Arturo Borra. Rebelión
Por
si quedaban dudas: el neoconservadurismo hegemónico ha interpretado las
luchas sociales mejor que una pseudoizquierda social-demócrata que daba
por enterrados los espectros de Marx. Las interpreta como antagonismo predominantemente
de clase y prepara de forma meditada su respuesta a la escalada de
conflictos que es de prever para los próximos años en España.
Tanto la “Ley de seguridad ciudadana” como la “Ley de seguridad privada” (de inminente aprobación legislativa) constituyen uno de los episodios más virulentos a nivel nacional del proceso mundializado de conversión de ese antagonismo en una declaración de guerra total contra aquellos que ha reducido al rango de sobrantes humanos.
Tanto la “Ley de seguridad ciudadana” como la “Ley de seguridad privada” (de inminente aprobación legislativa) constituyen uno de los episodios más virulentos a nivel nacional del proceso mundializado de conversión de ese antagonismo en una declaración de guerra total contra aquellos que ha reducido al rango de sobrantes humanos.
La «criminalización de la
disidencia» ha dado un nuevo giro: castigar a aquellos grupos de
activistas que no se conforman con presenciar dócilmente su propio
sacrificio. A partir de ahora, no sólo el derecho a reunión y
manifestación queda absolutamente restringido -a contramano de cualquier
proyecto político democrático- sino que el sueño delirante de la privatización de la vida alcanza un nuevo punto álgido: la transferencia parcial de las funciones de seguridad a empresas orientadas al lucro.
En
breve, la vigilancia privada tendrá el poder de identificar y detener
en la vía pública a personas consideradas “sospechosas”, tras obtener la
autorización pertinente. El beneplácito de las clases propietarias es
absoluto: podrán “descansar en paz”, contando con servicios de
protección que responden a sus intereses de forma directa, tal como ya
hacen los monumentales ejércitos privados que proliferan a nivel
mundial. El estado policial es también ese estado que en nombre de
circunstancias excepcionales enlaza de forma inextricable lo público y
lo privado: trata el espacio colectivo como un espacio sometido a la
arbitrariedad de un sujeto soberano, sustraído del escrutinio común. No
es de extrañar que la transferencia parcial de esta función estatal
indelegable se plantee como un paso fuera del debate público: forma parte de su lógica inescrutable.
Lo
público como negocio privado -favorecido por un sistema corrupto de
prebendas y privilegios- instaura la competencia entre las elites y el
saqueo a los subalternos. Hay que insistir: más allá de la “oportunidad
de negocios” para las 1500 empresas de seguridad privada operativas en
territorio español (con una facturación actual de más de 3000 millones
de euros al año), ¿en qué sentido podría beneficiarnos ser objeto de
vigilancia permanente por su parte? No es sólo un problema de
subcualificación evidente que debería alarmar a cualquier persona
mínimamente precavida; implica ante todo que una de las partes asuma el
rol de juez, esto es, que la burguesía sea erigida como guardián del
bienestar colectivo, aunque más no sea mediante sus lacayos. Un
elemental trabajo de indagación sobre las empresas de seguridad privada
sería suficiente para persuadirnos del carácter radicalmente inadecuado
de esta transferencia funcional; permitiría identificar lazos
inocultables entre algunas de esas empresas y una ultraderecha racista,
xenófoba y aporofóbica (1). ¿Qué ecuanimidad cabría esperar de esos
sujetos en el ejercicio del poder de vigilancia, especialmente cuando se
los autoriza a convertir a sus declarados enemigos en objeto?
La ruptura con respecto a la concepción formal de la policía como fuerza pública
(sometida a controles institucionales) es patente, aunque esos
controles ya sean laxos e insuficientes a la vista de la regularidad del
abuso y la corrupción institucionalizada. El presunto «monopolio de la
violencia legítima», reservado al aparato represivo de estado, queda
suspendido y, con certeza, habilita una nueva fase política –no sólo en
clave nacional- que deja muy atrás la ya endeble teoría neoliberal que
lo inspira: ni siquiera pretende reservar al estado el rol subsidiario
que doctrinalmente propone, relativo a “política fiscal”, “justicia” y
“seguridad”, dentro de un sistema de “economía de mercado”. Para esta
ideología tecnocrática ninguna frontera es sagrada, como no sea la
expansión ilimitada del capital.
Así como el partido de gobierno
ha consolidado una estructura tributaria completamente regresiva
(gravando sobre las rentas de trabajo y reduciendo la presión fiscal
sobre las rentas de capital) y ha instituido «tasas judiciales» que
restringen el derecho de las clases medias y populares a utilizar de
forma gratuita el sistema responsable de administrar “justicia” (en
verdad: un sistema manifiestamente selectivo e injusto), ahora también
menosprecia la seguridad de una parte mayoritaria de la ciudadanía. Lo
que está en juego, desde luego, no es la «abolición del estado» sino su
reconfiguración como institución política que asume de forma abierta su
condición clasista, correlativa a un capitalismo globalitario gobernado por las grandes corporaciones trasnacionales (2).
El
modelo de «estado-gendarme», por tanto, queda contradicho término a
término por una política gubernamental que no hace sino agravar las
brechas entre ricos y pobres, beneficiarios de un sistema judicial
injusto y víctimas de la judicialización, perseguidores y perseguidos,
en definitiva, opresores y oprimidos (incluso si denunciamos la
complicidad objetiva entre unos y otros y eludimos cualquier forma de
maniqueísmo moral que exalte las virtudes metafísicas de los segundos
por sobre los primeros). La desigualdad entre ciudadanos de primera y de
segunda no cesa de acrecentarse.
La presunta complementariedad y
subordinación funcional que contemplaría la nueva norma no es más que
una falsa declaración de intenciones. Abre algunas preguntas
insistentes, una vez que nos deshacemos del mito de la armonía
espontánea entre lo individual y lo colectivo o, si se prefiere, de la
mano invisible que reconduce el egoísmo hacia el bien común: ¿en qué
sentido podrían considerarse “complementarios” los intereses privados y
la seguridad pública? ¿A quiénes responderá, en última instancia, esta
nueva guardia? ¿Qué protocolos de actuación se prevén ante el
surgimiento de conflictos de intereses entre esas empresas y otros
particulares? ¿Qué normas y sanciones se estipulan para evitar el abuso
de autoridad (habitual por lo demás en los cuerpos policiales)? ¿Cómo y
quiénes supervisarán el cumplimiento efectivo de las nuevas normativas
del sector? En cualquier caso, el negocio está servido: no es difícil
advertir que su rentabilidad depende directamente de la producción
serial de sospechosos y la correlativa expansión de servicios
securitarios, incluso si ello supone una nueva afrenta a los derechos
civiles. El sentido de una política de seguridad semejante, sin embargo,
no se agota ahí. Las medidas en cuestión apuntan a blindar a las clases
propietarias de los efectos de la desigualdad radical, generalizando el
control policial sobre las clases subalternas. El aumento de la
desprotección de las mayorías frente a los matones a sueldo de siempre
(al viejo estilo cowboys) trabajando para las patronales en una ciudad sin ley está reasegurado.
Como
ya es habitual en España, los portavoces gubernamentales del poder
económico-financiero concentrado no muestran el más mínimo reparo en
seguir arremetiendo contra una democracia de por sí devaluada. El remate
de lo público y la exaltación de la iniciativa privada constituyen, sin
embargo, sólo la punta del iceberg de un proceso político, cultural y
económico más vasto que sólo puede detenerse mediante la articulación de
resistencias colectivas sistemáticas y organizadas. La aceleración de
ese proceso es signo de nuestra debilidad política. El miedo a perder lo
que no se tiene es cómplice de una expropiación sin precedentes de lo
público-estatal. Si, en nombre de la autoconservación, los guardianes
del orden quieren domesticar lo que hay de imprevisible en la vida
social, es nuestra tarea luchar para que ese impulso indomesticable no
quede enjaulado como mera supervivencia.
- El caso más flagrante quizás sea el de la empresa de seguridad valenciana “Levantina”, asociada estrechamente al partido ultraderechista “España 2000”. Al respecto, véase “El negocio de seguridad privada de la ultraderecha”, de Antonio Maestre, en http://www.lamarea.com/2013/12/11/la-ley-de-seguridad-privada-permitira-al-partido-ultra-espana-2000-ejercer-como-policia/
- Es
razonable que esa reconfiguración histórica del estado reactive debates
en la izquierda en torno al mismo sentido y legitimidad de las
estructuras estatales fundamentales, incluyendo el debate en torno a la
posibilidad misma de una policía sujeta a mandatos democráticos básicos.
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=178679
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