"Hoy es 14 de abril. A la memoria de todos los mártires, de todos los exiliados, de todos los luchadores, de todos los corazones que latieron con ritmo tricolor en su esperanza, alzo mi copa en brindis. También por los que ahora sacuden su pasividad y salen
a la calle contra el expolio que padecemos, contra una forma de gobierno anacrónica y antidemocrática y se hacen oír en pro de la dignidad y los derechos ciudadanos"
Proclamación de la República en la Puerta del Sol de Madrid
14
DE ABRIL: EN EL ESPEJO DEL PASADO
Afirma
Julio Anguita –y dice bien– que el republicanismo debe trascender
ya las conmemoraciones del 14 de abril y elaborar un proyecto que nos
defina la República venidera. Totalmente de acuerdo. Sin embargo,
algunos de los que llevamos el alma tricolor, de los que somos hijos
o nietos de aquellos que vivieron, amaron y defendieron la República
y el espíritu republicano de 1931, tenemos una deuda de sangre, de
libertad, de memoria, que sería indigno soslayar. Bien que miremos
al futuro para construir; pero caeríamos en la injusticia olvidando
el pasado; un pasado, tan progresista, moderno, popular y dramático,
como el que abrió y cerró el paréntesis –un lustro largo– de
la Segunda República Española. Además, no habría que echar a
olvido que el pretérito se nos presenta, a veces, como un espejo
para mejor mirar la imagen de lo por venir.
Aquel
martes, 14 de abril, fue un día alegre, con la luz llena de flores y
campanas y la sonrisa de la libertad resplandeciendo en todos los
semblantes. El Himno de Riego desfiló por las ondas del aire en
todos los rincones y La Marsellesa enronqueció en miles de
gargantas. Banderas tricolores treparon imparables por los mástiles
de los ayuntamientos y otros edificios oficiales a fin de proclamar
la buena nueva. Sin trifulcas, sin sangre, como el asombro de la
primera golondrina, como el milagro de los brotes nuevos de la
higuera, la primavera nos traía la República envuelta en la emoción
y la esperanza.
Venía
de la mano –y ahora dejo hablar a don Antonio Machado– de unos
cuantos hombres honrados que llegaban al poder sin haberlo deseado,
acaso sin haberlo esperado siquiera, pero obedientes a la voluntad
progresiva de la nación; hombres que
tuvieron la insólita y genial ocurrencia de legislar atenidos a
normas estrictamente morales, de gobernar en el sentido esencial de
la historia, que es el del porvenir. Para estos hombres eran sagradas
las más justas y legítimas aspiraciones del pueblo; contra ellas no
se podía gobernar, porque el satisfacerlas era precisamente la más
honda razón de ser de todo gobierno: y estos hombres, nada
revolucionarios, llenos de respeto, mesura y tolerancia, ni
atropellaron ningún derecho ni desertaron de ninguno de sus deberes.
]…[Destaquemos este claro nombre representativo: Manuel Azaña.
Sin
embargo, prendida en la esperanza que generó, la República traía
un saludable, necesario, pero ingrato mandato: venía a interrumpir,
a poner término, a truncar toda una tradición de picaresca, de
amiguismos, de tratos bajo cuerda, de innobles regalías, de
intolerables privilegios, de cacicadas y abusos, que la inercia
social, infestada de corrupción durante tantos años, tendía a
restituir. (He aquí una imagen perfectamente trasladable de aquel
espejo a nuestro futuro inmediato, pues a nadie se le escapa los
poderosos intereses que se pondrían en juego y a la contra en el
momento que una nueva República acometiera en serio el compromiso
moral de una total e imprescindible regeneración democrática).
Comenzaron,
entonces, de inmediato las intrigas, las traiciones, las
confabulaciones de las sotanas y las guerreras más reaccionarias
para frustrar el paso del ayer al mañana. No obstante, la ruindad
más abyecta fabricaba su caballo de Troya para introducir en el seno
de la misma República a los más peligrosos enemigos del pueblo. Le
llamaban entonces –una vez más el lenguaje del engaño y el
disimulo– “ensanchar la base de la República”. En realidad, lo
que querían era cegar el cauce progresista y hacer posible que los
amos de antes siguieran siendo amos, los ladrones, ladrones, y los
caciques volvieran por sus fueros. La rata más traidora y
despreciable dejó su nombre para que la Historia le escupiera en el
rostro: Alejandro Lerroux. (También aquí el espejo nos anima a
poner algún nombre a la traición que sufrió el pueblo, muerto
Franco y en pleno auge del rodillo socialdemócrata, en la farsa de
la Transición).
La
Segunda República pereció en su utopía el 9 de octubre de 1933,
cuando se dictó el decreto de disolución de las Cortes
Constituyentes. Ya Azaña, con verbo clarividente y certero, advertía
de los peligrosos derroteros en que se estaba metiendo a la
República: Me produce temor la
perspectiva de que el lerrouxismo gobierne o prepondere, porque,
aparte de que eso sería la resurrección de un partido muerto,
significaría la paralización de la reforma agraria, un retroceso en
la política de conciliación con Cataluña, la rehabilitación de
March y sus contrabandistas, el predominio de los generales y de
otros militares hasta ahora sojuzgados por la República, la libertad
de Sanjurjo y la amnistía de los conjurados el 10 de agosto, y una
era de favoritismo y negocios, según las tradiciones del
romanonismo.
No
se equivocó en nada. A partir del inicio del llamado bienio
negro, con las elecciones ganadas el 19
de noviembre de 1933 por la CEDA, de Gil Robles, y el Partido
Radical, de Lerroux, la traición abrió todas las puertas para que
la España reaccionaria volviera a su poltrona y el pueblo a su
desgracia.
Al
pueblo, sin embargo, no le pasó por alto lo que se fraguaba en los
despachos y en las sacristías. Atento constató el aumento de la
represión, el retorno de los desahucios, la vuelta de los
privilegios, la devolución y el pago de las fincas a la nobleza, la
injerencia católica en los asuntos de la Educación… Advertida la
traición, obró en consecuencia dando el triunfo en las urnas al
Frente Popular en febrero de 1936. De ahí surgió la que algunos
llamaron Tercera República Española. La más gloriosa, valiente y
decidida de las tres. También, la más efímera. Con ella,
regresaban los hombres de 1931, obedientes al pueblo y sin un
programa revolucionario, como demandaban los partidos obreros, que,
sin perjuicio de dejar a salvo los postulados de sus doctrinas, se
comprometían a defender un plan político común que sirviera de
fundamento a la coalición y de norma de gobierno a desarrollar por
los partidos republicanos de izquierda con el apoyo de las fuerzas
obreras. No obstante, todos ellos se obligaban a no retroceder ante
ningún sacrificio –el pueblo lo demostraría luego con creces–
si los reaccionarios, en vez de aceptar la derrota, volvían a sus
prácticas desestabilizadoras. (La imagen del pasado no es aquí tan
nítida, pues se presta a distintas evaluaciones; mas no deja dudas
en una cosa que habremos de tener muy en cuenta en la organización y
defensa del futuro: la imperiosa necesidad de unidad, de
entendimiento, entre los diversos movimientos sociales y partidos
realmente democráticos, comprometidos todos radicalmente y sin
fisuras –por ellas se cuela el fracaso– en el blindaje
constitucional de los derechos sociales, el rechazo del pago de la
deuda ilegítima y la restauración de la democracia real).
Pocos
meses tuvo el Frente Popular para reconducir la política española
hacia los fines que se había propuesto. La felonía gestada durante
años mostraba abiertamente sus rastreros colmillos con la rebelión
de los militares: los infames generales, “patriotas” vende
patrias, capaces de volver contra el pueblo las mismas armas que el
pueblo les había entregado. Tras ellos, los taimados financiadores
del golpe, que compraron con el fruto de sus rapiñas el hambre mora
y los brazos mercenarios que habrían de teñir de sangre inocente
los campos y ciudades de España.
En
una cosa se equivocaron: lo que pensaban iba a ser un paseo militar
se convirtió en una dura, larga y cruenta guerra civil. Jamás se
imaginaron que la República tenía detrás a todo un pueblo
dispuesto a morir por su causa; un pueblo que no hubiera perdido la
guerra sin la actuación decisiva de las tropas nazis y fascistas de
Hitler y Mussolini y sin la vil y cobarde política de “no
intervención” de Inglaterra y Francia. (El espejo aquí, teñido
de sangre, manchado de traiciones “democráticas” por parte de
los gobiernos cobardes de París y Londres, no deja de ser diáfano
en su traslación de imágenes: revertir la situación actual hasta
el triunfo y afianzamiento de la dignidad y la Democracia, requiere
del esfuerzo decidido y heroico del pueblo. Cualquier Gobierno que
acometa esta lucha, deberá contar con el respaldo incondicional de
la mayoría de la población. Poner las bases para esa conquista es
nuestra lucha ahora y esto, de paso, nos acercará a traer la, cada
día, más próxima y demandada nueva República española).
Hoy
es 14 de abril. A la memoria de todos los mártires, de todos los
exiliados, de todos los luchadores, de todos los corazones que
latieron con ritmo tricolor en su esperanza, alzo mi copa en brindis.
También por los que ahora sacuden su pasividad y salen a la calle
contra el expolio que padecemos, contra una forma de gobierno
anacrónica y antidemocrática y se hacen oír en pro de la dignidad
y los derechos ciudadanos. En ellos está la semilla de la nueva
República, la que más pronto que tarde ha de volver a definir el
Estado español y a servir de garante de la soberanía popular.
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