"El capitalismo trata como trastorno de personalidad lo que antes se consideraba lealtad, coherencia u honradez" Entrevistas en el Toma 3 a Guillermo Rendueles.
Psiquiatra y figura histórica de la izquierda gijonesa. Entrevista a Guillermo Rendueles Entrevistas en el Toma 3 Domingo 03 de enero de 2016
A Guillermo Rendueles
se lo suele describir como un psiquiatra antipsiquiatra. La etiqueta no
es del todo atinada, porque es siendo psiquiatra en el ambulatorio del
barrio gijonés de Pumarín como Guillermo Rendueles se gana los
garbanzos, pero algo de ello hay. Lo hay desde los años setenta, cuando
el joven militante del PCE que era Rendueles participó con entusiasmo en
un exitoso movimiento cuya etiqueta era precisamente ésa, antipsiquiatría,
y que, imbuido de toda la candidez libertaria de mayo del 68, abogaba
por derruir los muros de los manicomios.
El encierro, clamaban aquellos
jóvenes revolucionarios, agravaba la locura en vez de curarla, y lo que
había que hacer con los locos era devolverlos a la sociedad en lugar de
apartarlos de ella. Cuando el consabido Desencanto coció el 68 para
menguarlo, los jóvenes revolucionarios se convirtieron en grises
burócratas de los gobiernos del PSOE y los manicomios renacieron bajo
nuevas formas, pero el protagonista de esta entrevista siguió clamando
contra la mala psiquiatría. Hoy, nos cuenta, hay más locos atados que
antes y los fármacos que esta sociedad histérica consume con desmedida
avidez para poder soportar los ritmos endiablados del turbocapitalismo
no dejan de ser manicomios infinitesimales, camisas de fuerza químicas
con las que la Oceanía orwelliana que habitamos nos sujeta para
transformarnos en sus sujetos ideales: hámsteres individualistas que,
mientras galopan en sus ruedas, sueñan con emprenderse a sí mismos como
las pulgas de un famoso poema de Eduardo Galeano con
comprarse un perro. «Lo que usted necesita no es un psiquiatra ni una
pastilla, sino un comité de empresa», receta a veces Rendueles a los
pacientes que se acercan a su consulta aquejados de los estreses y
astenias consustanciales al esclavismo moderno. Que el mundo recupere un
sentido de lo colectivo cada vez más menguado es la aspiración política
fundamental de este loquero atípico y heterodoxo que se educó con José Luis García Rúa,
simpatiza con Podemos y no perdona al PCE que devorara con falsas
promesas a los mejores de su generación ni al PSOE que encarcelara a su
hijo César por insumiso.
Un poeta italiano, Arturo
Graf, decía que «la locura y la cordura son dos países limítrofes, de
fronteras tan imperceptibles que uno nunca puede saber con seguridad si
se encuentra en el territorio de la una o en el de la otra». Le propongo
que, antes de comenzar a charlar sobre su vida, su obra, su pensamiento
y sus militancias políticas, comencemos esta conversación por delimitar
esas dos naciones vecinas. ¿Qué es la locura? ¿Qué es la cordura?
Freud decía
que estamos cuerdos cuando tenemos capacidad para trabajar y para tener
relaciones amorosas y amistosas. Es una definición que yo no creo que
pueda mejorar. En cuanto a la locura, se puede decir que hay una locura
grande y una locura pequeña o suave. La pequeña o suave sería la
incapacidad para disfrutar de la vida cotidiana, para vivir la realidad
de una forma más o menos placentera. Y la grande sería la pérdida de la
realidad: confundir los delirios y las alucinaciones con lo que es real.
Si tienes trabajo, relaciones sanas y sacas disfrute de la vida
cotidiana, se puede decir que no estás muy loco.
En sus
escritos, usted reivindica mucho a Freud. Sin embargo, la del padre del
psicoanálisis es una obra no sé si tanto como denostada o menospreciada,
pero sí aparentemente desacreditada por los psicólogos, o al menos ésa
es mi impresión desde fuera. Parece que se valora en él lo que tuvo de
iniciador, de piedra que removió el charco, pero nada más.
Hombre,
sin Freud, sin sus ideas geniales y sorprendentes, no podemos
comprender bien ni el siglo pasado ni éste. La teoría, la gran teoría
del inconsciente, es fundamental. Hasta Freud, la psicología, toda la
psicología, es cartesiana: somos lo que la consciencia nos refleja. A
partir de él, todos, desde la neurofisiología hasta la fisiología más
moderna, reivindican que la mayor parte de nuestras actividades
cerebrales no son conscientes. El gran neurólogo de la posmodernidad, [Vilayanur S.] Ramachandran, por ejemplo, es famoso por su teoría sobre los fantasmas en el cerebro,
que es una cosa muy freudiana. Él empezó a estudiar los miembros
fantasmas, es decir, esa sensación de que un miembro amputado sigue
estando ahí, moviéndose y siendo capaz de sentir dolor, y a partir de
esos estudios acabó llegando a la conclusión de que, en general, la
mayor parte de nuestras construcciones mentales, prácticamente todo lo
que vemos, son fantasmas, fantasías; que en realidad no sabemos muy
bien, porque no podemos saberlo, qué es la realidad. Ésa era un poco la
idea de Freud, y es una idea que es fundamental para entender la
psicología moderna, pero no sólo para eso. En materia de cultura, por
ejemplo, ya es un tópico decir que no hay novelista que no sea
freudiano. En general, en los círculos ilustrados nadie puede ignorar a
Freud, para bien o para mal. Lo que está desacreditado, y yo creo que
habría que recuperarlo en cierta medida, es lo que él llamaba la cura tipo.
¿En qué consistía la cura tipo?
Freud
decía que hay que valorar si el enfermo consigue alguna ventaja con el
síntoma. Por ejemplo, un histérico obtiene con sus síntomas la ventaja
de llamar la atención. La idea de la cura freudiana es que hay siempre
que comprobar si el enfermo no está mejor de lo que estaría sin ese
síntoma y, en general, no ampliar nunca la ventaja del paciente en la
relación terapéutica. En línea con eso, Freud sostenía que siempre hay
que cobrarle al paciente las sesiones, vaya o no vaya a ellas, y que no
se debe coger como paciente a quien no pueda pagar, porque si se coge a
alguien gratis se le proporciona una ventaja que cronifica su trastorno
mental. Sólo hizo una excepción a esa norma: Serguéi Pankéyev, un paciente ruso a quien llama en sus escritos, para proteger su identidad, El Hombre de los Lobos por
unos sueños que tenía de un árbol lleno de lobos blancos, y que pasó de
pagarle a no pagarle porque entre medias le cogió la Revolución En Oviedo, un opusdeísta había hecho el mejor hospital psiquiátrico de Españarusa
y pasó de ser un noble riquísimo a ser un oficinista. Esa circunstancia
hizo que Freud, que lo consideraba un individuo veraz y de total
confianza moral, entendiera que debía hacer una excepción y organizara
unas colectas en su favor, y en los análisis del caso que se hicieron
después hay bastante unanimidad en considerar que esa gratuidad creó una
relación de dependencia que tuvo unos efectos nefastos sobre él e
impidió su cura.
Instituciones totales
Le pediré más tarde que nos explique su teoría del gorrón.
Abordemos ahora su trayectoria como psiquiatra. Comienza en los años
setenta, cuando, recién salido de la Facultad de Medicina de la
Universidad de Salamanca, participa en un afanoso movimiento
antipsiquiátrico que tuvo como epicentro el Hospital Psiquiátrico de
Oviedo y fue duramente reprimido por el Gobierno franquista. ¿Por qué
Oviedo? ¿Qué circunstancias se daban allí para que el movimiento
antipsiquiátrico germinase en Asturias más que en ningún otro lugar de
España?
En Oviedo se había hecho el mejor hospital
psiquiátrico de España antes que el de Pamplona. Había venido aquí desde
Madrid un opusdeísta de ancestros asturianos, José López-Muñiz,
presidente de la Diputación Provincial, y había querido hacer en
Asturias el mejor hospital del país, creando a la vez el Hospital
General de Asturias y el Psiquiátrico. Aquello fue un cambio radical con
respecto al resto de la medicina española, en el sentido de que
López-Muñiz se preocupó de coger a profesionales de fuera de España que
andaban por ahí y de copiar la estructura de los hospitales americanos.
En los hospitales americanos un poco científicos los dos servicios
punteros eran rayos y anatomía patológica, que es en lo que se basa un
diagnóstico científico, pero aquí en España funcionaba todavía lo del
ojo clínico: [Gregorio] Marañón veía a un enfermo y ya
sabía si tenía hipotiroidismo (risas). De los profesionales que
López-Muñiz trajo al Psiquiátrico de Oviedo no sé si había dos adjuntos
que se hubiesen formado en España. Los demás eran [José Luis] Montoya, que había estado en Canadá, Pepe García,
que era de Pola de Lena pero se había formado en Alemania, varios que
estaban en Estados Unidos… Había incluso una estructura privada muy
americana: se trabajaba en la pública hasta las tres de la tarde y
luego, por la tarde, había unas policlínicas en las que los médicos
tenían consulta privada, aunque una parte se llevaba al hospital.
También se imitaba el modelo americano de tener un hospital pero a la
vez ambulatorios por toda Asturias. Yo recuerdo que yo iba a Avilés,
otro iba a Cangas… Había una red muy potente y muy cara, y lo de la
antipsiquiatría empezaba ya ahí, en esa reforma organizativa
americanizante.
Al abrírselele la puerta a lo organizativo
también se coló por ella lo ideológico, las nuevas tendencias que
germinaban en América y que esos españoles formados en el extranjero
traían consigo.
Sí, efectivamente.
¿Qué proponía la antipsiquiatría?
La
idea fundamental era que los problemas derivados de la enfermedad
mental estaban muy mezclados con los del encierro. La figura fundamental
en esto es [Franco] Basaglia, un psiquiatra italiano que publica un libro a principios de los setenta, La institución negada,
en el que dice que lo que hay en los psiquiátricos no es locos, sino
personas encerradas a las que el encierro crea un doble de la enfermedad
mental; es decir, que se toma por síntomas de locura lo que en realidad
son consecuencias de estar encerrado. A los psiquiatras les pasaba lo
mismo que les pasaba a los naturalistas cuando estudiaban los parques
zoológicos: que tomaban como conducta de los monos lo que provocaba la
jaula. Yo me acuerdo, por ejemplo, de que en Ciempozuelos tuvieron que
tirar un pabellón de violentos y al reubicar a las enfermas en otros
pabellones dejaron automáticamente de ser violentas.
Al final, el manicomio no era una mala idea en lo que tenía de asilo, de hospicio
No eran mujeres violentas per se, sino que era el encierro lo que las hacía ser violentas.
Exacto.
Y eso mismo pasaba un poco en todos lados. En todas partes había, por
ejemplo, cuadros de esquizofrenia catatónica que en realidad eran
resultado del encierro, y Basaglia decía que sólo derruyendo los muros
del manicomio conseguiríamos saber a ciencia cierta cuáles eran los
objetos psiquiátricos reales. Todo eso enlazaba con el análisis del
etiquetado que habían hecho los americanos y sobre todo [Erving] Goffman, que había publicado un libro titulado Internados en el que acuñaba el concepto de las instituciones totales:
lugares de residencia o trabajo donde un gran número de individuos en
igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de
tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria administrada
formalmente y rompen con el ordenamiento social básico en la sociedad
moderna, en el que hay una distinción clara entre los espacios de juego,
descanso y trabajo. En las instituciones totales, dice Goffman, todas
las dimensiones de la vida se desarrollan en el mismo lugar y bajo una
única autoridad; todas las etapas de la actividad cotidiana de cada
miembro de la institución total se llevan a cabo en la compañía
inmediata de un gran número de otros miembros, a los que se da el mismo
trato y de los que se requiere que hagan juntos las mismas cosas, y
todas las actividades cotidianas están estrictamente programadas y se
integran en un único plan racional, deliberadamente creado para lograr
los objetivos propios de la institución.
La institución que más se adapta a esa definición es la cárcel.
La
cárcel es una institución total evidente, sí. Otra es el Ejército. Pero
Goffman desarrolla su teoría no pensando en la cárcel ni en el
Ejército, sino en el manicomio. De hecho, para hacer la investigación de
campo que después se convirtió en Internados se infiltra él
mismo en un psiquiátrico de Washington, donde se hace pasar por ayudante
de gimnasia. Goffman dice que la cárcel, el manicomio y el Ejército
tienen la misma estructura y el mismo propósito, quebrar el alma y
sustituirla por una etiqueta: militar, loco, preso.
Me
llama la atención la etiqueta escogida para designar el movimiento. En
aquellos años pre y post-68 surgen muchos movimientos de renovación
similares en todas las ciencias, pero todos adoptan el adjetivo nuevo, nueva: Nueva Geografía, Nueva Arqueología, Nueva Sociología, etcétera. ¿Por qué antipsiquiatría y no nueva psiquiatría?
Pues
por eso mismo, por esa idea antimanicomial de que toda la psiquiatría
se había basado en observar a los locos en el manicomio y que había que
tirar los manicomios abajo para descubrir la locura real. No se trataba
de mejorar la psiquiatría, sino de empezarla de nuevo.
¿No
había mucha de la inocencia, de la candidez, del 68 en la idea de que
tirando abajo los manicomios se acabaría con los locos?
Completamente.
Lo que sucedió fue que las primeras experiencias, como ésa de
Ciempozuelos de tirar abajo el pabellón de violentos, fueron tan
satisfactorias que se dio lugar a un exceso de optimismo y a plantear
que, por ejemplo, también desaparecería la esquizofrenia cuando se
sacara a los esquizofrénicos del manicomio. Después se vio que no era
así. De todas formas, lo más naíf no era eso, sino otra idea de la
antipsiquiatría: la de que la sociedad acogería a esos enfermos salidos
de los manicomios derribados; que habría una red social y laboral que
los asimilaría. Locos de desatar, un
documental de los años setenta sobre las propuestas de Basaglia, termina
con un expaciente trabajando en una cadena de montaje. La realidad fue
todo lo contrario: cada vez que se hacían pisos intermedios en cualquier
barrio había un rechazo enorme. Sigue habiéndolo hoy. Tampoco hubo
trabajo para nadie, y eso nos hizo descubrir que el manicomio no era,
después de todo, mala idea en lo que tenía de asilo, de hospicio, de
lugar que permitía que los locos comieran y durmieran adecuadamente no
anduviesen tirados por la calle.
En general, vista en perspectiva, ¿fue mala idea cerrar los manicomios?
Por miedo a las denuncias, hoy se hace una especie de psiquiatría defensivaNo,
porque más allá de eso los manicomios sí que eran un absoluto
disparate. El de aquí, La Cadellada, tenía a cerca de mil personas y
bastante más de la mitad no eran ya enfermos mentales, sino simplemente
encerrados. Esa parte de la idea antipsiquiátrica sí era certera.
¿Por qué reprimió el franquismo al movimiento antipsiquiátrico del Hospital Psiquiátrico de Oviedo?
La cosa fue que aquello que te comentaba de Oviedo sólo podía ir o p’alante o p’atrás.
O ese sistema, esa modernización, se empezaba a adoptar en toda España,
o se abandonaba en Oviedo. Y lo que pasó fue que se abandonó en Oviedo.
A López-Muñiz lo liquidaron los azules y lo sustituyeron por un
falangista que dijo que aquello era un dispendio y revirtió la cosa,
provocando las primeras huelgas y encierros. El Hospital llegó a
convertirse en un foco subversivo importante, que seguía el mismo modelo
que la Universidad: hacer huelgas y encierros largos y tratar de
concitar la solidaridad del resto de hospitales. La cosa terminó mal,
claro. El franquismo reprimió con dureza y el hospital fue
deteriorándose poco a poco hasta convertirse en uno más de la red. Fue
una pena, porque aquélla había sido una apuesta interesante.
¿Se
cerraron los manicomios, en realidad, o sólo se atomizaron y
renombraron, como todo en esto que el muy citado Zygmunt Bauman llama modernidad líquida?
Hoy hay más pacientes atados que antes y usted tiene dicho que, al fin y
al cabo, atiborrarnos de pastillas como nos atiborramos es
autoembutirnos en una camisa de fuerza química, en un manicomio
individual.
En cierta medida sí, si entendemos el
manicomio como un creador de orden cuya función era ocuparse de los
desórdenes íntimos. Como explicaba Goffman, quien viola una regla
general va a la cárcel y quien viola una regla de las relaciones íntimas
va al manicomio. La sociedad psiquiatrizada creaba los manicomios para
que no se violasen sus reglas: acercarse demasiado a los demás, hablar
de lo que no se debe, etcétera. Lo que pasaba era que nadie quería ir al
manicomio ni ver al psiquiatra. Ahora, sin embargo, la gente clama por
psiquiatras, psicólogos y pastillas que cumplen esa misma función:
corregir los desórdenes íntimos e integrar a la persona que las toma en
el orden establecido. Las redes de psiquiatrización son queridas, no
temidas, y hay un régimen de servidumbre aceptada que posibilitan las
pastillas como no lo posibilitaban los manicomios.
¿Es cierto que hoy hay más pacientes atados que antes?
Sí,
sí. En tanto por ciento, ¿eh?, pero sí, hay más que cuando yo empecé a
trabajar en el Psiquiátrico de Oviedo. Una de las cosas que promovíamos
allí era ésa: no atar, no sujeción mecánica. Y la logramos
prácticamente: no había pacientes atados, o había uno durante unas
horas. ¿Por qué los hay ahora? En gran parte, porque está todo muy
judicializado. Aquí, por ejemplo, se los ata a todos desde que un
paciente se suicidó en una unidad y la familia presentó denuncias contra
todo el cuerpo médico y el personal. Por miedo a ese tipo de
situaciones se ha pasado a hacer una especie de psiquiatría defensiva,
una especie de coalición en contra de los pacientes en la que la familia
juega un papel fundamental. En aquellos años de antipsiquiatría también
teníamos la teoría de la puerta abierta: la unidad o el hospital tenía
que ser un sitio abierto del que el enfermo pudiese salir a voluntad. Si
marchaba, ya volvería, porque donde más a gusto estaba era en la
unidad. Ahora las puertas se cierran otra vez. Las unidades que hay son
unidades supercerradas y lo son también por una presión de las familias.
Cuando se hacen encuestas entre las familias, todas dicen que las
puertas, cuanto más cerradas y vigiladas, mejor. Cuando preguntas a los
pacientes, te dicen lo contrario: resienten el encierro absolutamente.
Pero las familias ignoran esa realidad, y también son las principales
promotoras de que se den fármacos a puñados. La teoría de que las
familias representan los intereses de los enfermos es literalmente
falsa. Literalmente falsa. Y se da una coalición muy curiosa: todas las
asociaciones de familiares de pacientes tienen siempre dinero de los
laboratorios farmacéuticos, que son los El último grito en materia de psiquiatrización social es la anhedoniaprincipales interesados en que se den fármacos a puñados.
Entre cierta población no ilustrada que el argot del momento conoce como cuñados
hay una noción muy generalizada de la psiquiatría y de la psicología
como un lucrativo invento de la todopoderosa industria farmacéutica para
vender sus productos. El caso paradigmático al que se alude siempre es
el de Prozac, el famoso antidepresivo que en Estados Unidos llegó a
administrarse a los animales domésticos como resultado de una exitosa
medicalización de la tristeza. ¿Cuánto de verdad hay en esa visión?
Hombre,
no es del todo así, pero algo hay. Después del Prozac, la siguiente
poción mágica fue la Paroxetina, un fármaco de diseño que se inventó
después de transformar la timidez en un cuadro clínico llamado fobia social. En el último congreso de ese horror que es el DSM-5 el último grito en materia de psiquiatrización social ha sido la anhedonia,
que es el no sacar disfrute de las situaciones y es ahora motivo de
consulta psiquiátrica porque se considera una depresión encubierta. Va a
ser la próxima epidemia. Al final, los trastornos de personalidad son
ya tantos que quien no cae en uno cae en otro. Otra cosa de la que se
habla ahora es la personalidad opositora. Ahí cae todo: si te opones a algo, si discutes, tienes un trastorno de personalidad opositora.
El
capitalismo, que ya no puede en este mundo cada vez más pequeño y con
cada vez menos tierras vírgenes expandirse a nuevos mercados colonizando
nuevas tierras, como hacía antes, ahora se expande colonizando nuevas
zonas de la mente.
Nuevas necesidades, sí. Pero no es una
cosa tan unidireccional, sino esa coalición de intereses a la que
aludía antes. Hay, sí, esos laboratorios que tienen cinco o seis premios
Nobel cada uno puestos a inventarse todos los fármacos que puedan, pero
también hay una población que necesita fármacos para poder resistir sus
pésimas condiciones de vida. Si trabajas a turnos, tienes que tomar
algo para dormir y tienes que tomar algo para aguantar despierto. Hay
laboratorios vendiendo fármacos, hay masas pidiéndolos y hay una
estructura intermedia que también pide orden: los jueces, por ejemplo.
El ochenta por ciento de los presos toma fármacos. En todos los juicios
hay un perito psiquiátrico que dictamina cuánto de loco y cuánto de
criminal tiene el acusado. Y luego están las familias. En Estados
Unidos, por ejemplo, cuando se inventó el síndrome ése de hiperactividad
y desatención y se empezó a dar fármacos a los críos con mala
escolaridad, los movimientos de resistencia ésos de «quiéreme, no me
drogues» fueron prácticamente linchados por la población. ¿Quién se va a
creer que un crío va a atender mejor porque lo atiborremos de fármacos?
Bueno, pues todos los padres que piden anfetas para sus hijos
porque se creen eso de: «No, es que le falta una sustancia en el cerebro
y con anfetaminas eso se corrige». Es un sistema de creencias de lo más
disparatado, pero es real, y los laboratorios no hacen más que
aprovecharse de eso. Se habla ya de una epidemia de los trastornos
mentales: los usuarios de salud mental no hacen más que aumentar y la
ingesta masiva de fármacos parece una epidemia. Los laboratorios quieren
vender a toda costa, faltaría más, pero no venderían si no encontrasen
en los compradores complicidad, un deseo de servidumbre y una búsqueda
de guía vital, de personas que te enseñen a comer, a follar, a dormir…
En el otro extremo de ese consumo ansioso de fármacos está el antivacunismo.
Ahí
hay una necesidad real y padres que se niegan a cubrirla, pero al final
es lo mismo, un sistema de creencias absurdo derivado de una de las
confusiones claves del éxito del capitalismo: la tecnificación de todo,
la pretensión tecnocrática de que todo es científico.
Unos
reaccionan a ese mensaje tecnocrático abrazándolo con entusiasmo y
otros rechazándolo de raíz cuando no deberíamos hacer ni lo uno ni lo
otro.
El capitalismo ha logrado que sea una opción de progreso no tener nada que ver con los otros Exacto.
El leitmotiv de sus escritos más recientes es la psiquiatrización del mal social. ¿A qué hace referencia esa etiqueta?
A
buscar remedios donde no los hay para malestares derivados de las
relaciones de pareja, sociales y laborales; males que se solucionan
enfrentándose a ellos pero que atacamos tomando pastillas. Hay un
malestar que sólo puedes atajar modificando la situación que lo causa y
en lugar de eso tomas una pastilla que te hace ver la situación de una
forma más tolerable. Si te paras a mirar qué funciones reales cumple hoy
la psiquiatría y las comparas con las que cumplía antiguamente
compruebas que la psiquiatría de hoy tiene poco que ver con la de antes.
La de antes se ocupaba de la gran locura y la de ahora más bien de los
pequeños desórdenes: dormir mal, no tener apetito, etcétera.
Usted llama a esos males «malaria urbana».
Sí,
esos malestares propios de la actualidad: no dormir, no comer, no tener
trabajo, el miedo a perderlo… Cosas derivadas del modelo social que
tenemos, de la desconexión entre la sociedad del bienestar que se
promete y la realidad, que en gran parte acaba psiquiatrizándose.
Remediar eso con pastillas es como el borracho que busca la llave debajo
del farol.
¿…?
Sí, hombre, el borracho del
chiste, que busca algo debajo de un farol y a quien un policía
pregunta: «¿Qué está buscando ahí?». El borracho le contesta: «Mis
llaves». El policía le pregunta: «¿Sabe dónde se le perdieron más o
menos?», y el borracho responde: «Debajo de aquel árbol que está como a
quince metros». El policía pregunta entonces: «¿Y por qué las busca
aquí, tan lejos?», y el borracho contesta: «Porque debajo de este farol
hay luz, mientras que debajo del árbol no se ve nada».
«Lo
que usted necesita no es un psiquiatra, sino un comité de empresa», ha
contado alguna vez que le dice a la persona que acude a su consulta
porque sufre estrés laboral. «Menos consultorios privados y más
asambleas públicas», ha clamado también alguna vez.
Claro,
claro. El que sufre estrés laboral lo sufre de verdad, no es que se lo
invente: el trabajo produce dolor y malestar. En lo que se equivoca es
en el remedio que busca: un psiquiatra que le dé un remedio artificial
que en vez de solucionar el mal lo hace tolerable. «Deme algo para
aguantar esto como sea». En lugar de intentar cambios reales, acude a
pastillas que hacen que vea las cosas más lejos, que no le importen. Las
pastillas crean una especie de barrera contra el daño que te ataca,
pero el daño no desaparece. Lo que hay que hacer para atajar el estrés
laboral no es atiborrarse de pastillas, es crear lazos de solidaridad
horizontal que modifiquen esa situación. Curiosamente, las personas que
sufren el estrés laboral que las impulsa a tomar pastillas suelen ser
personas que previamente se han desolidarizado en general. Son personas
muy individualistas, trepas que han intentado superar
individualmente a los otros y que de repente se encuentran con que Roma
no paga traidores y no buscan alivio a su sufrimiento autocriticándose
esa carrera de trepa, sino yendo al psiquiatra para que les dé píldoras para dormir.
«El paro no es un problema, es tu problema», nos dice el neoliberalismo. El paro, como el estrés laboral, el mobbing, la precariedad, etcétera, no es un problema social, es tu problema personal.
Sí,
esos procesos de individuación han sido enormemente exitosos. El
capitalismo ha logrado que se vea como una opción de progreso decir: «Yo
soy yo, yo dirijo mi vida, no tengo nada que ver con los otros».
El mandato capitalista es: "Sé gerente de ti mismo, empréndete a ti mismo"Si estoy en paro, sólo yo tengo que solucionarlo formándome más o buscando trabajo más concienzudamente.
Y para buscarlo tengo que tener capital humano: idiomas, másteres, cursos…
Y si eso me vuelve loco, me tomo la pastilla y listo.
Eso es, sí (risas).
La
pastilla es un agente de individualización al servicio del capitalismo
neoliberal y un complemento necesario para que el sistema se sostenga.
[Carlos] Castilla del Pino definía las pastillas como prótesis conductuales.
Es una etiqueta muy buena para esto que hablamos, porque ahora las
pastillas son, sí, una prótesis del capitalismo, un factor necesario
para la supervivencia del capitalismo. El mandato capitalista es: «Sé
gerente de ti mismo, empréndete a ti mismo». Tienes que acumular un
capital cultural, un capital deportivo, un capital estético dicen ahora, etcétera, para interaccionar ventajosamente con los demás en la competencia social.
Tenemos que ser emprendedores de nosotros mismos. Nos concebimos a nosotros mismos como una pyme.
Gerentes
de nosotros mismos, sí. En la Biblia hay una parábola en la que Cristo
explica que quien no siembra amor, quien no se da a los demás, es como
la semilla que no florece. Se pasó de un extremo al otro y hoy aquello
del Evangelio se ve como un anacronismo, como una forma de hipocresía.
La norma es el egoísmo utilitarista. Y es una escalada, además. Lo vemos
muy bien en toda esa manía de la cirugía estética, del gimnasio, de la
ropa… Nunca se tiene bastante. Nunca se llega a un punto en el que se
dice: «Hasta aquí es bastante». Igual que las empresas acumulan y
acumulan, los individuos tienen que acumular también todos esos
capitales, e igual que se puede hablar de capital cultural se puede
hablar de capital biológico: en esa competencia feroz ganan los
que adquieran más capital biológico soportando más drogas. Los
deportistas americanos de élite no hacen exámenes de drogas: en el
fútbol americano, quien quiere tomar drogas se las toma. En Estados
Unidos hay todo un debate ahora en torno a ampliar o no los usos de
fármacos de potenciación de la memoria que desarrollados para combatir
el alzhéimer. ¿Es lícito que alguien que va a una oposición se tome esas
pastillas? ¿Es lícito adquirir ventaja en la competición social tomando
pastillas, es decir, dopándose? En Estados Unidos dicen que sí, que si
se te informa de los riesgos y tú los asumes y los gestionas tú y nadie
más que tú cuando aparezcan puedes tomar esas neoanfetaminas. La
bioética americana que es el capitalismo es ésa: «compite, compite,
compite; bailad, bailad, malditos», y en ella se acepta que uno se tome
pastillas no para funcionar mejor o para reducir sus malestares, sino
para competir mejor.
La pastilla no para curar sino para convertirnos en los sujetos ideales del sistema capitalista: unos homo sovieticus a la inversa.
Claro.
Los grandes propagandistas del capitalismo pregonan que por primera vez
no tenemos que seguir ninguna tradición, por primera vez no tienes que
ser arquitecto como tu padre, sino que puedes ser aquello que te
propongas, puedes abrirte completamente al deseo y hasta cambiarte de
sexo, pero no dicen que muy rara vez se logra cumplir plenamente eso,
que son muy pocos los que lo logran y que el resto de la población es
una masa de hombres y mujeres parados, frustrados y ansiosos. Pero para
aplacar eso están las pastillas.
El soma de Un mundo feliz, la famosa novela de Aldous Huxley, no era una fabulación literaria, sino una profecía.
Sí,
sí, sí, efectivamente. Era una profecía absoluta. Y lo aterrador es que
esos procesos van en ascenso: no hay ninguna estadística que arroje que
está disminuyendo la toma de ningún tipo Para la mayoría de la población no sería posible vivir sin ansiolíticos y antidepresivosde pastillas.
Tiene dicho en alguna entrevista que la gente toma Orfidal en dosis que hace diez años eran consideradas tóxicas.
Sí, sí, sí. Y no sólo Orfidal. Los analgésicos, las pastillas para el dolor, también es otra brutalidad lo que se toman.
¿Qué sucedería si los analgésicos, los ansiolíticos, los antidepresivos, etcétera, desaparecieran de golpe?
Pues
no sé… Hombre, yo creo que pasado un cierto tiempo todo el mundo se
acomodaría. No creo que fuera a haber ningún asalto a farmacias ni nada
por el estilo (risas). Pero sí que se tendría que llevar a cabo un
cambio global enorme. Nos veríamos obligados a tener otros ritmos
vitales. Necesitaríamos más tiempo para dormir, más tiempo para estar
juntos… Lo que es seguro es que los ritmos laborales, los ritmos de la
vida cotidiana que seguimos ahora, desaparecerían sin las pastillas.
Para la mayoría de la población no sería posible vivir sin
antidepresivos para salir de la cama y ansiolíticos para volver a ella.
La enfermedad
por antonomasia de nuestro tiempo es el estrés. ¿Existe, o es sólo el
nombre colectivo que ponemos a nuestros variopintos malvivires
neoliberales?
La palabra estrés está tomada de
la fisiología animal y significa «agresión». Como concepto inespecífico
sí que existe. En los laboratorios se utiliza para designar las putadas
que se hacen a las ratas: meterlas en una piscina hasta que no pueden
nadar, aplicarles descargas eléctricas y demás. En esas condiciones, si
le das pastillas a la rata, aunque esté bailando por las corrientes
eléctricas que le has aplicado la rata come, hace las experiencias del
laberinto, aprende, aguanta en la piscina sin dejarse morir, etcétera.
Lo que hacen los fármacos con nosotros es lo que hacen con las ratas:
impulsarnos a seguir viviendo con esas agresiones y en esos estados.
Usted es muy crítico con otra enfermedad muy de moda: la fibromialgia.
Sí.
La fibromialgia es una especie de cajón de sastre, y ejemplifica muy
bien cómo se transforman los dolores del alma en dolores del cuerpo;
cómo un montón de personas incapaces de ver el horror de vida que llevan
lo proyectan en el cuerpo en lugar de tratar de cambiarlo o al menos
vivirlo como desgracia. El ejemplo paradigmático de esto es el de la
gran teórica del asunto, la señora Manuela de Madre, que publicó al respecto un libro, Vitalidad crónica,
que yo me quedé fascinado cuando lo leí. Manuela de Madre era alcaldesa
de Santa Coloma de Gramanet por el PSC pero llevaba, cuenta en el libro
ése, una vida muy mala, muy mala. Lo que ella le hubiera gustado era
ser bailarina, de adolescente andaba todo el día bailando, pero en lugar
de ser bailarina había acabado llevando ese horror de vida de escuchar
quejas de vecinos y debates sobre ordenanzas de tenencia de mascotas.
Empezó a tener dolores por todo el cuerpo y fatiga generalizada y fue a
médicos sensatos que le dijeron: «Mire, no tiene usted nada: las
radiografías son normales, los análisis son normales y todo es normal».
Un día encontró a uno que le dijo: «Tiene usted fibromialgia», y
entonces dijo: «¡Ay, bendita palabra!». Por fin podía etiquetar aquello
que le pasaba y tratarlo como algo del cuerpo y no como consecuencia de
una biografía equivocada. Consiguió tranquilizarse, pero eso fue a costa
de empezar a tomar medicaciones brutales y de crearse una especie de
pseudobiografía.
Reconstruyó su identidad en torno a su supuesta enfermedad.
Exacto.
Es una cosa muy desconcertante hacer bandera de una enfermedad.
La
enfermedad es un refugio: mejor tener esos dolores y tomar pastillas y
depender de un médico que pararse en seco y darse cuenta de que toda la
biografía de uno ha sido una deriva La del cambio de sexo es una promesa demagógica y falsa, un timo capitalistaequivocada. Castilla del Pino tiene un libro, El delirio, un error necesario,
en el que relaciona eso con la historia de Don Quijote. Don Quijote se
muere cuando recupera la lucidez y ve que ha llevado una vida equivocada
y que tiene que volver a la anterior.
Llamamos
enfermedades a nuestras equivocaciones para no vernos obligados a
enfrentarnos con ellas. Una enfermedad es una fatalidad inevitable, no
el producto de un error.
Eso es, eso es, eso es. «No tengo que rehacer mi biografía, me basta con atiborrarme de pastillas».
En
la sociedad actual, por otro lado, ya no existe el sentimiento de culpa
y los mensajes que lanzan los libros de autoayuda es: «Quiérete a ti
mismo» y «No te ralles». Usted reivindica que debemos rallarnos, que no necesariamente debemos querernos a nosotros mismos.
Sí, sí. Hay
que rallarse. Si tu vida está mal porque has cometido errores, tienes
que rallarte, tienes que no autodisculparte y luchar para cambiar esa
situación.
Aludía hace un momento a ciertas promesas del
capitalismo, entre ellas la de la posibilidad de cambiarse de sexo.
Sobre la transexualidad tiene ideas muy poco ortodoxas, provocadoras
incluso.
Sí… Yo comparto la idea de que la feminidad y la
masculinidad son meras construcciones sociales. Los travestis
ejemplifican bien eso: tú puedes crear algo mucho más femenino que las
mujeres vistiéndote, maquillándote, poniéndote uñas o lo que sea. Lo que
yo digo es que cuando eso lo transformas en algo corporal, cuando
violas los límites de lo corporal, corres unos riesgos enormes, porque
ya no estás destruyendo o deconstruyendo algo cultural, sino agrediendo a
tu propio cuerpo y transgrediendo los límites de lo posible. Si fuera
posible una transformación real del género me parecería una elección,
pero a mí me parece que esa transformación es una falsa promesa, un
timo, igual que las pastillas. No existe tal reconstrucción, es mentira.
Cuando se hacen esas vaginas y penes artificiales, luego hay que estar
tomando hormonas a dosis elevadísimas y pasar por sufrimientos
intensísimos. A mí, todo lo que sea aceptar los límites me parece bien.
Me parece bien que haya hombres que se vistan de mujer, que lleven una
sexualidad variada, lo que sea. Transformar el cuerpo, no, porque es una
promesa demagógica y falsa. Ojalá fuera posible, pero mi experiencia me
dice que no lo es. Una cosa es arreglarse los ojos para no tenerlos uno
para cada lado y otra cosa es reconstruirse el cuerpo completamente. Mi
divergencia es ésa. Yo creo que los transexuales tienen falsos amigos.
Creo que yo soy más amigo de los transexuales que los que les prometen
imposibles. Toda la medicina estética en general, que tan en boga está,
es un timo capitalista. Se ha sustituido la moral por la estética y no
hay órgano que el capitalismo no prometa reconstruir, no hay nada que no
prometa apañar, no hay límite natural que no prometa que se puede
transgredir. Abusa de las crisis de identidad que muchas personas tienen
y hacen que los transexuales vean la operación de cambio de sexo como
la salvación absoluta.
Parece ser que el índice de suicidios entre los transexuales es elevadísimo.
Sí,
sí. Y no sólo el índice de suicidios, también el de prostitución y el
de mala vida en general. Es una cosa bastante catastrófica en general.
En cambio se vende la imagen rosa de: «Te operas, y ya todo va bien».
Pues no, por desgracia no.
Volviendo
al cierre de los manicomios, usted también tiene dicho que «la sociedad
que cierra manicomios abre el mismo número de camas penitenciarias».
También en ese sentido el cierre fue una ilusión: los locos simplemente
pasaron a encerrarse en otra institución total.
Sí,
literalmente. El número de camas que desaparece de los manicomios es
idéntico al que crece en las cárceles. Me parece que es el veintitantos o
treinta por ciento el número de presos que pasa por las enfermerías
psiquiátricas. Y el ochenta por ciento o más toman fármacos. Los
manicomios simplemente se reconvirtieron, sí, y si sumas al número de
personas institucionalizadas y que está tomando fármacos psiquiátricos
en cárceles el de viejos y no tan viejos que están en asilos, el número
de gente encerrada en España triplica las cifras de los años setenta y
ochenta. Lo de las instituciones totales de Goffman es un concepto muy
útil, porque permite ver como un todo a todas esas instituciones
destinadas a encerrar el desorden. En Estados Unidos la cosa ya es un
disparate: no sé si hablaban de seis millones de encerrados. Y ojo: todo
lo que pasa en América suele pasar luego aquí.
¿Cómo es la cárcel ideal?
Yo
creo que no hay cárcel ideal (risas). No hay posibilidad de gestionar
mínimamente bien obligar a una persona a vivir todo el tiempo en una
institución. Es imposible aligerar eso, es imposible impedir que se
genere aquello de Sartre de «el infierno son los
otros». La frase es literal: en el momento en que los otros son
invariables y el tiempo es invariable uno entra en un infierno. Y yo no
veo alternativa a eso. Quizá todas esas cosas autogestionarias que se
plantean puedan servir de algo, pero en principio yo no veo ninguna
posibilidad de humanizar un sistema carcelario.
¿Hay que abolir las cárceles, entonces?
No,
es imposible abolirlas. El mal existe y hay que castigarlo. Lo que no
hay que hacer es ocultar qué son las cárceles ni confundir a la gente: a
la cárcel se va a recibir un castigo, pero eso ni rehabilita ni evita
peligros ni vuelve honrados a los presos. Al contrario: un tercio de los
presos que están ahora en Villabona ha delinquido dentro de la cárcel. Es muy normal que un preso vaya acumulando condenas por actos cometidos en la
cárcel: están allí por drogas, salen, meten drogas, los vuelven a
condenar, se pelean allí dentro… Las cárceles son un horror, y me parece
una hipocresía todo ese movimiento reformista que hay. Lo de la
rehabilitación es una mentira absoluta, y en consecuencia, cuando se
estructure una cárcel, se debe estructurar claramente como castigo y no
camuflar esa realidad. Lo dice muy bien Gustavo Bueno:
si la cárcel rehabilitase de verdad, cuando el reo descubriera lo que ha
hecho, cuando fuera capaz de verse con ojos de alguien moralizado, se
suicidaría, no podría soportarlo. Pongámonos en la piel de esos gallegos
que mataron a la cría: si de repente recobraran la lucidez moral, ¿qué
harían? Yo creo que se tirarían al mar. Si la rehabilitación fuera
realmente posible, provocaría una especie de eugenesia moral. Pero no la
provoca, porque no es posible. Por eso las cárceles tienen que existir.
Eso sí, lo que es un disparate es que la población carcelaria crezca y
crezca en vez de decrecer y decrecer.
Adaptaos, adaptaos, malditos
Hace diez años, en 2005, publicó en KRK un magnífico ensayo titulado Egolatría. En él hace
una fascinante vivisección del yo posmoderno. Describe ese yo como un
«yo federal» compuesto de innúmeros yoes; un precario clavo que sostiene
un pesado abanico de identidades separadas y que, cuando se suelta,
genera pavorosos trastornos de identidad múltiple.
Sí.
Todos tenemos yoes distintos para cada situación. Ahora mismo, yo estoy
en un yo de conversador distinto al yo que soy con mi mujer o al yo que
soy con mi hija. Todos somos una federación de yoes, pero, si no somos
muy hipócritas, esos yoes permanecen cohesionados; son como versiones
solidarias de un yo total que no se rompe por más que esas versiones se
separen. Cuando se tensa tanto el abanico que se rompe, cuando se
disuelve esa especie de cemento que une a todos esos yoes situacionales,
se da esa situación de disociación que a pequeña escala también nos
sucede a todos alguna vez: esas situaciones de déjà vu o de jamais vu,
eso de entrar en un sitio familiar y que durante unos instantes lo veas
como un sitio extraño, o eso de de repente no acordarse cómo te llamas o
cuándo es tu cumpleaños. Lo que sucede a veces es que eso que es
ocasional, efímero y no patológico se hace crónico, y se dan situaciones
muy angustiosas de trastorno de personalidad múltiple: esos viajeros
sin maletas que de repente aparecen en un sitio sin saber cómo han
llegado a él. Esos trastornos no son frecuentes: no llega al seis por
ciento la población afectada. Pero están aumentando mucho. No se sabe
exactamente por qué, pero se están dando, por ejemplo, patologías muy
espectaculares relacionadas con los videojuegos, los chats y las redes sociales: esa gente a la que no le gusta su cuerpo y se inventa Los grupos de amigos ya no son grupos de lealtad, sino grupos de afinidaduna
personalidad para chatear, haciendo de sí misma una descripción
completamente diferente de la real o hasta mandando una foto de un tío
completamente distinto, y a la que a veces se le va de las manos y acaba
no distinguiendo lo que es verdad de lo que es mentira. Yo estoy
pensando en escribir sobre un caso de ésos de triple o incluso cuádruple
personalidad relacionado con los juegos de ordenador que acabó en los
juzgados.
En sus escritos usted también relaciona esa
clase de fenómenos con la explotación y la alienación laboral y habla de
personas que acaban desgajando de su personalidad el yo alienado
laboralmente, generando un trastorno de doble personalidad.
Sí,
eso pasa. Como mi yo del trabajo es una mierda pero hay yoes que siguen
estando relativamente bien, lo que hago es tener un yo para el trabajo y
otro para la vida cotidiana. Lo de los chats está relacionado
con eso: como tu yo del trabajo no te gusta, te construyes otro yo en el
ordenador y empiezas a establecer relaciones con ese yo ideal que nada
tiene que ver con el yo real. Te vas liando y cuando luego te ves de
verdad, cuando te das de bruces de nuevo con el yo real, se forman ahí
unos líos tremendos y aparecen los trastornos disociativos. Además, los
medios imponen un estándar muy alto de felicidad. Ves la televisión y
todo el mundo parece feliz, y eso te hace pensar que el único que está
jodido eres tú, que el único que duerme o come o folla mal eres tú. La
televisión te transmite el mensaje de que, si tu vida es una mierda en
comparación con la de las personas que ves por la tele, algo está
pasando en tu interior que te impide gozar, y quizás el médico te pueda
ayudar. Por otro lado, también están aumentando mucho los trastornos de
dispersión. El cerebro tiene dos estados posibles: dispersión, no tener
una atención fija hacia la situación en la que se está, y concentración,
y la relación de proporcionalidad entre un estado y otro está cambiando
hacia una duración mucho mayor de las fases de dispersión. Eso también
tiene que ver con los estados de disociación: en ese estado de
dispersión intelectual, no atiendes bien hacia ti mismo y hacia los
otros y aumenta el riesgo de que acabes teniendo uno de esos trastornos
de identidad.
En Egolatría también explica que
«ahora la madurez se define por la no dependencia, la elección de
valores propios al margen de lo heredado y, sobre todo, por la absoluta
originalidad vital del proyecto personal», y también escribe que en el
sistema capitalista «la lealtad grupal o la coherencia de valores es
mero neuroticismo mientras la pertenencia a redes sociales laxas,
múltiples, intermitentes y marcadas por el nihilismo se percibe como un
signo de salud mental». Antes, lo que el sentido común establecido
entendía como madurez era ser una célula más de un sujeto colectivo. Hoy
es poseer un yo desbocado.
Sí. La incapacidad de
cambiar, la inadaptación, decir: «Yo no participo en este trabajo que va
en contra de mis ideas o valores», que antes se percibía como
coherencia, ahora se etiqueta como rigidez de personalidad y se vive como patología, como trastorno de personalidad, y la traición ya no se considera tal, sino adaptabilidad. Adaptabilidad es
la palabra clave. El modelo de amistad que existe en esta sociedad
líquida, por ejemplo, es la amistad utilitaria: soy tu amigo mientras me
eres útil y dejo de serlo en cuanto dejas de interesarme; estoy en este
grupo mientras me divierta y dejo de estarlo en cuanto deja de
divertirme. Los grupos de amigos ya no son grupos de lealtad, sino
grupos de afinidad. Es un mundo duro, éste: un mundo sin fijezas en el
que hay que estar constantemente vigilante.
Usted habla de «dictadura del emotivismo».
Sí,
la sustitución de la ética por el cálculo de utilidad y las emociones.
Antes lo bueno era bueno si lo era para toda la comunidad, y uno era
bueno si lo era ante la comunidad. El hombre de provecho, el hombre de
bien, era quien había hecho algo bueno por los demás, y uno siempre
estaba juzgándose de acuerdo a eso. En la posmodernidad, sin embargo, lo
bueno es aquello que después de hacerlo hace a uno encontrarse bien. Si
después de hacerlo me encuentro bien, es bueno. Si me gusta, es bueno.
En realidad no existen ya las categorías bueno y malo, sino sólo Ésta es una sociedad amoral. Ni siquiera inmoral, sino amorallas categorías satisfactorio/insatisfactorio. Es un mundo amoral, éste. Ni siquiera inmoral: amoral.
Bauman también habla de amor líquido.
Sí, es un poco lo mismo, ese modelo de mantenerse juntos mientras nos dure el sentimiento.
¿Qué es, qué era, qué debe ser el amor? ¿El amor libre de los hippies y los anarquistas, el amor monógamo y eterno de los conservadores o un término medio entre ambas opciones?
Lo
que es el amor sano y el insano se ve muy bien en los críos que juegan
en el parque. Los que están seguros de que su madre, su padre o su
cuidador los quieren juegan tranquilos sin miedo a perderse, mientras
que los chavales inseguros están continuamente mirando para atrás a ver
si el padre sigue allí, cuando no pegados a él sin jugar ni
interaccionar con otros niños. El amor sano es el primero: el amor que
te da seguridad. Lo que pasa en la posmodernidad, con ese modelo de
mantenerse juntos mientras dure el sentimiento, es que el sentimiento no
cambia a la vez en dos personas, por lo que esa seguridad está siempre
en entredicho. Yo he puesto en algún texto el ejemplo de Bertrand Russell,
que estaba tan contento con una de sus mujeres hasta que en un paseo en
bici se dio cuenta de que ya no sentía lo mismo por ella y, llorando,
la abrazó y le dijo que se tenían que separar. Ese emotivismo extremo es
la norma en el mundo de hoy. Una de las teorías psicológicas más en
boga es ésa que dice que el amor tiene fecha de caducidad: tres años y
medio exactamente. Si te crees esas cosas, acabas autosugestionándote.
Yo conozco parejas donde esa cosa ha sido hipertóxica, y que queriéndose
mucho se han separado en cuanto se han dicho: «Ya no nos queremos como
antes». Estamos como los críos inseguros, mirando constantemente hacia
atrás preguntándonos si le habrá cambiado el sentimiento a éste o a ésta
y si nos va a dejar. Eso dificulta mucho la interacción. Igual que los
niños no juegan si no tienen la seguridad de que la madre está ahí, en
el amor sin una relación de afecto seguro es muy difícil que uno se
aventure, a menos que la inseguridad se acabe asumiendo y pase como con
otros críos que hay, que como están seguros de que la madre se ha pirado
les da igual ocho que ochenta. Ésa es otra de las imágenes de la
posmodernidad. ¿Cuál es el amor ideal? Pues un amor que te dé la
seguridad de que no se va a romper de un momento a otro; un amor que
aunque te pongas malo, aunque te arruines, aunque te despidan, va a
seguir ahí, y al mismo tiempo lo suficientemente flexible para que sea
sincero, para que no te obligue a simular esa estabilidad y esa
serenidad. Y un amor en el que se asuma que el amor significa cosas
distintas en cada etapa de la vida. En suma, un proyecto a largo plazo
que, como todos los proyectos, pueda fracasar, pero que no esté sometido
a una incertidumbre constante.
En sus escritos suele invocar el hoy languideciente concepto de responsabilidad.
Como resultado de una perversa mezcla de democracia y narcisismo,
entendemos como bueno sólo aquello que nos gusta y queremos que todos lo
disfruten pero sin tener que hacer ningún esfuerzo para conseguirlo.
Sí,
sí. Las relaciones humanas se dividen en simétricas y complementarias.
Las complementarias son aquellas en las que para estar yo bien, tú
tienes que estar bien también, y por lo tanto tengo que invertir en tu
bienestar, porque nos complementamos como dos fichas de ajedrez. Ése era
el modelo antiguo. El amor romántico, el amor de pareja, funcionaba
así. Hoy, eso es cada vez más minoritario y lo que hay cada vez más son
relaciones simétricas: yo me desarrollo, tú te desarrollas y confluimos
en algunos momentos y en otros no. Cuando las confluencias son muy
ocasionales o inexistentes se produce la separación. Eso pasa en las
relaciones entre dos personas pero también en la gran relación social.
Efectivamente, queremos que todo el mundo esté bien y que la sociedad
progrese pero sin hacer nada por los demás. Es cada cual el que debe
progresar individualmente, sin ayuda, para que la sociedad lo haga.
En Egolatría también
analiza la sustitución posmoderna del altruismo por el egoísmo y la
imposición del oportunismo como patrón de conducta racional. El
individuo normativo es hoy En el capitalismo, la conducta racional es el utilitarismo y el héroe el gorrón, y usted hace toda una teoría del gorrón. ¿Cuál es esa teoría?
El origen de la teoría está en Mancur Olson,
un sociólogo que decía que en toda sociedad hay aprovechados y que
aquéllas que no los reprimen, aquéllas que no reprimen al que no aporta
algo a la comunidad, acaban desapareciendo. El ejemplo típico y más
sencillo es el del despioje de los grandes gorilas. Los gorilas están
continuamente despiojándose. Pasan muchas horas haciéndolo que no
dedican a recolectar o a aparearse. En ese contexto, el gorila que se
deja despiojar pero cuando le toca despiojar a otro no lo hace dedica un
tiempo mayor a alimentar mejor y a aparearse, y si eso no es reprimido
por el resto de la comunidad van apareciendo cada vez más gorrones y se
acaba dando una situación en la que nadie despioja a nadie, con lo cual
hay epidemias y la especie acaba desapareciendo. Cuando a Olson le
contaron eso lo relacionó inmediatamente con el socialismo soviético y
elaboró su teoría del free rider, que es como llama él al
gorrón. «Bella teoría, pero especie equivocada», decía. El socialismo
fomentaba el progreso de los gorrones, y la única alternativa que tenían
las autoridades soviéticas era ir creando cada vez más burócratas para
reprimirlos. La primera etapa de las grandes purgas de Stalin, tal como cuenta Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag,
fue dirigida precisamente a lo que Stalin llamaba saboteadores pero en
realidad eran gorrones. Olson teorizó que en la URSS se generaría una
especie de bucle y al final el socialismo colapsaría, como así fue. Es
una teoría dura, porque tiene algo de verdad.
Sin embargo, aunque fue formulada para el socialismo, la teoría acabó siendo más atinada para el turbocapitalismo, igual que 1984 de Orwell.
Sí,
porque el neocapitalismo impone como conducta racional el utilitarismo,
el «aprovéchate lo más que puedas», el «saca ventaja ante toda
situación invirtiendo lo menos posible, como triunfan los grandes
triunfadores». El neocapitalismo ha diseñado al gorrón con éxito como
héroe. Ellos se defienden diciendo que hay unas leyes que hay que
respetar, pero en general el gorrón no viola las leyes, simplemente se
aprovecha de ellas y de sus intersticios. La única manera de eliminar a
los gorrones es un sistema de solidaridad horizontal en el que haya una
represión moral y el gorrón se vea muy criticado socialmente. El
capitalismo, desde luego, no va por ahí, y eso crea unas dinámicas
terroríficas a nivel interpersonal, porque si sospechas que el otro es
un gorrón afectivo, alguien que trata de aprovecharse de ti, acabas
sumido en la desconfianza. La antítesis del gorrón es el desconfiado.
«¿No me estarás tangando con esta entrevista?». Es una dinámica
perversa, y o se rompe o acabaremos viviendo en una sociedad paranoica y
de una crueldad tremenda.
Un concepto muy de moda es el de emprendedor. Usted apunta en Egolatría que
el perfil psiquiátrico de los emprendedores es muy similar al que de
los estafadores traza Helene Deutsch: «gusto por el riesgo, rapidez de
evaluación situacional, ambición, seducción, deseo de lucro, hipocresía
afectiva, inteligencia emocional…». ¿Qué es un emprendedor, aparte del
sujeto ideal del modelo neoliberal?
Un emprendedor es el
que está dispuesto a pelear en esa carrera de la sociedad del riesgo y a
hundir a los demás para llegar el primero y sacrifica toda su moralidad
para conseguir ese fin. El gran truco de la dialéctica del emprendedor,
lo que los economistas no cuentan en las escuelas de negocios, es que
las posibilidades de éxito son minúsculas. Creo que de cada diez bares
que se ponen hoy, dentro de dos o tres años sólo va a haber cuatro. La
inmensa mayoría de los emprendedores fracasa. El porcentaje de patentes
con éxito no llega al cinco por ciento, según dicen. El emprendedor,
afectado por un fuerte sesgo cognitivo, se dice: «Yo voy a tener éxito
donde todo el mundo fracasa». Una definición posible de emprendedor es
una persona ciega ante los riesgos reales que cree que por el azar o por
sus dotes va a tener éxito donde otros fracasan.
¿Cuál es el perfil medio de persona que acude a su consulta en Pumarín?
Es muy variado. Las salas de espera psiquiátricas son hoy un sitio muy confuso. Yo suelo poner En la consulta de salud mental de Pumarín está censada la mitad del barrio: 20.000 personasel
ejemplo del coche escoba para decir que la psiquiatría recoge todo el
malestar que no recoge el resto de la medicina: todos los malestares que
no caben en otro sitio confluyen en el psiquiatra, y hay mucho de
falsas esperanzas por parte de los enfermos en consonancia con falsas
promesas por parte de los psiquiatras. En una sala de espera
psiquiátrica hay desde los locos de toda la vida y hasta personas con
esas nuevas ansiedades que tienen que ver con el trabajo, con el
malestar diario; desde meros quejicas hasta depresivos graves, con mucho
sufrimiento. También hay muchas personalidades narcisistas. Ésa es la
nueva gran patología. Todos los cuadros están teñidos de narcisismo.
Tiene dicho que la mitad del barrio de Pumarín está censada en su consulta.
Sí, sí. De cuarenta mil personas, más de veinte mil. Y eso sin contar a los niños que van a salud mental infantil.
¿Qué porcentaje de esas personas tiene problemas psiquiátricos reales?
Problemas
psiquiátricos, todos, porque si los sienten como tales lo son.
Patologías graves, muy pocos. No llega al diez por ciento. El número de
grandes locos de la psiquiatría clásica, las personas con grandes
psicosis o grandes depresiones, los maníacos, etcétera, no ha variado
gran cosa. Ni aumenta, ni disminuye.
¿Trata a todo el
mundo que se acerca a su consulta, o hay gente a la que le dice: «Mire
usted, está completamente sano, váyase a su casa»?
Sí,
sí. Tengo varios artículos sobre la utilidad de la depsiquiatrización y
el diagnóstico de no enfermedad mental. Es una de las poquitas cosas en
las que me ha hecho caso algún compañero. Tenemos un pequeño grupito en
la AEN sobre eso.
¿Cómo reacciona el paciente al que se le
diagnostica que está sano? ¿Se va a su casa contento o, como Manuela de
Madre, busca a otro psiquiatra que le diga que está enfermo?
Los sensatos se alegran mucho y si se van a su casa. Pero sí, hay insensatos que se cambian de psiquiatra.
¿Suelen encontrar a uno que les diga que sí están enfermos?
El que busca, normalmente encuentra, sí.
¿Va a acabar explotando esta sociedad histérica de alguna forma? ¿Va a haber un colapso?
Es
difícil futurizar. Los procesos sociales en general son lentos, y los
cambios para bien lo son más. El capitalismo tiene tal capacidad de
innovar, de inventar juguetes nuevos, que la capacidad de frenar es
lenta.
Frenar la locomotora
Tiene defendido, y su hijo César apunta en la misma dirección en su recién publicado Capitalismo canalla,
que, frente a lo que sostenía el marxismo tradicional, el arcaísmo es
progresista; que la Iglesia, la familia, las tradiciones, no son
cárceles de las que tenemos que huir, sino hogares a los que debemos
regresar.
Es una idea que no es ni mía ni de César, sino de Walter Benjamin.
Benjamin explica que una de las ideas claves del capitalismo en las que
cayó el movimiento obrero es la de la historia como una locomotora que
va siempre hacia delante; que hay un mejoramiento progresivo de las
cosas y que esa locomotora del progreso a veces atropella florecillas en
su camino, pero las atropella para bien. Marx ve como
positivo que el capital destruya la familia y el pueblo y nos haga
cosmopolitas. El obrero no tiene ni familia, ni pueblo, ni amigos porque
debe estar Benjamin decía que no hay que echar carbón en la locomotora del progreso, sino el frenopermanentemente
disponible para el mercado: si el mercado le llama a trabajar Málaga,
el obrero debe dejar todas sus redes e irse a Málaga. Y Marx ve esa
ruptura de los viejos vínculos como positiva. Es epicúreo en vez de
aristotélico y dice: «Los capitalistas nos han adelantado el trabajo de
destruir las viejas relaciones para que nosotros podamos crear un mundo
nuevo de solidaridades universales». ¿Para qué necesitas un amigo si
cualquiera va a ser tu amigo?
El capitalismo acaba con los
viejos vínculos destruyéndolos por completo para convertirnos en
individuos y el socialismo refundirá a esos individuos en un solo
vínculo universal.
Sí, no es que no vea el desastre que
supone una mera destrucción de los viejos vínculos, sino que espera que
rapidísimamente se cree una nueva solidaridad internacional. El Manifiesto comunista es
un análisis perfecto de la realidad: sólo falla en esa confianza en un
nuevo modelo de socialización superior que finalmente no se produjo. La
destrucción capitalista de las viejas redes no fue compensada con la
creación de una sola red universal y hoy estamos en esta sociedad que
describe Bauman, en la que todo ha sido licuado y el
modelo normativo de identidad es alguien completamente aislado de los
demás, que sólo establece lazos superficiales y utilitarios y que traba
cada relación preguntándose: «¿Cuánto me da? ¿Cuánto pierdo?»: un
inferno. A mí no se me ocurre mejor definición de infierno que ésa.
En Marx había la misma candidez que en los antipsiquiatras.
Sí,
sí, efectivamente. Una candidez mucho más grave (risas). ¿Para qué
necesitas un artista, decía también Marx, si todos vamos a escribir como
Shakespeare? Es lo de Althusser: El porvenir es largo,
el porvenir tarda en llegar. A mí me interesó mucho esa idea.
Efectivamente, puedes estar esperando el porvenir y que mientras tanto
tu vida sea un auténtico desastre, como la suya. ¿Qué sentido tiene eso?
«Te llaman porvenir, porque no vienes nunca», decía Ángel González.
Eso es, sí.
La
idea, entonces, es que, puesto que el nuevo vínculo universal no ha
sido posible, hay que poner en marcha un plan B que consista en regresar
a los viejos vínculos comunitarios arrasados por el capitalismo.
Algo
así, sí. Como decía, Walter Benjamin es el primero que dice que no hay
que echar carbón a la locomotora del progreso, sino echar el freno de
mano. El nazismo, al fin y al cabo, fue un movimiento progresista basado
en Darwin y en la ciencia moderna. Los nazis se
consideraban socialistas y tenían esa misma idea de que el capitalismo
les había hecho el trabajo sucio de destruir lo viejo para que ellos
crearan lo nuevo. Benjamin es el primero que ve claras las catástrofes a
las que lleva esa idea de progreso indefinido y que no tiene mucho
sentido sacrificar a media humanidad para alcanzar el paraíso, y su idea
es frenar. A mí esa idea me deslumbró. «¡Vaya listo que es este hombre
que en pleno bolchevismo se da cuenta de esto!», me dije (risas).
¿La revolución es no hacer la revolución?
La
revolución es destruir lo que haya que destruir pero conservar lo que
haya que conservar; sedimentar esa sociedad líquida, abandonar el
epicureísmo y esa concepción falsamente progresista del individuo sin
raíces y regresar a la tradición aristotélica y a esa concepción de que
somos animales sociales que necesitan vínculos estables y relaciones que
nos complementen y de que ante el sufrimiento que nos provoca el
trabajo o la muerte de un ser querido lo que nos protege son esas redes
sólidas y no un psiquiatra. El capitalismo nos dice: «Tú a lo tuyo y si
te vienen mal dadas ya habrá un psiquiatra o un psicólogo que te eche
una mano; no necesitas ni vecinos, ni amigos, ni redes sólidas». La
revolución es acabar con eso y hacer que prevalezcan las necesidades
naturales sobre las del mercado.
En alguno de sus escritos pide «recuperar el alma».
Sí,
recuperar los sentimientos profundos de antes frente al interés y al
utilitarismo de ese hombre que hace un análisis económico de toda
situación. Devolver a la superficie esos estratos profundos de lealtad y
de las viejas virtudes aristotélicas: la amistad, no traicionar al
amigo, ser digno de la amistad del otro, etcétera.
En
cualquier caso, ¿no eran la Iglesia, la familia tradicional y las
tradiciones precapitalistas en general instituciones represoras y
causantes de otros problemas psiquiátricos no menos graves que los que
genera el capitalismo neoliberal?
Lo eran, pero ahora se
han licuado tanto que han dejado de serlo. Los viejos poderes que tenía
la Iglesia para formar esa patología que era la rigidez de la familia
ya no existen. Antes sí, todo era pecado e ibas al infierno si
practicabas el sexo; hoy no. Para la Iglesia de hoy ya no hay infierno y
ya no hay pecado o apenas lo hay (risas). En el siglo XIX y a
principios del XX, naturalmente que la Iglesia era una de esas
instituciones totales que amarraban la vida, que reprimían, pero
actualmente ese papel represivo se ha licuado y lo que queda es lo que
la Iglesia también tenía de estructura de acogimiento y de ilusión
utópica, el opio que decía Marx. Antiguamente, pese a que el suicidio
era un pecado grave, había más suicidas entre las personas religiosas
que entre las irreligiosas. En los estudios epidemiológicos del suicidio
que se hacen en la actualidad, sin embargo, la religión es un factor de
freno.
Es decir, aquello era malo, pero era menos malo que esto y mientras encontremos otra cosa no es un mal parche.
Hoy
la Iglesia es un factor de resocialización. Yo creo que el gran Mal, el
Satán absoluto, es el individualismo, ese trepa que va a lo suyo. Entre
pasar un domingo yendo al rastro a ver si engañas a un gitano y compras
algo más barato y pasarlo en la Iglesia oyendo en grupo algunas
palabras de solidaridad, de que hay que estar con los pobres, etcétera,
yo creo que es mejor esa segunda opción. La Iglesia te puede amargar la
vida también, sí; te puede decir que no te puedes casar una segunda vez o
que ser homosexual es pecado, pero ya digo que me parece que existe ya
una tolerancia de tal amplitud que esa parte represiva que debió de ser
horrible ya apenas existe y que ahora predomina la parte de afiliación,
de grupo. Eso se ve muy bien en los servicios de asistencia que se ponen
en marcha en las catástrofes naturales y en los grandes atentados
terroristas. Siempre les va mucho mejor a los que piden cura que a los
que piden psicólogo. El psicólogo es hoy uno y mañana otro y cada uno
tiene su ideología, mientras que el cura responde a una tradición que te
suena, en la que te criaste y por la que te sientes más acogido.
Usted
ha contado alguna vez que, tras el 11-M, a la gente que pidió cura le
fue mejor que a la que pidió psicólogo, y que los propios psicólogos
tuvieron que ir después al psicólogo ellos mismos.
Sí,
sí. También hubo grupos intermedios de solidaridad ciudadana que se
crearon sin psicólogo y sin cura, meras agrupaciones espontáneas de
personas con familiares muertos que se juntaron para hacer excursiones y
demás, a los que les fue muy bien.
Su tradicionalismo, en
resumen, no es regresar a la Iglesia de hace doscientos años, sino ir a
la de ahora, y no necesariamente ir a la Iglesia, sino a la institución
resocializadora que más le valga a cada cual: el sindicato, el club
deportivo…
Eso es, eso es. Que cada cual busque el grupo
acogedor con el que más se identifique. La Iglesia puede ser un factor
de resocialización tan bueno como cualquier otro si a alguien le sirve
como tal. Es verdad que, claro, en Europa ese factor de resocialización
viene metido en un paquete ideológico difícil de acoplar con la
modernidad. En Estados Unidos la religión sí es un factor progresista,
al menos en parte. Hay todo un movimiento asombroso de cristianos
renacidos y En la Cimavilla de mi infancia había un ambiente muy protector, muy colectivo toda la izquierda de Obama
está ligada a movimientos religiosos: anabaptistas, cuáqueros —que
fueron también los primeros antiesclavistas—, etcétera. En los ambientes
progresistas de Estados Unidos es una rareza no bendecir la mesa:
cuando te invitan a comer y, en el momento de bendecir, les dices que no
sabes, te miran como a un bicho raro. «¡¿De dónde ha salido este
bárbaro?!» y tal (risas). En Europa no es así, pero también eso está
cambiando, al menos en parte y con este papa. En este sentido, a mí me
ha parecido muy interesante su interés por el ecologismo. Esa encíclica
en la que logra integrar las ideas ecologistas en el mensaje ese
evangélico de que Dios nos dio la Creación para que la cuidáramos y no
para que hiciéramos de ella un basurero me ha sorprendido y me ha
parecido muy interesante. Los propios ecologistas han empezado a usarla
como texto programático.
¿Es usted creyente?
No, no, no. Yo estoy en algún lugar de esa amplia faja que llamamos agnosticismo.
¿Es usted creyente?
No, no, no. Yo estoy en algún lugar de esa amplia faja que llamamos agnosticismo.
Usted
es importante e interesante como psiquiatra, pero también como figura
histórica de la izquierda gijonesa. Pasemos a abordar esa parte de su
biografía, pero empecemos por el principio. Nace en Gijón en 1948. ¿En
qué familia? ¿En qué Gijón?
Nazco al final de esta calle [Rendueles
hace un vago ademán en dirección a las grandes y luminosas ventanas del
salón de su casa, al otro lado de las cuales se extiende la playa de
San Lorenzo y lo que los gijoneses conocen como el Muro aunque su nombre
oficial sea calle Rufo García Rendueles], en la Academia España.
Mi padre es profesor de esa academia y de la Escuela de Peritos y mi
madre trabaja en Correos. Clase media, media-baja. Vivimos una temporada
en la propia Academia España y yo me crío en ese territorio fronterizo
entre Cimavilla y Bajovilla. Nado con el Club de
Natación de Cimadevilla, mis amigos son los de la Academia España y
también voy al Club de Regatas, que es el sitio pijo de Gijón pero del
que mi padre es socio. Gijón, entonces, es una ciudad muy de calle. Yo
recuerdo jugar al fútbol en plena calle San Bernardo, al lado de la
Plaza Mayor. Apenas pasaban coches. La playa era otro de esos
territorios del que nos adueñábamos los críos, y Cimadevilla entonces
era un barrio-barrio y otro de los escenarios de mi infancia.
Nadie que haya conocido aquella Cimadevilla la reconoce hoy. Las casas
no estaban cerradas; era todavía como esos pueblos en los que las casas
tienen tarabica para entrar. La vida allí estaba muy poco
individualizada, muy colectivizada. Allí donde te pillaba la hora de
merendar, cualquier vecino te daba un trozo de pan con manteca. Era un
ambiente muy protector. Los críos salíamos de casa a las cinco y
estábamos horas fuera sin que nadie te preocupase, porque no te podía
pasar nada. Todos los vecinos te protegían; nada que ver con esa
individualización de cada uno en su casa y actividades extraescolares
controladas. Todo eso no se conocía entonces. Ojo, igual que todos los
vecinos te protegían, también todos los vecinos te pegaban. Si armabas
alguna, cualquiera te podía dar una patada.
Y también pasaban cosas como
una vez que apareció por el barrio un marica de aquéllos a los que
entonces se tenía tanto miedo y salieron varios tenderos a darle una
paliza.
Era una sociedad con sentido de lo colectivo para bien y para mal.
Sí,
sí. Una sociedad parecida a la que tenían en la cabeza Basaglia y el
movimiento antipsiquiátrico. Pues bueno, mi infancia es ésa. A los once o
doce años nos cambiamos a Marqués de San esteban y ahí ese ambiente
persiste un poco, pero ya cambia. También jugamos al fútbol en la calle,
debajo de los Arcos, pero ya es otra cosa.
Su educación
política está vinculada a una figura emblemática: la del filósofo
anarquista José Luis García Rúa. ¿Cómo recuerda aquellas clases en la
calle Cura Sama? ¿Qué poso dejaron en usted?
Yo a Rúa
lo tengo de profesor ya en la Academia España, antes de Cura Sama. Lo
empiezo a ver en tercero de bachiller. Era un profesor deslumbrante en
todo. Hasta tenía una voz increíble: recuerdo muy vívidamente, por
ejemplo, cómo cantaba un poema de García Lorca. Para un
crío como yo —en tercero de bachiller debía de tener doce o trece
años—, era absolutamente deslumbrante. Tan deslumbrado quedé que,
efectivamente, después de yo dejar la academia, donde sólo se podía
estudiar hasta cuarto y de donde paso al Instituto Jovellanos, seguí
yendo a Gesto, a la academia Cura Sama, a su casa y a todas sus
conferencias. En su casa fue donde se empezó a forjar un poco la
resistencia. Recuerdo lo mal vistos que estábamos los que dábamos clase
con Rúa por algún profesor del Instituto Jovellanos, básicamente por el
de religión. Mi relación con Rúa continúa hasta que me voy a Salamanca y
rompo, de alguna manera, con él. Políticamente, digo: la amistad
siguió.
Se refiere, entiendo, a su paso al PCE, que tuvo que gustar poco a un anarquista como Rúa.
Él
era muy anti-PCE, muy anticomunista. Recuerdo bien la conversación que
tuvimos cuando empecé a militar en el PCE. Comenzó en el Manacor, siguió
con él acompañándome hasta casa y continuó después conmigo
acompañándole a casa a él. Parecía una conversación interminable. Él
había conocido a Santiago Carrillo y a la dirección del PCE en París y le parecían gente muy maquiavélica.
¿Qué o quién le llevó a las filas del PCE?
Fue en Salamanca, adonde me fui a estudiar medicina y donde había un ambientillo conspirativo que era una especie de caos revolutum,
una sopa de siglas. Estaba la FUDE, que era el caladero común de todos
los grupos, y luego había un poquito de FELIPE, los prochinos y los de
Carrillo. Había que escoger y el PCE era lo más realista dentro de lo
poco realista que era todo. Caías ahí un poco por decantación. Las del
PCE eran las únicas siglas que persistían en la Universidad un curso
tras otro. A los demás grupos, la policía los deshacía enseguida, pero
la estructura del PCE se conservaba. Cuando te pillaban aquellos
salvajes de la Brigada, como me pillaron a mí una vez en una de aquellas
protomanifestaciones, después de la cual me hostiaron en un portal, el
PCE te protegía. En general parecía lo más posibilista, lo más sensato.
También en el análisis de la realidad. Los prochinos decían que la fase
burguesa ya estaba superada y que era inminente la proclamación de una
república popular antimonopolista y no sé qué más, mientras que el PCE
hablaba de la proclamación de una república democrática y
antiimperialista. Cuando yo entré, Carrillo acababa de sacar aquel libro
titulado Después de Franco, ¿qué?, y ahí
exponía esa teoría que era un poco menos disparatada que la otra. Por
otro lado, otra cosa que tenía el PCE era presencia en toda España. Yo
empiezo en Salamanca, pero inmediatamente me encuentro aquí, cuando
vengo, un PCE igual de organizado: conozco a Tini Areces, a Pin Torre, a Horacio Fernández Inguanzo…
O
sea, menos por ideología que por pragmatismo. Se entraba en el PCE
porque era la organización que más eficazmente luchaba contra el
régimen.
Sí, un poco por eso. Había mucho de farol, en
todo caso. Viendo todo aquello en perspectiva, uno se da cuenta de que
en todos los grupos, también en el PCE aunque menos, había una especie
de delirio, de pérdida de la realidad. Todo en Carrillo era un farol, un
constantemente aparentar más de lo que había en realidad.
Su transición del anarquismo al comunismo, ¿fue larga y costosa mentalmente, o se trató de un proceso rápido?
No,
no, fue larga y costosa, y como dicen los jesuitas con reserva moral
(risas). Para mí aquello fue una especie de sacrificio militar. Seguía
considerándome bastante libertario, y no dejaba de ver que no había
comparación entre Rúa y aquéllos que repetían como loros lo de Santiago
Carrillo. Había una diferencia clara. La había en Salamanca y la había
aquí en Asturias. No había grandes intelectuales en el PCE. En
Salamanca, además, yo estuve cerca también de Enrique Tierno Galván,
que era profesor allí. Justamente en el año en que lo expedientaron, yo
iba a un seminario que daba los miércoles en el Departamento de Derecho
Político. Me llevaba bien con él. Recuerdo que una vez tuvo la
paciencia angelical de aguantar una disertación mía, llena de
disparates, sobre Materialismo y empiriocriticismo, de Lenin (risas).
Era un seminario legal y era muy divertido, porque iban dos de la
Brigada Político-Social. Iríamos dieciocho o veinte personas y allí
estaba la Social tomando notas y tal. El caso es que Tierno Galván era
una figura muy deslumbrante, y también contrastaba mucho con los
intelectuales orgánicos del PCE. A mí me invitó a participar en una cosa
que tenían en Madrid él, Raúl Morodo y los que luego
conformaron el PSP, una especie de tapadera que se llamaba La Corchera
Ibérica. Funcionaba en una oficina de Madrid que debía de estar
vigiladísima.
Escribió sobre Santiago Carrillo, justo después de su muerte, un artículo en Atlántica XXII
en el que presentaba a Carrillo como el líder supremo de una secta
milenarista que devoró a los mejores de su generación atrayéndolos a su
seno con análisis disparatados de la realidad.
Sí, sí,
es lo que te digo del farol. Carrillo no tenía el carisma de un líder
sectario: yo sólo le vi una vez en la clandestinidad en París y todo el
carisma que tenía era un cuadro de Picasso. Lo que sí
tenía de líder de secta era que se inventaba las cosas. Se había visto
una vez con no sé qué militar y ya en las fuerzas armadas había una gran
estructura de militares demócratas. Se había visto una vez con alguno
del posfranquismo y ya había hecho la reconciliación nacional. A eso me
refería con lo del farol. Era todo el rato: «El franquismo está
cayendo», «El año que viene es el de la democracia», «La ruptura
democrática es inminente», etcétera. Un poco lo de los judíos: «El año
que viene, Jerusalén».
Mi artículo iba un poco por ahí. Los enviados de
Carrillo acentuaban eso todavía más, y en lugar de someter esos
disparates a crítica, como Claudín y algún otro, y
decir que el franquismo no era esa catástrofe social y ese fracaso que
se describía, sino un sistema que estaba creando, con sus planes de
desarrollo, una clase social bastante agradecida, lo que nos describían
continuamente era un ascenso radical de las fuerzas revolucionarias. El
colmo, la cosa que a mí me pareció más inmoral y más cabrona, fue un
artículo que Carrillo publicó en Mundo Obrero a finales de los
sesenta y en el que llamaba a los comunistas a «salir con las banderas
desplegadas». ¡Salir con las banderas desplegadas en un país en el que
no sólo te caían hostias de la Político-Social, sino que las porteras y
los barrenderos corrían detrás de ti para darte con la escoba cuando
intentabas repartir panfletos (risas)! En parte era el miedo lo que
motivaba los escobazos, pero en una parte no menor lo que sucedía era
que a la gente le entusiasmaba menos nuestra revolución que el
franquismo. En general, entre el pueblo español que describía Carrillo y
la realidad había un abismo, y esos faroles llevaron a media generación
mía a la cárcel. Muchos compañeros míos no volvieron a la medicina.
Usted
descubrió que el Ejército no era ese bastión democrático que describía
Carrillo cuando lo enviaron a hacer el servicio militar a La Gomera.
Sí.
Yo había pasado por la Brigada en un estado de excepción, había sido
deportado y había estado en la cárcel, y cuando llegué a la mili
me dije: «Bueno, esto es pan comido». ¡Los huevos! No lo pasé tan mal
en ninguna de esas estructuras como con los militares. Lo de Tejero a mí
no me extrañó nada de nada, porque ése era el ambiente. Los jefes me
decían: «En mi época a ti te hubiéramos ahorcado y ahora no podemos,
pero ya verás como conseguimos que no salgas vivo de aquí». Eso eran los
militares, y ésa era la realidad española y no la que contaba Carrillo.
Luego, ya en la Transición y después, siguió contando faroles: que todo
habían sido el joven príncipe y él en París conspirando y demás. A eso
obedecía un poco el artículo de Atlántica: a explicar que la
democracia había sido mucho más una concesión del franquismo cuando se
sintió seguro que una consecuencia de nuestras luchas o de las
conspiraciones de Carrillo.
De ese artículo, la parte que
me parece más interesante es aquélla en la que explica cómo esos
análisis disparatados de la realidad seguían siendo creídos por los
militantes después de demostrarse falsos, tal como sucede en las sectas.
Eso está muy estudiado en psiquiatría y en psicología. Se llama disonancia cognitiva, y el concepto fue formulado en los cincuenta en When prophecy fails, un estudio muy famoso del psicólogo social estadounidense Leon Festinger.
Festinger y su equipo se infiltraron en una secta milenarista para
estudiarla desde dentro después de ver en un periódico local un anuncio
de la propia secta en el que se comunicaba que un alienígena del planeta
Clarión, que era la nueva identidad de Jesucristo, había revelado a un
ama de casa de Chicago, Dorothy Martin, que habría un
cataclismo inminente que destruiría la Tierra y que algunos elegidos
podrían salvarse del desastre subiéndose a una nave espacial enviada
desde Clarión.
Rediós.
Sí (risas).
¿Qué sucedió entonces?
Festinger
y su equipo lanzaron la hipótesis de que, cuando el día señalado el fin
del mundo profetizado no llegase y la secta se enfrentase al dilema de
abandonar o no sus creencias, el sistema de creencias no sería
abandonado, sino que saldría paradójicamente reforzado. Para
comprobarlo, se colaron en la secta y el día señalado como del fin del
mundo se fueron a esperar el fin del mundo en una especie de comuna
junto con sus miembros: personas que habían dejado sus trabajos, sus
estudios y a sus familias y se habían desprendido de su dinero y sus
posesiones, y personas que no eran gente analfabeta, sino hombres y
mujeres de todo tipo y nivel cultural: cirujanos, sociólogos, etcétera.
Lo que pasó fue que, evidentemente, el mundo no se acabó, y entonces
sucedió exactamente lo que Festinger había predicho: el sistema de
creencias no fue abandonado, sino que salió fortalecido. Los miembros de
la secta negaron la realidad diciéndose a ellos mismos que el fin del
mundo no se había producido gracias a que habían rezado mucho y habían
conmovido a Dios, y que por lo tanto había que seguir predicando la
buena nueva. Disonaron, y el caso es que dicen que ése es un proceso que
nos ocurre continuamente. Parece ser que los humanos aguantamos muy
poca realidad.
Todos disonamos en mayor o menor grado.
Sí,
todos tenemos disonancia cognitiva. Es un sesgo de pensamiento muy
común. Los emprendedores que describíamos antes, esas personas ciegas a
los riesgos reales, lo tienen. Hay economistas premios Nobel que lo
tienen; gente que no acertó ni una con respecto a la crisis económica
pero no cambió su sistema de creencias después de que se demostrara su
error, sino que se dijo: «Bueno, pero casi acertamos» y tiró
para adelante. Lo lógico sería abandonar una creencia que se ha
demostrado falsa, pero en realidad es muy raro que el error baje de la
burra a nadie. Todos los estudios que consisten en hacer ecuaciones
complejísimas para poner razón en sistemas probabilísticos que no la
tienen están en relación con la disonancia cognitiva. Ves una chica con
libros y gafas que pasa y por ahí y te preguntan: «¿Qué es,
bibliotecaria o dependienta de supermercado?». Seguro que dices que es
bibliotecaria, pero seguramente sea dependienta, porque por cada
bibliotecaria hay sesenta empleadas de supermercado. En la Tenía que ir todos los días a la Social, y a la altura del Dindurra siempre me entraba diarreamedida
en que te saltas las leyes de probabilidad, estás incurriendo en
disonancia cognitiva. La disonancia cognitiva se usa mucho también en la
teoría del periodismo y la información; todo eso del análisis de
marcos: «Con esta medicina hay un 40% de muertos» frente a «Con esta
medicina hay un 60% de curaciones». Te dicen exactamente lo mismo pero
si el marco es la curación seguro que te tomas la medicina, mientras que
si el marco es la muerte no.
¿Cuál era el razonamiento, el «como hemos rezado mucho, Dios se ha apiadado de nosotros», de los militantes del PCE?
Pues
uno muy similar al de los miembros de aquella secta: aunque la
manifestación del Primero de Mayo haya sido minúscula, gracias a
nuestras acciones, gracias a nuestros centenares de detenidos, aunque la
democracia no haya llegado hoy pronto veremos a Franco en el exilio.
¿Llegó usted a estar en la cárcel?
Sí,
sí. En un estado de excepción. A mí me juzgaron dos veces en Orden
Público y las dos me abolieron, pero en un estado de excepción allí en
Salamanca cogieron a quince o dieciocho y nos metieron en la cárcel.
Después nos deportaron. A mí me mandaron a Gijón. Tenía que ir todos los
días a sellar a la Social, que estaba por donde Los Patos, y recuerdo
que cuando iba siempre me entraba diarrea a la altura del Dindurra
(risas). Siempre estaba por allí [Claudio] Ramos tocando los huevos y amenazando.
Volvamos a su convulsa mili.
Su experiencia en La Gomera explica en gran parte su activa vinculación
posterior a un movimiento hoy algo olvidado: el de los insumisos de la
era González.
Aquello fue un ajuste de cuentas, sí. Me
sentí sobreimplicado en lo de la insumisión. Todavía ahora acabo de
escribir el epílogo al libro que acaba de publicar un antiguo insumiso, Carlos Fueyo Tirado: Diario de un insumiso preso. En ese epílogo hago un resumen de cómo viví yo aquella época.
Hablaremos
más tarde de ello. Hábleme antes de su experiencia en La Gomera. Aparte
de aquel general que quería ahorcarlo, ¿qué mas recuerda?
Recuerdo que la mili era
horrorosa, pero mejor que el campamento, es decir, aquel período de
instrucción que se hacía aquí en Asturias antes de que lo enviaran a uno
adonde fuese. Era una experiencia parecida a la de los manicomios.
Recuerdo que llegamos a El Ferrol cada uno vestido de una manera y con
el pelo de una manera y que entonces nos hicieron pasar por unas duchas
como las del ganado en California, una especie de laberinto. Al final no
reconocía a los amigos con los que había venido. Recuerdo preguntar:
«¿Dónde está Dizy —un amigo mío—?» , y que Dizy, a mi
lado, me dijera: «¡Soy yo, idiota!». No lo reconocía. Su identidad había
desaparecido por completo. La cárcel no lograba eso. En la cárcel
seguías vestido igual y seguías conservando tu identidad. Mi primera
impresión terrorífica de la mili fue ésa: la desidentificación. Te asignaban un número y el tiempo se alteraba por completo. Y luego lo terrible de la mili
era la indefensión absoluta. Como todo estaba reglamentado, por todo
podías meter la pata. Si no llevabas la gorra te empuraban, pero si la
llevabas de lado te empuraban también. Si saludabas con demasiado
ímpetu, te empuraban. Y todo así. Y la insolidaridad. Lograban crear una
insolidaridad absoluta.
¿Entre los reclutas?
Entre los reclutas, sí. Todo el mundo robaba. En la cárcel no robaba nadie; en la mili robaba todo el mundo. No podías dejar algo en un sitio sin que te desapareciera. Con los chivatos pasaba lo mismo: los chivatos en la cárcel se la jugaban, pero en la mili eran lo normal. En general, para mí la cárcel fue una experiencia muchísimo menos traumática que la mili.
Lo que era un castigo era peor que lo que era parte de la vida de todo el mundo.
Sí,
sí. En la cárcel, por ejemplo, recuerdo que cuando nos mandaban comida
de fuera la compartíamos con todos los compañeros, políticos o comunes, y
que los comunes querían fregar los platos por nosotros. En la mili
era justo lo contrario: una insolidaridad total. Lograban crear una
institución total, como los manicomios que describía Goffman. Y luego La
Gomera, donde acabé, era una cosa como colonial, como debían de ser las
tropas coloniales. Allí estábamos castigados todos, desde el jefe más
alto hasta el último oficinista. Nadie contaba nada, pero se adivinaba.
De Don Germán, que era como se llamaba el comandante,
uno de la oficina sí que me llegó a contar que tenía una querida no sé
dónde y que lo habían mandado a La Gomera por eso. Todos estábamos allí
castigados por algo. Físicamente no se estaba muy mal, porque era una
isla preciosa y una comandancia pequeña, pero no dejaba de ser un mundo
chiflado y absurdo: nuestra labor era vigilar la pesca clandestina y a
unos pesqueros rusos que había y que a lo único que iban a La Gomera era
a emborracharse hasta la muerte. Teníamos que estar allí con unas
escopetas por si los rusos invadían aquello, y el comandante, Don
Germán, estaba obsesionado con demostrar que era más que yo que era
médico pero había acabado allí igual que él, y nos llevaba a cada poco a
pegar tiros. Él tiraba muy bien y yo no, y me machacaba con eso.
«¡Mira, el médico!», y tal. Aquel animal gastaba tantas balas que luego
había que falsificar las cifras. Era un mundo, aquél, muy absurdo en
general, y además vivíamos con el miedo a que, como La Gomera pertenecía
a África, en cualquier momento nos enviaran a Sidi Ifni o al Sáhara. Yo
no he visto una cosa más horrible en la vida. Lo de La conjura de los necios me parece la mejor descripción.
Vive la muerte de Franco en Gerona. ¿Cómo lo recuerda? ¿Brindó con champán?
Recuerdo que estaba de guardia y que vino en moto Cristóbal Colón,
el psiquiatra, que era cuidador entonces y ahora es empresario de unos
yogures muy buenos que hace con enfermos mentales, gritando: «¡Ya murió,
ya murió!». Y recuerdo a la que era, por así decir, la aristocracia del
manicomio, que eran personas muy cercanas a las monjas y a algunas
enfermas llorando: «¡Ay, ay, ay, que se ha muerto el Caudillo!», y tal
(risas). Y sí, brindamos con champán. Había una cita en un sitio de
Gerona que se llamaba La República para en cuanto muriese Franco hacer
una cena allí. Era una cita informal. Esa noche fuimos y, aunque no nos
conocíamos, los del PSUC, los del PSC, los de Reagrupament y demás, que
estábamos en mesas distintas, nos fuimos cruzando invitaciones de
champán. La de Gerona fue la parte de mi militancia en el PCE, allí el
PSUC, que viví más a gusto. El ambiente catalán era bastante más rico,
más plural, muy distinto al de aquí. Había un movimiento real. Asturias
tenía fama allí, por las cuencas y eso, pero lo de Asturias no dejaban
de ser dos obreros de aquí y de allá. En Gerona era otra cosa: allí sí
había una resistencia popular de todo el pueblo. También estaba la
burguesía ilustrada nacionalista. En general todo era mucho menos
familiar, mucho menos sectario que aquí. Yo recuerdo que toda la ciudad
leía Mundo Obrero, y que había quien no te lo compraba y te
decía que era anticomunista, pero aun así dialogaban contigo. Supongo
que tendría algo que ver el hecho de que Gerona es un lugar fronterizo:
estabas a cincuenta kilómetros de Francia y todo el mundo conocía pasos.
Yo fui alguna vez. No tenía pasaporte, pero en Gerona era habitual que
los grupos de montaña fuesen a Perpiñán, y yo fui alguna vez con ellos.
Estaba chupao, chupao, y eso influía mucho en ese
ambiente más libre. Por ejemplo, nos llevábamos muy bien con los curas, y
no sólo con los curas obreros que podía haber también aquí, sino con el
director del Seminario y con gente próxima al nacionalismo catalán que
nos recibieron estupendamente. También había militares demócratas: uno
que hizo prácticas de psicólogo con nosotros luego resultó ser de los de
la UMD. Todo eso que decía Carrillo de España, en Cataluña sí que se
aproximaba, en los últimos años, remotamente a la realidad.
En Cataluña siempre ha habido un sustrato libertario muy importante, que hoy vemos manifestado en la CUP y en el adacolauismo.
Sí, sí.
Deja
el PCE en la mítica asamblea de Perlora pero, a diferencia de José
Ramón Herrero Merediz o Vicente Álvarez Areces no pasa al PSOE. No lo
hubiera hecho «ni cargado de duros», dijo entonces. ¿Intentaron cargarlo
de duros? ¿Tiene la certeza de que el PSOE cargó de duros a alguien?
Sí,
sí (risas). Hombre, no tanto de duros, pero alguna oferta de cargos sí
que tuve. Y no la cogí por la misma razón por la que dejé de ser
carrillista: ya era perro viejo y no me creía cómo vendía el PSOE sus
intentos de atraerme a mí y a otros. El PSOE decía que la derecha y el
neofascismo estaban a la vuelta de la esquina y que había que ayudar al
PSOE para ponerles una barrera. Yo ya estaba muy resabiado y sabía que
aquello era un disparate que no se correspondía con la realidad. Lo que
sucedía era que, como el PSOE no había tenido organización en la
resistencia y ahora, aunque había crecido rápidamente y empezaba a
ocupar las Administraciones, tampoco la tenía, podía hacer un toque de
campana general y acoger a todo el que quisiese apuntarse. Quien
quisiera un cargo del PSOE lo tenía asegurado, porque había muchísimos
cargos que cubrir.
No es que me lo ofrecieran a mí, sino que había una
oferta general de puestos. Por poner un ejemplo cercano, la inmensa
mayoría de quienes habíamos sido directivos de la Asociación Española de
Neuropsiquiatría acabó teniendo cargos gerenciales o de otro tipo con
el PSOE. Yo hice al respecto un estudio que titulé «De conspiradores a
burócratas» y publiqué en un libro de historia de la psiquiatría que se
hizo. Algún disgusto me costó. En él explicaba, con nombres y apellidos,
que más de un noventa por ciento de los miembros de las sucesivas
directivas de la AEN había acabado detentando cargos de confianza en las
diferentes administraciones del PSOE. Aquello fue el fin del movimiento
antipsiquiátrico en la medida en que todos los antipsiquiatras se
convirtieron en gerentes o en cargos diversos en ministerios y demás.
Por ejemplo Pepe García, que había sido una de las figuras más
importantes del movimiento antipsiquiátrico, acabó de consejero de
Sanidad.
¿Por qué dejó el PCE? El casus belli de
aquella asamblea fue la propuesta carrillista de abandonar
estatutariamente el marxismo-leninismo, aunque el hecho de que Areces y
quienes abandonaron el partido entonces ingresaran rápidamente en el
PSOE invita a pensar que lo del leninismo era una simple excusa. ¿Fue
usted uno de los que se creyeron que la disputa era por eso y de los que
dejaron el partido por ello y no para disimular un transfuguismo?
Lo
que a mí me pasó fue que estaba ya bastante desencantado. Seguía
militando más que nada por hábito, por costumbre, y Perlora fue para mí
una de esas situaciones como la de Don Juan Tenorio: «Inservible lo
dejasteis para vos y para mí» (risas). Aquello fue el remate. La cosa ya
no tenía ni pies ni cabeza. El leninismo fue la excusa, sí; la realidad
era una querella familiar de Gerardo [Iglesias] y
Horacio [Fernández Inguanzo] contra Tini [Areces] y Pin Torre. Todo muy
endogámico y muy disparatado. Yo, como era muy amigo de Tini y de Pin
Torre, caí un poco de ese lado, pero sin ningún entusiasmo ideológico ni
leninista ni socialista. Rompía porque veía clara la imposibilidad
organizativa y que seguían con esos modelos de farol de seguir creyendo
en lo increíble. Después de Perlora seguí colaborando, y cuando se creó
Izquierda Unida fui un par de veces candidato independiente en alguna
lista. Me parecía que era una buena idea. Gerardo Iglesias, sin ser una
eminencia y teniendo una preparación cultural muy limitada, tenía mucho
olfato político. Ahora se dice que aquella Izquierda Unida que Gerardo
tenía en la cabeza se parecía mucho a lo de Podemos, y yo creo que es
verdad. Él tenía en la cabeza, quizás no muy preciso, pero lo tenía,
algo así.
Fue un adelantado a su tiempo.
Sí, sí, sí. A mí me pareció muy interesante aquella idea en su primer momento, cuando Izquierda Unida
nace como aglutinación del movimiento anti-OTAN. Me desencanté cuando
la vi derivar hacia lo de siempre, hacia un maquiavelismo mal entendido.
Yo creo que el gran problema de la izquierda del PSOE ha sido siempre
ése: se creen maquiavelos, pero se les va la olla. Yo aguanté, si mal no
recuerdo, y fui como candidato en las dos primeras convocatorias, pero
después se me hizo insoportable ir a las reuniones y oír los mismos
disparates de Prima della rivoluzione de
siempre. Seguí manteniendo buenas relaciones con Izquierda Unida, pero
me distancié. En cambio milité de muy buena gana y con muchísimo
entusiasmo en lo de los insumisos. Todavía recordaba hace poco con unos
compañeros de entonces una Nochevieja que fuimos a tirar cohetes a un
alto de Villabona. Los insumisos me parecieron la gran esperanza de
aquel mundo.
Es un movimiento muy olvidado, aunque no haga tanto que desapareció.
La
gente se ha olvidado de ello, sí, igual que se ha olvidado de la
realidad terrible a la que respondía. Allí pasaba, como decía antes, lo
mismo que en los manicomios. Todos los años morían más de cien chavales
en España entre los accidentes que tenían los reclutas con aquellos
tanques antediluvianos y los de coche de los que iban al campamento
borrachos para llegar el lunes a las seis de la mañana y se pegaban
castañas por ahí. También había un índice de suicidios altísimo. Yo vi a
un chico que se ahorcó. Joder, todavía me salen sarpullidos de pensarlo
y acordarme de su familia, que tuvo que venir a buscarlo… No sé por qué
razón se ahorcó, pero me la imagino. Había mucha gente que no soportaba
aquello. Al que pillaban como chivo expiatorio le hacían la vida
imposible. Por ejemplo, si un gordo hacía mal unas maniobras castigaban a
toda la compañía, y en consecuencia al gordo se le machacaba. Era algo
horrible, y que el PSOE metiese presos a quienes se negaban a que los
enviaran allí, incluido mi hijo César, a quien condenaron a dos años de
cárcel por insumiso, fue una cosa que me indignó hasta unos extremos…
Aquél fue el principal motivo de mi ruptura con el PSOE.
La antiinsumisión era un movimiento muy transversal.
Era
una lucha antirrepresiva sin más, sí. La represión era realmente dura:
las cárceles estaban llenas de insumisos presos y además a los insumisos
se los incapacitaba civilmente. No podían ni pedir empleo público ni
recibir becas. Y esa represión era tan fuerte que todo el esfuerzo se
tenía que concentrar en combatirla, haciendo que el movimiento perdiera
un poco de vista lo ideológico. Había que estar muy unidos y la
ideología podía dividir; de hecho, en cuanto salieron de la cárcel los
insumisos empezó a haber las querellas internas que hay en todos los
grupos y eso hizo puré a un movimiento poderoso que podía haberse
reinventado como antimilitarista, porque se acabó la mili, pero no el
militarismo. Los exmiembros del grupo no se han empezado a reencontrar y
a organizar mínimamente hasta hace muy poco: se llevaban muy mal. El
propio hecho de que sea el Partido Popular el que abolió la mili es una
buena muestra de lo ambiguo que era todo. César, que era un estudiante
muy brillante pero no tenía ninguna posibilidad de recibir becas por su
condena por insumiso, es amnistiado por Aznar.
Lo metió en la cárcel Felipe González y lo sacó de ella Federico Trillo.
Sí. Mi gran motivo de antipatía hacia el PSOE es ése: nunca han reconocido el error, y siguen diciendo por ahí que la mili era democrática y esas pijadas. Me salen sarpullidos cada vez que los oigo.
En
los últimos años ha vivido una cierta deriva libertaria, según ha
contado usted mismo en alguna ocasión. ¿Dónde se ubica políticamente
hoy?
El análisis que yo haría sería ése de Žižek,
Bauman y los teóricos del psicoanálisis de que hay que volver un poco
al modelo de la Revolución francesa, a la idea de pueblo. La clase
obrera no ha cumplido el papel histórico que le asignaba la apuesta
marxista y en cambio la igualdad y la fraternidad que prometían las
masas en la Revolución francesa está por explotar. Mi noción es ésa: no
la de clase obrera sino la de pueblo, que desarrollaron aunque la
desarrollaron mal o no, la desarrollaron del todo los movimientos populistas latinoamericanos que empiezan con Perón.
El peronismo es un movimiento completamente incomprendido. Ya entonces
no se entendía muy bien lo que estaba haciendo Perón, pero a mí la
persistencia del peronismo, cómo el peronismo logró concitar una
fidelidad del pueblo que los bolcheviques no logramos crear, los
Montoneros, todo eso de Evita, con todo lo mitológico
que pueda tener, es algo que me ha llamado siempre la atención y en lo
que veo por lo menos un contexto en el que pelear y desarrollar algún
modelo de resistencia al capitalismo. Todo es muy líquido hoy, como dice
Bauman. Toni Negri habla de la multitud. Yo
estaría ubicado más o menos ahí, en esas tendencias neopopulistas en las
que lo libertario juega un papel importante y lo que se entiende es que
no existe la posibilidad de una vanguardia o grupo dirigente. Es cierto
que está todo todavía poco claro; que hay como un magma que no acaba de
concretarse en nada, pero veo que por primera vez se mueve algo frente a
la Gran Derrota, y eso me entusiasma. A mí me parece que lo de los
indignados y de las plazas fue eso, la salida de la política a la calle.
Cuando estalló el 15-M me pareció oler otra vez esos movimientos
populistas un poco ingenuos, muy de volver otra vez a plantearse todo,
pero que beben de esos conceptos que andaban por ahí flotando, y lo
recibí con entusiasmo.
¿Le gusta Podemos?
Sí,
sí. Veo posibilidades en Podemos. Obviamente es algo que está naciendo y
hay que tener las cautelas correspondientes, pero me parece que Podemos
puede, de alguna forma, romper ese maquiavelismo mal entendido que ha
sido siempre el mal de la izquierda. En general, me vuelve a entusiasmar
la política española, que hasta hace poco no tenía ningún atractivo
para mí en el sentido de que era una cosa absolutamente previsible.
Sabías lo que iban a decir, sabías lo que iban a hacer e incluso de Zapatero,
que parecía el menos previsible, acababas sabiéndolo también. A la
vista está que acabó como acabó: como el rosario de la aurora, porque no
calculaba nada. Yo creo que Podemos ha abierto la partida; que ha
salido roto los límites de las jugadas que podía hacer la extrema
izquierda, que básicamente se resumían en enroques y en «virgencita,
virgencita, que me quede como estoy, que no me quiten más, que no
privaticen más». Con Podemos hay una salida, hay jugadas de ataque y
seguramente haya también dos mil errores, porque todo lo que nace está
sometido a ellos y se necesitará tiempo para que Podemos sedimente, pero
yo creo que Podemos ha sido muy hábil en no encerrarse en el modelo de
Izquierda Unida, que estaba dominado por los pseudocalculadores que se
creen muy políticos. Podemos se enmarca más bien en ese neopopulismo
bien entendido, en esas teorías de Negri y otra serie de teóricos
importantes del neopopulismo.
Pablo Iglesias reivindica mucho a Ernesto Laclau.
Laclau,
efectivamente. A mí el que más me gusta es Žižek, porque es
psicoanalista y porque aunque presuma de estalinista yo creo que no lo
es; que es más una pose que otra cosa.
De Žižek ha citado
en alguna ocasión la frase con la que comienza uno de sus libros: «Un
fantasma recorre Europa: el fantasma del sujeto cartesiano».
Sí,
es un poco lo que hablábamos antes: la vuelta a lo prefreudiano, a lo
premarxista, a la superficialidad, al fin de las obligaciones, al sujeto
leve, a «no hay más que lo que pienso, no hay más que aquello de lo que
soy consciente».
Más allá de lo libertario que haya vuelto a ser, ¿queda algo en usted del comunista que fue?
Vamos a ver, yo creo que la separación entre Bakunin y
Marx fue una catástrofe para el movimiento obrero. Justamente leía hace
poco una biografía de Marx prologada por César que me gustó mucho,
porque me encontré con un Marx completamente libertario: un hombre
bohemio, empeñado, que parecía un personaje de Baroja,
con los hijos muriéndosele de hambre y no teniendo para enterrarlos. Uno
siempre se imagina a Marx como un burgués, y verlo así, llevando
la vida que yo creí que había llevado Bakunin, me gustó mucho. Yo creo
que fue catastrófico que rompieran, porque creo que el populismo
necesita lo de aquella escena del chino al que un inglés le decía: «A
ver, chino, coge ese ancla», y el chino le dice: «Chino no puede llevar
un ancla, puede llevar dos», y con un palo equilibra una con otra y
mueve las dos. Yo creo que el nuevo movimiento tiene que reequilibrar de
la misma manera las dos tradiciones del socialismo: la autoritaria y la
libertaria. Y eso lo veo encarnado en Podemos. El asambleísmo, la
discusión, el antiburocratismo de Podemos, yo creo que rompe con ese
maquiavelismo del que hablaba antes. Yo creo que Podemos evolucionará
bien si no vuelve a confiar en líderes carismáticos y si reabre los
círculos. Lo creo como algo personal y como el resultado de un análisis
político que me lleva a pensar que lo mejor es volver a lo libertario y
salir de aquella especie de idolatría de la eficacia del centralismo
democrático y de que las decisiones son más eficaces que la discusión.
En
relación con esa deriva libertaria suya, ¿se puede decir que, de alguna
manera, nunca se deja de ser lo que se es en la adolescencia, que se
puede viajar muy lejos en lo ideológico pero en el fondo nunca deja uno
de mantenerse en las coordenadas trazadas en esos años clave?
No
sé, yo creo que no (risas). A mí siempre me han interesado esos cambios
ideológicos de la derecha a la izquierda y de la izquierda a la
derecha; siempre me he preguntado si es posible esa especie de
conversión religiosa, que es lo que a veces parece que es. Y creo que
sí, que para bien y para mal hay cambios, son posibles. A mí lo que más
me impresionó fueron las conversiones al islam. La de Roger Garaudy,
por ejemplo. Yo conocí a Garaudy, y cuando se fue a El Cairo y se hizo
musulmán yo creo que, más allá de lo que pudiera influirle aquella mujer
jovencita con la que se casó, era sincero. Yo creo que sí hay cambios, y
los que más me atraen son ésos de los que hablábamos antes: la
disonancia cognitiva, la irracionalidad. ¿Cómo es posible que seamos una
especie tan irracional? ¿Cómo una persona razonable como Garaudy se
puede pasar de repente al islam, y teorizarlo? La segunda guerra mundial
dio ejemplos atroces de esto: gente que se pasó rapidísimamente del
comunismo al nazismo y así. Y yo no creo que eso tenga que ver con las
edades del hombre, sino más bien con ese par razón/sinrazón,
racionalismo/irracionalismo y con nuestras dificultades de mantenernos
en la razón y en la ilustración.
Mal, sé tú mi bien
Hemos hablado de Egolatría,
pero no de algunos otros de sus libros. El primero que publicó versó
sobre un caso psiquiátrico fascinante: el de Aurora Rodríguez
Carballeira, la madre de Hildegart Rodríguez. Aurora, vinculada a
movimientos libertarios y eugenésicos, había concebido a Hildegart en
1915 como un proyecto de mujer perfecta, e Hildegart había resultado ser
una niña prodigio que a los ocho años ya hablaba seis idiomas, a los
once ya impartía conferencias sobre sexología y feminismo y a los
diecisiete ya había terminado la carrera de Derecho, mantenía
correspondencia con Havelock Ellis y H. G. Wells y pregonaba la
revolución sexual desde las filas del PSOE primero y del Partido Federal
después. En 1933, sin embargo, Aurora la mató descerrajándole cuatro
tiros mientras dormía después de que Hildegart, que vivía controladísima
por ella, le reclamase su independencia.
Yo me interesé
por el caso en Ciempozuelos. Aquello fue un poco una pera en dulce:
llegas a un manicomio, el de Ciempozuelos, muy aburrido, con muy poco
que hacer porque no había apenas altas, y un buen día una enfermera te
dice que había conocido a Doña Aurora. Aurora había
estado allí hasta su muerte en 1955, y ella, me contó, la había
conocido: estaba en Privadas, las que pagaban, y tenía una buena
habitación, con un piano y pájaros. Tenía tiempo para investigar, así
que me puse a tirar del hilo y conocí también a Eduardo de Guzmán, un cenetista que había escrito un libro sobre el caso, titulado Aurora de sangre,
a principios de los setenta. La historia me interesó mucho también
porque me dio una imagen muy diferente de Ferrol, que era de donde
procedía Aurora. Yo había empezado mi mili allí y tenía una visión espantosa de aquella ciudad,
pero Ferrol, y eso lo descubrí a través de la historia de Aurora, había
tenido un papel muy relevante en la penetración en España de la
masonería y las ideas utópicas en general, particularmente del
socialismo utópico y la creación de falansterios. Por otro lado, lo
fascinante de la historia de Doña Aurora no se acaba en Hildegart:
Aurora, antes de concebir a Hildegart, también se había ocupado de
criar a un hijo de su hermana Josefa que había resultado ser otro niño
prodigio, el pianista Pepito Arriola, que tuvo también
una vida fascinante: a los cuatro años ya daba conciertos y a los trece,
becado en Alemania, tocaba para el káiser Guillermo y hacía giras por todo el mundo. Más tarde vive en la Alemania nazi y toca también para Hitler, Goebbels y
compañía, y luego regresa a España y muere en Barcelona a los cincuenta
y tantos y completamente olvidado. Yo estoy investigando ahora un poco
sobre él. Pero bueno, volviendo a Hildegart y a Aurora, lo más
interesante del caso es el juicio, en el que se enfrentaron la
psiquiatría de derechas y la de izquierdas. La psiquiatría de derechas,
con [Antonio] Vallejo-Nágera al frente, decía que
Aurora estaba mentalmente sana y que aquello había sido el resultado de
una idea sobrevalorada, mientras que los psiquiatras de izquierdas
defendían que Aurora era simplemente una paranoica, una esquizofrénica
paranoide.
Los psiquiatras de derechas decían que a Aurora
la había vuelto loca su ideología y los de izquierdas que era una loca
con una ideología.
Eso es. La derecha hablaba de ideas
sobrevaloradas, el mismo mecanismo que luego llevaría a los nazis a
cometer sus crímenes. Los nazis, que también estaban imbuidos de las
ideas eugenésicas en boga en aquel momento, querían crear una raza aria
pura y eso justificaba para ellos eliminar a las razas impuras, y Aurora
quería crear una mujer perfecta y si no cumplía sus expectativas había
que eliminarla. «El escultor, después de descubrir la más ligera
imperfección en su obra, la destruye», decía ella. En el juicio triunfó
esa tesis, la de que Aurora estaba sana y lo que tenía era una idea
sobrevalorada. Lo que pasó fue que luego, en la cárcel, empezó a tener
delirios e idas mágicas, la llevaron al manicomio y allí se confirmó que
la tesis acertada era la de los psiquiatras de izquierdas. Entre ellos
estaba [José] Salas, un psiquiatra de aquí de Gijón que
en aquella época estaba en Ciempozuelos y que era especialista en el
[test de] Rorschach, que le hizo a Aurora. Salas tendría luego un
psiquiátrico aquí, al lado de la plaza de toros. Es el padre de la
científica Margarita Salas.
Hace cinco
años escribió un artículo titulado «Locos, demonios o burócratas: los
asesinos de masas nazis» en el que abordaba otro viejo motivo de
desconcierto relacionado con la psiquiatría: el de qué diablos tenían en
la cabeza de Hitler y los jerarcas nazis para ser capaces de perpetrar
semejante horror. ¿Qué tenían?
Pues eso que
Vallejo-Nágera decía que tenía Aurora: unas ideas tan sobrevaloradas
como para aplanar completamente la moral. Creían que Alemania estaba
cercada y tenían un miedo atroz a que la nación alemana, la cultura
alemana, el Volksgeist alemán, desapareciese, y tuvieron una
reacción defensiva frente a todo eso que consistió en aquel proyecto de
construir un hombre nuevo, una bestia rubia que colonizase aquel Este en
el que ellos veían su Oeste. En Alemania eran muy populares las novelas
de Karl May, un alemán completamente olvidado hoy que
escribía novelas del Oeste. Y ellos veían en Ucrania y en toda esa zona
su Oeste a colonizar y creían también que había que eliminar todas las
vidas sin valor para devolverle la fortaleza a Alemania. En el régimen
nazi hubo muchas Auroras: todas esas enfermeras que, antes del
exterminio de judíos, se dedicaron a hacer un exterminio no menos brutal
de enfermos mentales. Curiosamente, con una oposición que sobre todo
fue católica: los protestantes tragan todo eso y coexisten con el
nazismo, mientras que el catolicismo, que en Alemania es la derecha
reaccionaria, hace una oposición brutal a la eutanasia y al movimiento
eugenésico y consigue frenarlo mínimamente. El caso es que, cuando se
hacen tests y exámenes a los prisioneros nazis, se descubre que
son personas normales, que no tienen ningún trastorno psiquiátrico.
Sobre el propio Eichmann, cuando lo ve, Hannah Arendt llega a esa conclusión y acuña lo de la banalidad
El mal es una opción voluntaria, no un impulso que pueda afectar a cualquieradel mal, que a mí me parece un disparate.
En el famoso debate de Los verdugos voluntarios de Hitler frente a Aquellos hombres grises, yo soy partidario de la primera tesis. ¿Conoces esa polémica?
En
la guerra mundial, hacia 1942, hubo un batallón, el 101 de Hamburgo, al
que convirtieron en policía militar y enviaron a Polonia con el mandato
de ir a un pueblo judío de Polonia, coger a sus mil quinientos
habitantes, llevarlos al bosque y matarlos uno a uno, mujeres y niños
incluidos. Los quinientos miembros de ese batallón son trabajadores de
mediana edad, hombres corrientes a los que no se escoge por una
disposición especial hacia la crueldad sino simplemente por su edad: son
demasiado mayores para ser útiles para el Ejército y en lugar de eso se
les encomienda labores de policía. La mayoría de ellos son novatos y
apolíticos. No habían sufrido ningún proceso de adoctrinamiento ni
ninguna preparación específica para aquella tarea. El jefe de la
división es un capitán que les dice: «Yo comprendo que esta orden es muy
difícil de cumplir, así que quien tenga demasiados escrúpulos sobre
ella, que no la cumpla: no le pasará nada». Sin embargo, salvo doce
miembros del batallón que rechazan participar y a los que efectivamente
no les pasa nada por ello, todos los demás, cuatrocientos ochenta y
tantos hombres, sí se muestran dispuestos a participar y cumplen la
orden. El caso es que después de la guerra, hacia 1956, un fiscal de
Hamburgo se encuentra con aquello y dice: «¡Me cago en su madre, éstos
están todos por aquí!», y los empura. Salvo el jefe, al que los polacos
habían cogido y habían ajusticiado como criminal de guerra, el resto de
los miembros del batallón estaban por ahí tan tranquilos: alguno incluso
había vuelto a ser policía después de que el proceso de desnazificación
se cancelara de golpe. Así que se los puede estudiar bien, y se hacen
dos estudios que hoy son considerados clásicos. Uno es Aquellos hombres grises, de Christopher Browning, y el otro es Los asesinos voluntarios de Hitler, de Daniel Goldhagen.
¿Qué dice cada uno?
Browning
dice que lo que hizo que aquellos hombres perpetraran semejante
atrocidad fue más que nada la presión de grupo: a quien dijera que no,
el resto de los compañeros le machacaría diciéndole que era un cagao
que dejaba el trabajo sucio a los demás. Y dice lo que dice Arendt: que
cualquiera puede convertirse en un torturador. Frente a eso, Goldhagen
sostiene que no, que hay un antisemitismo profundamente enraizado en la
identidad alemana que comienza en la Edad Media y desemboca en esa
vertiente eliminacionista que hace que cualquier alemán quiera matar
judíos, y que era esa peculiaridad alemana, y no una disposición
globalmente humana hacia el mal, lo que explicaba la conversión de
aquellos hombres en torturadores. Necesitaría mucho tiempo para
argumentar por qué, pero yo soy partidario de esa segunda tesis.
Al principio de la entrevista le preguntaba qué es la locura. ¿Qué es el mal?
Lo que decía Kant
que era: una opción voluntaria por considerar al otro como algo
inhumano, como un objeto en lugar de como un sujeto; una propensión
consciente y reiterada de la razón a desobedecer las órdenes marcadas
por el Imperativo Categórico. Para [Emmanuel] Lévinas,
con quien también estoy de acuerdo, el mal es algo prelógico y
preontológico. En los animales hay mecanismos biológicos que frenan la
agresividad, la pulsión de agredir o destruir al otro: los rasgos de los
niños, por ejemplo. Los ojos separados, etcétera, son un marcador que
frena la agresividad. Si te fijas, en las peleas de perros, por ejemplo,
es raro que haya muertos: son una especie de torneos para demarcar
jerarquías, conseguir hembras, etcétera, y a veces son muy ruidosos,
pero siempre llega un momento en que el perro que lleva las de perder se
rinde echándose boca arriba y ofreciendo el cuello, y tiene que estar
muy loco el perro ganador para, ante ese marcador de su victoria que
sirve como freno biológico, agredir igualmente al rival. Los hombres sí
superamos todos esos frenos, y eso es el mal: elegir voluntariamente
vencer los escrúpulos que forman parte de nuestra moral innata. En los
discursos de Hitler a las SS hay montones de referencias de ese tipo:
«El nazi debe ser alguien capaz de vencer sus propios escrúpulos». No es
que los nazis no tengan escrúpulos: hay montón de historias de personas
apartadas de un batallón por sádicas. «Huy, Fulanito lo pasa muy bien,
tenemos que excluirle». A lo que se llama a los nazis no es a no tener
escrúpulos, es a vencerlos para ser capaces de matar niños judíos y
hacer triunfar así la ideología. «Mal, sé tú mi bien» y tal.
El mal es una opción voluntaria, no un problema psiquiátrico. Usted escribe bastante últimamente sobre lo que llama la psiquiatrización del mal.
Sí,
esa teoría muy en boga de que el mal es algo psicológico, un impulso
que puede afectar a cualquiera. Sus defensores suelen aludir a un
experimento que hizo en 1961, justo después del juicio a Eichmann, un
psicólogo de la Universidad de Yale, Stanley Milgram.
En ese experimento, los participantes tenían que apretar un botón que
provocaba una descarga eléctrica cada vez que otro participante fallaba
una pregunta. Con cada error se incrementaba la intensidad de la
descarga, y el experimentador incitaba a quienes debían aplicar las
descargas a hacerlo con frases como: «Por favor, continúe», o «No tiene
otra opción, debe continuar». Los estudiantes no sabían que las
descargas eran falsas: quien las recibía en realidad estaba actuando y
no sufría dolor ninguno.
El caso es que, a pesar de que quienes recibían
las descargas gritaban cada vez más, el 65% de los participantes llegó a
infligir el dolor máximo y sólo el 35% paró antes de llegar a ese
punto. Lo que no se suele contar es que años después alguien cogió la
caja de ese experimento y se puso en contacto con los participantes y
les preguntó cómo habían podido llegar a hacer aquel disparate. La
inmensa mayoría se había reformado y decía: «Huy, gracias a aquello yo
tomé conciencia de cómo era el hombre». Uno se había hecho asistente
social, otro objetor de conciencia, etcétera. Eso demuestra que, sí, uno
puede tener un momento de obediencia a la autoridad, pero luego eso
puede transformarse radicalmente mediante la reflexión. Eso sería el
bien: ser reflexivo frente a las propias acciones.
¿Tiene remedio esta sociedad histérica? ¿Es posible la utopía?
Yo
no sé si es posible, pero me parece que vale la pena pelear por el
cambio. Si no es posible en esta generación, que haya otra que coja el
relevo. Yo veo la historia un poco así, como una carrera de relevos en
la que cada generación continúa lo que la anterior ha dejado pendiente.
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