que era: una opción voluntaria por considerar al otro como algo inhumano, como un objeto en lugar de como un sujeto; una propensión consciente y reiterada de la razón a desobedecer las órdenes marcadas por el Imperativo Categórico. Para [Emmanuel] Lévinas, con quien también estoy de acuerdo, el mal es algo prelógico y preontológico. En los animales hay mecanismos biológicos que frenan la agresividad, la pulsión de agredir o destruir al otro: los rasgos de los niños, por ejemplo. Los ojos separados, etcétera, son un marcador que frena la agresividad. Si te fijas, en las peleas de perros, por ejemplo, es raro que haya muertos: son una especie de torneos para demarcar jerarquías, conseguir hembras, etcétera, y a veces son muy ruidosos, pero siempre llega un momento en que el perro que lleva las de perder se rinde echándose boca arriba y ofreciendo el cuello, y tiene que estar muy loco el perro ganador para, ante ese marcador de su victoria que sirve como freno biológico, agredir igualmente al rival. Los hombres sí superamos todos esos frenos, y eso es el mal: elegir voluntariamente vencer los escrúpulos que forman parte de nuestra moral innata. En los discursos de Hitler a las SS hay montones de referencias de ese tipo: «El nazi debe ser alguien capaz de vencer sus propios escrúpulos». No es que los nazis no tengan escrúpulos: hay montón de historias de personas apartadas de un batallón por sádicas. «Huy, Fulanito lo pasa muy bien, tenemos que excluirle». A lo que se llama a los nazis no es a no tener escrúpulos, es a vencerlos para ser capaces de matar niños judíos y hacer triunfar así la ideología. «Mal, sé tú mi bien» y tal.

El mal es una opción voluntaria, no un problema psiquiátrico. Usted escribe bastante últimamente sobre lo que llama la psiquiatrización del mal.

Sí, esa teoría muy en boga de que el mal es algo psicológico, un impulso que puede afectar a cualquiera. Sus defensores suelen aludir a un experimento que hizo en 1961, justo después del juicio a Eichmann, un psicólogo de la Universidad de Yale, Stanley Milgram. En ese experimento, los participantes tenían que apretar un botón que provocaba una descarga eléctrica cada vez que otro participante fallaba una pregunta. Con cada error se incrementaba la intensidad de la descarga, y el experimentador incitaba a quienes debían aplicar las descargas a hacerlo con frases como: «Por favor, continúe», o «No tiene otra opción, debe continuar». Los estudiantes no sabían que las descargas eran falsas: quien las recibía en realidad estaba actuando y no sufría dolor ninguno.
El caso es que, a pesar de que quienes recibían las descargas gritaban cada vez más, el 65% de los participantes llegó a infligir el dolor máximo y sólo el 35% paró antes de llegar a ese punto. Lo que no se suele contar es que años después alguien cogió la caja de ese experimento y se puso en contacto con los participantes y les preguntó cómo habían podido llegar a hacer aquel disparate. La inmensa mayoría se había reformado y decía: «Huy, gracias a aquello yo tomé conciencia de cómo era el hombre». Uno se había hecho asistente social, otro objetor de conciencia, etcétera. Eso demuestra que, sí, uno puede tener un momento de obediencia a la autoridad, pero luego eso puede transformarse radicalmente mediante la reflexión. Eso sería el bien: ser reflexivo frente a las propias acciones.

¿Tiene remedio esta sociedad histérica? ¿Es posible la utopía?
Yo no sé si es posible, pero me parece que vale la pena pelear por el cambio. Si no es posible en esta generación, que haya otra que coja el relevo. Yo veo la historia un poco así, como una carrera de relevos en la que cada generación continúa lo que la anterior ha dejado pendiente.

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