No hay elogio para una madre que se tenga por mayor
muestra de respeto que esa cruel observación de que "mi madre es una
mujer de su casa, una mujer que no pisa la calle, entregada a la causa
de su padre, de sus hermanos, de su familia...".
Y junto al cumplido, la puntilla… “y por ello es que el amor perdura”.
Y las labores de una madre que se respete, devota y desprendida, siempre transcurren entre las mil y una paredes del hogar, entre esos muros hechos a la medida de la costumbre ante los que se rinde la curiosidad y se quiebran las alas; esas rígidas paredes a prueba de llantos, que apagan las voces y encierran los pasos y en las que los relojes únicamente marcan la espera.
Si acaso, queda la ventana del consuelo y el encuentro fugaz con la vecina mientras se tienden al sol los desahogos y se comparten todos los silencios.
Al otro lado del muro está la vida, el aire, la gente paseando por la calle, la juventud doblando las esquinas, los tragos en las mesas, la música en los pies, las monedas rodando por las manos, la lluvia, las paradas de buses, el amor paseando en bicicleta, la noticia caliente, la cerveza fría, eso que hemos dado en llamar vida y que, gracias a Dios y a nuestro cálido elogio, nunca perturba el sueño de las madres ni amenaza tampoco su virtud.
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