Marcelo Colussi
En alguna ciudad
latinoamericana donde no abundan los ricos precisamente, pueden leerse,
uno tras otros, los siguientes anuncios publicitarios en enormes vallas
callejeras: “Hay un mundo mejor… ¡Pero es más caro!”; o este otro: “El 0.000001 % aparece en nuestras listas. El resto nos lee. Revista Forbes”. Y en alguna publicación, elegantemente presentada en fino papel satinado: “¡Bienvenido a la clase!”, firmado por una lujosa marca de automóviles.
Vivimos en un mundo –así nos cansamos de escucharlo, más aún durante
las dictaduras que asolaron nuestros países en estas últimas décadas–
“occidental y cristiano”. Occidental, no sólo por la posición
geográfica, eso está claro (el planeta no tiene Este y Oeste; eso es un
código humano. ¿Quién inventó el Meridiano de Greenwich?). En todo caso,
ello intenta significar diferencias de cosmovisiones: hay una línea
imaginaria que separa tajantemente dos mundos, dos maneras de ver la
vida. La nuestra, occidental, va de la mano de aquello de “cristiano”. Y
se profese o no esta religión monoteísta basada en la figura de un Dios
masculino, todopoderoso y a veces bastante sordo a nuestras súplicas,
nadie puede escapar a la ideología cristiana dominante. Nos guste o no:
¡somos occidentales y cristianos! Ser, por ejemplo, musulmán o budista
en nuestro medio no deja de constituir una excentricidad. Y nos guste o
no también, vivimos en un mundo donde el consumo nos define. Dime qué
consumes y te diré quién eres. Eso es Occidente.
De esa
manera, todo el mundo sabe –aunque no lo practique– que es de buen
cristiano poner la otra mejilla así nos hayan pegado en la primera. Es
decir: en nuestro mundo cultural cristiano (y occidental), donde el Hijo
de dios, dios encarnado, el Mesías o como se le quiera llamar vino a
enseñárnoslo hace dos milenios, debemos ser solidarios, humildes y no
arrogantes. Eso, al menos, es lo que se ha escuchado siempre. Somos
“buenos” en tanto no somos altaneros, soberbios, despectivos del
inferior. Recuerdo un refrán que nunca deja de impresionar: “la codicia
rompe el saco”. La bondad se une a la solidaridad. No hay que mostrarse
ostentoso.
Incluso algunos sacerdotes que conocí
personalmente –dos de ellos masacrados en El Salvador en 1989– predican
con su ejemplo todo eso. Haber sido asesinados en eses país
centroamericano justamente por mantener esos ideales me hizo cuestionar
el tema de la solidaridad. ¿Será que el mundo realmente quiere eso? Pero
entonces ¿cómo entender estos anuncios publicitarios?
A
decir verdad, la única “Solidaridad” exitosa que he visto hasta ahora
fue el sindicato que en Polonia, liderado por el luego Premio Nobel de
la Paz Lech Walesa y apoyado por el Papa Juan Pablo II, sirvió como
instrumento para derrotar al gobierno comunista y restaurar el
capitalismo en ese país. Y, a decir verdad también, esa Solidaridad
–dicen que financiada por la CIA– no parecía muy comprometida con estos
valores de humildad y altruismo. En todo caso –debo confesarlo– me
parece más cercana a lo que los carteles de marras transmiten: “¡sea exitoso! ¡Entre al mundo de los mejores! ¡Marque su diferencia!”
¿Consumiendo cosas caras entonces? Pero…. ¿cómo? ¿Y la humildad y toda
esa retahíla de pomposas declaraciones que condenan la ostentación?
Y ahí empiezan las contradicciones. Si vivimos en un mundo occidental y
¡cristiano!, ¿qué será lo que significan las propagandas citadas? ¿Cómo
es posible esto: no es malo ser arrogante, jactancioso, soberbio,
petulante y presumido? Porque, me parece, estas promociones a eso
apuntan, ¿no? Si la codicia rompe el saco, ¿por qué ensalzarla?
Definitivamente, creo que la gran mayoría de la población del mundo
jamás podrá ingresar en ese 0,000001 % de los que aparecen en las listas
de multimillonarios. ¿Estamos condenados a no ser “exitosos” entonces?
Lo más patético es que buena parte del 99,999999 % restante se termina
creyendo estas propagandas y pensando que sí podrá algún día.
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