"...Y hoy más que nunca, la creación de
poder popular, único camino para acabar con la barbarie capitalista,
pasa necesariamente por -va unida dialécticamente a- la creación o
re-creación de una cultura popular digna de ese nombre, que exprese
los problemas, inquietudes y aspiraciones de los sectores más
desfavorecidos de la sociedad..."
Sobre todo a partir de la II Guerra
Mundial y con la difusión masiva de la televisión, la cultura popular,
surgida del pueblo y para el pueblo, ha sido progresivamente
arrinconada por una espuria “cultura de masas” producida por una
industria en manos del gran capital y difundida por unos medios de
comunicación al servicio de los poderes establecidos; una seudocultura
prefabricada y adulterada que, por sus propias características
(simplicidad de los mensajes, convencionalismo de los contenidos),
tiende de forma automática -cuando no deliberada- a adoctrinar e
idiotizar a sus consumidores. Y hoy más que nunca, la creación de
poder popular, único camino para acabar con la barbarie capitalista,
pasa necesariamente por -va unida dialécticamente a- la creación o
re-creación de una cultura popular digna de ese nombre, que exprese
los problemas, inquietudes y aspiraciones de los sectores más
desfavorecidos de la sociedad.
Es casi innecesario señalar que la
cultura de masas es un fenómeno fundamentalmente estadounidense y
claramente encaminado a imponer en todo el mundo el nefasto American way of life, es decir, un aparato de colonización cultural concebido como complemento ideológico de la expansión imperialista.
El cine y la televisión
Casi desde sus orígenes, el cine se
convirtió en el más eficaz vehículo de la cultura de masas (y por ende
en el más poderoso instrumento de colonización cultural), solo
superado, a partir de los años cincuenta, por la televisión. O
complementado, más que superado, puesto que la televisión vino a
potenciar de forma extraordinaria, dándoles una nueva y masiva
difusión, los productos cinematográficos y paracinematográficos
(telefilmes, series, etc.). Es absurdo, por tanto, decir que la
televisión le hace la competencia al cine: en todo caso, le hace la
competencia a los cines (es decir, a las salas de proyección), pero la cinematografía como tal tiene en la televisión su mejor aliada.
Y desde sus orígenes la industria
cinematográfica fue casi un monopolio de Estados Unidos, así como su
más eficaz arma ideológica y propagandística; no es exagerado afirmar
que, sobre todo en los años cincuenta y sesenta, Hollywood desempeñó
un papel no menos importante que el Pentágono en la agresiva campaña
imperialista estadounidense.
Para analizar el papel del cine como
instrumento de colonización cultural, me centraré en tres de sus
vertientes más representativas (dos de ellas claramente tipificadas
como “géneros”): los productos Disney, el western y el musical. La
elección puede parecer un tanto arbitraria, incluso anecdótica, puesto
que hay géneros mucho más explícitos desde el punto de vista de la
propaganda ideológica (como el cine bélico o el policíaco); pero es
precisamente su supuesta neutralidad lo que hace que estas tres ramas
de la cinematografía estadounidense sean especialmente peligrosas.
Los productos Disney
A partir de la II Guerra Mundial, la
factoría Disney inundó el mercado internacional con tres tipos de
productos básicos: cortometrajes de dibujos animados, largometrajes de
dibujos animados (los largometrajes con actores reales son más
tardíos e inespecíficos) y cómics (desarrollados sobre todo a partir
de los protagonistas de los cortometrajes).
Los cortometrajes disneyanos suelen ser
meras sucesiones de gags humorísticos, y su carga ideológica es
comparativamente escasa, aunque fueron decisivos para imponer a los dos
grandes iconos de Disney: el ratón Mickey y el pato Donald, que se
convertirían a su vez en los máximos protagonistas de los cómics de la
factoría.
El análisis de las historietas de Mickey
y Donald es especialmente interesante, pues en ellas alcanzan pleno
desarrollo ambos personajes (apenas esbozados en los dibujos
animados). En sus aventuras (a menudo bastante largas y de una cierta
complejidad argumental), Mickey se perfila como el típico héroe
positivo, valeroso y de conducta intachable, mientras que Donald se
aproxima más al “semihéroe” de las típicas comedias cinematográficas
estadounidenses, voluble y chapucero pero básicamente bueno. En su
libro Cómo leer el pato Donald (1972), Ariel Dorfman y Armand
Mattelart llevan a cabo un exhaustivo análisis del solapado contenido
ideológico de los cómics disneyanos, y a dicho ensayo remito a las
personas interesadas en un tema que no es posible tratar debidamente
en esta breve exposición. Solo señalaré las curiosas relaciones de
parentesco que se dan tanto en la familia Duck como en la familia
Mouse: Donald vive con tres sobrinos (que no se sabe de quiénes son
hijos), y los cuatro se relacionan de forma recurrente con el “tío
Gilito”; las relaciones conyugales y paternofiliales brillan por su
ausencia, y lo mismo ocurre en el caso de Mickey y sus dos sobrinos;
además, tanto Donald como Mickey tienen sendas “eternas novias”, Daisy y
Minnie, con las que mantienen relaciones un tanto ambiguas.
¿Impugnación de la familia convencional? Todo lo contrario: el
matrimonio y la familia nuclear son la meta suprema, la culminación de
toda aventura, y por tanto no pueden formar parte de la aventura
misma; podríamos hablar, en este caso y en otros similares (casi todos
los héroes del cómic tienen su correspondiente “eterna novia”), de
mitificación por elusión.
En cuanto a los largometrajes de dibujos animados de la factoría Disney, sobre todo los de la primera época (Blancanieves, Bambi, Cenicienta, Pinocho, Peter Pan, La Bella Durmiente,
etc.), han desempeñado un papel crucial en el proceso de suplantación
de la cultura popular por la cultura de masas, al contribuir de forma
decisiva a banalizar, edulcorar y resemantizar (es decir,
ideologizar) los grandes cuentos maravillosos tradicionales y los
clásicos de la literatura infantil. A primera vista, podría parecer
que su carga ideológica no es muy intensa; pero no hay que olvidar que
las películas de Disney van dirigidas (aunque no solo a ellos) a los
niños, es decir, a un público indefenso ante los poderosos estímulos
audiovisuales de estos excelentes (desde el punto de vista técnico)
productos. Teniendo en cuenta, además, el extraordinario éxito de los
grandes “clásicos” disneyanos, su amplísima difusión tanto en el
espacio como en el tiempo, sería un grave error subvalorar la potencia
adoctrinadora de sus almibarados mensajes ético-estéticos, que han
grabado en las mentes de varias generaciones de niñas y niños unos
patrones de belleza y bondad (y de fealdad-maldad) cuya trascendencia
aún no ha sido debidamente estudiada.
El western
A primera vista, resulta sorprendente
que un género tan específicamente estadounidense, tan ligado a una
historia y unas condiciones exclusivamente locales, haya alcanzado en
todo el mundo un éxito tan extraordinario. Bien es cierto que la mera
fuerza bruta de la industria cinematográfica podría haber impuesto
cualquier tema, por muy local que fuera; pero un cine sobre las
hazañas de los boy scouts o de los jugadores de rugby, pongamos por
caso, no habría tenido la misma aceptación masiva que el western.
La explicación profunda del éxito sin
precedentes de este género hay que buscarla en el hecho de que la
sistemática campaña de expolio y exterminio conocida como “la
conquista del Oeste” ha sido la última gran “epopeya” de la “raza
blanca” contra otras etnias y de la cultura occidental contra otras
culturas (la actual “cruzada contra el terrorismo islámico” no ha
terminado, por lo que todavía no es materia épica, y esperemos que
nunca llegue a serlo). La explicación está, en última instancia, en el
racismo y la xenofobia de una sociedad brutal, íntimamente orgullosa
de su larga tradición de atropellos y masacres.
Con el tiempo, el western evolucionó
desde las consabidas cintas de “indios y vaqueros”, burdamente
maniqueas y solo aptas para niños y descerebrados, hacia relatos más
centrados en la épica del héroe solitario y autosuficiente, eficaz
expresión del mito estadounidense del self-made man; e
incluso daría lugar a derivaciones tan curiosas e interesantes como el
“spaghetti western”, cuya peculiar retórica hiperbólica (y a menudo
autoirónica) merecería un estudio aparte. Pero, en conjunto, el western
es sin duda el género cinematográfico que de forma más grosera (y a
la vez más eficaz) proclama la “superioridad” de la “raza blanca” y de
la cultura occidental, a la vez que intenta justificar uno de los
mayores genocidios de la historia. Toda la propaganda nazi y fascista
de los años treinta se convierte en un juego de niños ante esta
gigantesca maniobra de colonización cultural e idiotización de las
masas, que sigue fascinando a millones de espectadores de todo el
mundo.
El musical
Este género en apariencia tan amable e
inofensivo como los dibujos animados, y a menudo ensalzado incluso por
la crítica “de izquierdas” (revistas tan prestigiosas como la
española Film Ideal o la francesa Cahiers de Cinéma
rindieron en su día delirantes homenajes al musical estadounidense), ha
sido probablemente el que más ha contribuido a imponer en todo el
mundo los nefastos patrones ético-estéticos (los “valores”, en última
instancia) tardooccidentales (no olvidemos que la cultura de masas
estadounidense no es más que la degradación de la cultura occidental, la
apoteosis de su banalización y decadencia).
El musical es, desde el punto de vista
temático, una variante de la comedia romántica, y como tal nos
propone, ante todo, unos estrictos modelos de conducta masculinos y
femeninos, unos protocolos de cortejo igualmente rígidos y, en última
instancia, una idealización extrema del amor romántico (que no en vano
es el mito nuclear de nuestra cultura). Pero su peculiar naturaleza
artística, su condición de “gran espectáculo”, su eficaz utilización
de los recursos estéticos y retóricos de la música y la danza,
convierten al musical en la máxima expresión cinematográfica del
glamur, la elegancia y la alegría de vivir.
Es interesante intentar ver un musical
con ojos de niño o de espectador ingenuo, no familiarizado con las
convenciones del género. Un hombre y una mujer están conversando
normalmente y, de pronto, sin previo aviso y sin mediar provocación
alguna, él empieza a cantar. ¿Un ataque de locura transitoria? De ser
así, la locura es contagiosa, pues ella, en vez de llamar a un médico,
se pone a cantar también, y a los pocos segundos, arrastrados por su
delirio melódico, el hombre y la mujer están bailando claqué… Los
críticos culturales solemos buscar los mensajes ocultos tras la
literalidad de determinados discursos aparentemente simples, pero
deberíamos realizar también el ejercicio recíproco: analizar la
literalidad de ciertos mensajes “poéticos”. En este sentido, no
deberíamos pasar por alto el nivel puramente denotativo de ciertas
metáforas y metonimias típicas del cine, la publicidad y otras formas
de seducción y adoctrinamiento. En las sociedades occidentales, gritar
de felicidad y dar saltos de alegría son manifestaciones poco comunes
entre los adultos; pero no en vano las alusiones verbales a estos
impulsos reprimidos (su enunciación sustitutoria) se han convertido en
frases hechas, y el musical se limita a sublimarlas artísticamente,
puesto que cantar y bailar no es más que gritar y saltar de forma
articulada. Si tenemos en cuenta, además, la relación de la danza con
el cortejo y con la sexualidad misma, no es difícil ver en el musical
la expresión más clara y desaforada de la mitología amorosa (es decir,
de la ideología) occidental.
Recuerdo una discusión que tuve hace muchos años con un conocido crítico de cine comunista sobre Cantando bajo la lluvia
(una auténtica obra maestra desde el punto de vista artístico, qué duda
cabe). “No me negarás que es una de esas películas que ayudan a
vivir”, me dijo en un momento dado, a lo que repliqué: “En efecto, y
precisamente en eso estriba su peligro: ayuda a reconciliarse con una
forma de vida inaceptable”.
Corbatas, tacones y hamburguesas
Desgraciadamente, la fascinación de la
crítica de izquierdas por el musical estadounidense no es un fenómeno
aislado. Los patrones e iconos de la cultura de masas se han impuesto
de tal modo que han llegado a considerarse normales, por no decir
normativos.
Sin ir más lejos, resulta paradójico (y
preocupante) que en el más antiimperialista de los países disten de
ser infrecuentes los signos de sometimiento a los modelos
occidentales. Si el traje de chaqueta (esa atrófica chaqueta que no en
vano se denomina “americana”), uniforme oficial del macho dominante
que lo distingue tanto de la clase oprimida (los obreros) como del
género oprimido (las mujeres), es absurdo en todas partes, lo es
doblemente en Cuba, y el hecho de que esté desplazando a la
tradicional, elegante y funcional guayabera en los actos oficiales, es
una señal de decadencia estética cuya importancia (nulla aesthetica sine ethica)
no habría que subvalorar. ¿Y qué decir de la falocrática corbata, ese
ridículo nudo corredizo de seda, a la vez signo de poder y de
sometimiento, que en Occidente sigue siendo de uso obligatorio en muchos
lugares y circunstancias?
¿Y qué decir de los zapatos de tacón (a
cuyo éxito tanto han contribuido las divas de Hollywood)? No solo son
obviamente inadecuados para caminar (y ya no digamos para correr),
sino que, por si fuera poco, los traumatólogos llevan décadas
denunciando los graves daños para los pies, e incluso para la columna
vertebral, que acarrea su uso. Y, por otra parte, ¿cuál se supone que
es su función? ¿Hacer más “atractiva” a la mujer que los lleva? Pero
¿quién puede encontrar atractiva a una mujer que lleva en los pies
unos instrumentos de tortura que limitan su movilidad y dañan su
salud? Solo un enfermo, obviamente, un machito baboso que se excita
con la estética del dolor y la sumisión. La próxima vez, compañeras,
que vayáis a calzaros unos zapatos de tacón, preguntaos qué pretendéis
con ello. Si vuestra intención es excitar a una patética patulea de
sadomasoquistas vergonzantes e hipermachistas pervertidos, y os
parece, además, que el logro de tan alto objetivo merece la inmolación
de vuestros metatarsianos y vuestras vértebras, adelante; pero si
vuestra finalidad es otra (por ejemplo, que os consideren personas y
no objetos), estáis adoptando una estrategia claramente equivocada.
Pero tal vez el más nefasto de los
hábitos cotidianos impuestos por la cultura estadounidense (aunque no
solo por ella, sino por los países ricos en general) sea el
carnivorismo desaforado. Las hamburgueserías (y a ello ha contribuido
el cine de forma muy especial) se han convertido, en todo Occidente (y
en parte de Oriente), en importantes lugares de encuentro de los
adolescentes, tan emblemáticos como las discotecas o los grandes
centros comerciales. Y la disparatada idea de que “comer bien es comer
carne” ha calado profundamente en casi todo el mundo (aunque, por
suerte, entre las y los jóvenes “antisistema” está cobrando cada vez
más fuerza la noción de que el carnivorismo -el especismo- es puro
fascismo).
La defensa de la diversidad cultural
bien entendida empieza por uno mismo, por una misma, y quienes nos
oponemos a la dominación imperialista deberíamos ser más críticos con
nuestras propias costumbres. Tendemos a considerar naturales nuestros
hábitos cotidianos (dietéticos, indumentarios, amorosos), y a menudo
no solo no son tan naturales, sino que en realidad ni siquiera son
nuestros. En última instancia, la mayor amenaza imperialista no está
en el Pentágono, sino en Hollywood y en McDonald’s.
Los tres niveles culturales (a modo de inciso)
Y a propósito de McDonald’s, al hablar
de cultura de masas es obligado dedicar unas líneas al homónimo
sociólogo estadounidense que introdujo el término. En su ya clásico
artículo de los años cincuenta Masscult and Midcult, Dwight MacDonald distingue tres niveles culturales: highcult (alta cultura), midcult (cultura intermedia) y masscult (cultura
de masas); el artículo es muy objetable en muchos aspectos (sobre
todo por su mitificación de una supuesta “alta cultura”), pero tiene
el interés de introducir la noción de “cultura de masas” como
contrapuesta a la cultura popular. En efecto, la actual cultura de
masas es, como hemos visto, un desvitalizado sucedáneo de la genuina
cultura popular (producida por el pueblo y para el pueblo), cuyo lugar
y cuya función usurpa gracias a la fuerza bruta de los grandes medios
de comunicación.
Pero la llamada “alta cultura” también
está, en gran medida, manipulada -y por ende adulterada- por el
mercado y sometida a la tiranía mediática. La cotización de las obras
de arte, basada en el fetichismo de los compradores y en los
dictámenes de una élite cuasisacerdotal de supuestos expertos, es un
buen ejemplo de los extremos a los que puede llegar la
mercantilización de los productos culturales.
¿Y la “cultura intermedia”? Según MacDonald, la midcult
es la oportunista respuesta del mercado al esnobismo de una clase
acomodada, pero poco cultivada, que quiere desmarcarse de la cultura de
masas y no está capacitada para acceder a la “alta cultura” o para
disfrutar de ella. Y así como la cultura popular y la alta cultura
siempre mantuvieron buenas relaciones, la masscult y la midcult son parásitos perjudiciales para todas las manifestaciones y niveles de la cultura auténtica.
Pero ¿hasta qué punto es cierto que la
población se divide en una élite cultivada, una masa adocenada y un
montón de esnobs con pretensiones? ¿Es adecuado, o tan siquiera
lícito, clasificar a los ciudadanos en cultos, incultos y seudocultos?
La división de MacDonald, como tantas otras, puede servir como
primera aproximación al problema, pero confunde más de lo que
esclarece. Nuestra compleja cultura tiene tantos niveles como queramos
(tantos como individuos, en última instancia), y distinguir en ella
lo genuino de lo falso, las voces de los ecos, es cada vez más
difícil.
“Solo la cultura nos hace libres”, decía
Martí, y puede que ahí esté la clave: solo la que nos hace más libres
es verdadera cultura.
La recontracultura
La llamada “contracultura” nació en los
sesenta y eclosionó en los setenta (algunos añadirían que murió en los
ochenta, pero no es cierto). Su epicentro fue mayo del 68, y su
hipocentro, la guerra de Vietnam. Sus manifestaciones más visibles y
vistosas, el movimiento hippy, el “comix” underground, los conciertos
multitudinarios; las más radicales, las comunas, los primeros okupas
(entonces se llamaban squatters), los insumisos. Sus medios
de comunicación, los fanzines (la prensa alternativa inventada por los
aficionados a la ciencia ficción), las radios pirata…
La contracultura hizo mucho ruido y
aportó algunas nueces. El feminismo y la “revolución rosa” le deben
bastante (y viceversa). Y, sobre todo, creó un precedente que, en
estos momentos en que el impropiamente denominado “pensamiento único”
lo invade todo y cuenta con el apoyo incondicional de los grandes
medios de comunicación y de la cultura oficial, no podemos olvidar.
Con sus errores y sus aciertos, con sus defectos y sus excesos, la
cultura underground de los setenta nos brinda, si no un modelo en el
sentido fuerte del término, un referente y un punto de partida.
Ahora los fanzines (aunque sigue
habiéndolos de papel y es probable que vuelvan a proliferar) son
páginas web, y los jóvenes no se reúnen a miles solo para cantar y ser
cantados, sino para protestar contra la globalización neoliberal. Y
la experiencia comunera se prolonga en las okupaciones, los
colectivos, las redes; en las asambleas que llenan las ágoras de las
que han desertado partidos y sindicatos; en las manifestaciones
multitudinarias que recuperan las calles…
Internet, la telefonía móvil, los
ordenadores personales y otras innovaciones tecnológicas recientes
ponen al alcance de cada vez más gente unos medios de generación,
reproducción y difusión de mensajes y productos culturales de todo
tipo que antes estaban bajo el control absoluto del gran capital; se
ha abierto una brecha en el oligopolio de la industria cultural y los
medios de comunicación, y una nueva contracultura empieza a abrirse
camino por ella (y al hacerlo va ensanchando la brecha). Para que esta
“recontracultura” guerrillera pueda enfrentarse con éxito a los
devastadores ejércitos de la cultura de masas y ponerse al servicio de
la transformación radical de la sociedad, es imprescindible que esté
en permanente y estrecho contacto con las organizaciones de base y las
movilizaciones sociales, con las más genuinas y vitales
manifestaciones de lo popular. Y en este sentido, la responsabilidad
de quienes hemos hecho de la cultura y la comunicación nuestro oficio
es mayor que nunca.
http://redroja.net/index.php/cultura-critica/3417-la-recontracultura-cultura-popular-vs-cultura-de-masas
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