La Semana Santa como ritualidad vacía, como mero espectáculo cultural de masas
Vestigio de un pasado en que la religión católica actuaba como
sistema cultural hegemónico, como justificación y legitimación del orden
social, la Semana Santa se ha convertido en un mero espectáculo de
masas vacío de significación social...
, carente de toda funcionalidad que
no sea la pura diversión.
Es propio de toda sociedad religiosa que sus principales tradiciones
populares estén vinculadas, directa o indirectamente, con la religión.
La navidad, la semana santa, las fiestas patronales, las romerías, entre
otras similares, que aún perduran en nuestros días como muestra de este
tipo de tradiciones heredadas de la sociedad cristiana, no pueden ser
entendidas sin su vinculación con lo religioso, al menos en lo que se
refiere a su institucionalización en el calendario como fechas
representativas e importantes para la sociedad.
Son fechas donde la ritualidad adquiere un papel central en la
comunidad, donde la celebración de actividades rituales propias y
específicas de esas fechas sirve para manifestar, precisamente, la
importancia que la sociedad en cuestión da a tales fechas y lo que ellas
representan para la comunidad analizadas al amparo del entramado
mitológico, del conjunto de significaciones y normas sociales, que es
propio de la religión a través de la cual cobran sentido.
Es de esperar, en consecuencia, que, a medida que la influencia
social de una determinada religión entra en declive, cuando ya no es esa
religión la que nutre de contenido a las estructuras simbólicas que
legitiman y dan fundamento a la sociedad misma, cuando la comunidad, en
sus creencias comunes y absolutizadas como sagradas a través del ámbito
de lo sagrado, ya no se expresa a través de los códigos y los
significados, de la mitología, que es representativa de esa religión
antaño hegemónica, las tradiciones populares que en ella se sustentan
entren igualmente en declive, al punto de desaparecer, o, de no hacerlo,
cuando menos que acaben quedando coaptadas por, caso de haberla, la
nueva religión hegemónica, a través de la cual se han de caracterizar
las tradiciones de la nueva época, y en cuya mitología encontrarán luz.
En otras palabras, si en una determinada sociedad los hechos que se
consideran importantes y centrales en su funcionamiento ya no son
aquellos hechos que eran propios de una religión hegemónica anterior, si
ya esa sociedad no habla en el lenguaje mitológico de esa religión de
antaño, si no vive ya como experiencia común la exaltación de los
valores y los significados que caracterizan a esa religión, las
tradiciones que a ella estaban vinculadas, institucionalizadas
socialmente en una época pasada, sí ajustada a tales hechos, como forma,
precisamente, de reforzar y consolidar la importancia de lo que se
expresa a través de esa religión que le era propia, dejan de tener
sentido como tradiciones populares, vinculadas a las prácticas rituales,
pues no serán capaces de poder encontrarlo en la mitología que ahora
rige como marco de interpretación para los sujetos de los nuevos
tiempos, y un ritual que no sirve para concretizar y traer al mundo real
lo que se expone en los mitos que son propios de una sociedad, no
cumple función alguna, más allá del mero espectáculo.
Esto no quiere decir que, por ello, obligatoriamente deban
desaparecer. Como hemos dicho, pueden encontrar acomodo en la nueva
sociedad a través de su vinculación, directa o indirecta, a los nuevos
códigos mitológicos reinantes, dejándose coaptar por ellos. Pueden pasar
a ser expresión de esa nueva mitología, o, simplemente, insertarse en
la lógica de funcionamiento que tal mitología impone a la sociedad,
convertidas en lo demás en mero espectáculo, sin finalidad ritual
alguna, que sirva a modo de reminiscencia/vestigio del pasado, como
expresión de la memoria colectiva que se habla a sí misma de lo que la
sociedad fuera en un pasado, o simplemente como show cultural.
A la Semana Santa en Andalucía le ha ocurdido exactamente eso. Con la
desparición del cristianismo como dador de sentido a la sociedad de
nuestros días, con la sustitución del viejo Dios cristiano por el nuevo
Dios-Mercado, ha dejado de funcionar como ritual simbólicamente
significativo, y se ha convertido en un espectáculo cultural de masas
inserto dentro de las lógicas que son propias de la sociedad de consumo
capitalista, sin más propósito real que servir como elemento para el
ocio y la diversión, como fomentadora del turismo y como incitación al
consumo generalizado.
En Semana Santa, las calles de Andalucía se llenan de miles de
personas que, a una misma vez que participan de la tradición, llenan la
caja de todo tipo de negocios, incluidos los que mueven las propias
cofradías, que estarán encantadas si le compras ese llavero, esa
estampita o esa figurita que sus cofrades te venden al paso de la
procesión por un módico precio, y que les permitirá financiar los gastos
necesarios para que su cofradía pueda seguir tratando de ser más
atractiva y renombrada que las demás el próximo año, para que no pase
indiferente ante un público que demanda espectáculo.
La Semana Santa, pese a su fuerte implantación social, pese a ser una
tradición cultural que sigue teniendo mucho seguimiento entre personas
de todas las clases sociales, ha perdido su función ritual como
expresión de los valores y significados sociales compartidos por la
comunidad, como concreción en el mundo real de lo que la sociedad
considera importante en su existencia cotidiana, de la mitología que le
da sentido y legitimidad como sociedad, transmutándose en mero
espectáculo cultural de masas, en el mejor de los casos, o en una vulgar
expresión del ocio institucionalizado y convertido igualmente en
actividad de masas, en el peor.
Un espectáculo en el cual la lógica de la mercantilización y el
consumo como actividad de masas se han hecho plenamente presentes,
acompañándola en su desarrollo como un elemento más de la parafernalia
necesaria para su normal celebración, representativo, aunque,
ciertamente, no central sino subordinado.
Las masas no viven los hechos rituales que simbolizan las imágenes
que los costaleros cargan sobre sus hombros en concordancia a la
mitología cristiana que en algún momento sirvió para darle contenido
significativo a la fiesta, no afrontan esta semana como una semana de
reflexión y confirmación de sus creencias, no rememoran el sufrimiento y
sacrificio en la Cruz que Cristo vivió como forma de reflexionar sobre
el sentido de sus vidas y su compromiso con el seguimiento a la palabra
de ese hombre que murió por ellos en la Cruz, de ese redentor que, con
el ejemplo de su vida, como con el ejemplo de su muerte, pretendió
redimir a la humanidad de su pecado original, tal cual es propio de lo
que la Semana Santa representa para las creencias cristianas.
La semana santa se vive como mero espectáculo, como ritualidad vacía
transmutada en espectáculo cultural de masas. Se llora si ese día llueve
y no puede salir a realizar su estación de penitencia la cofradía de la
que somos cofrades o con la que más identificados nos sentimos, se
llenan las calles a rebosar y se esperan horas, si es necesario, para
ver pasar a ese Cristo o esa Virgen, el mismo/la misma de todos los años
y que podríamos ver igual cualquier día del año en donde se encuentre
ubicada, echar unas fotos y aplaudir a su paso las veces que aquello nos
deleite con su presencia o el actuar de quienes en ella participan, a
una vez que la música de sus bandas musicales ponen el necesario
acompañamiento melódico a ese momento festivo, en esencia el mismo que
el año pasado, y el anterior, y el anterior, pero que sigue siendo capaz
de arrancarnos palabras de admiración y grandes ovaciones.
Las procesiones de silencio se viven como un elemento más del
decorado de las fechas, a la espera de dirigirse hacia otro escenario
más similar a lo que comúnmente asociamos en nuestra memoria a la Semana
Santa: olor a incienso, tronos que son bailados y elevados a los
altares por sus costaleros, nazarenos que tocan la trompeta y los
timbales como si estuvieran poseídos o que pasean cirios gigante con
orgullo y sentimiento, alguna que otra persona descalza acompañando las
imágenes en señal de promesa, mujeres vestidas de negro que lucen
palmito saludando a cuantos conocidos se cruzan durante el recorrido,
un/a espontáneo/a que se anima con una saeta, costaleros que se
emocionan cuando salen del trono y presumen de cuello rojo como
demostración de sacrificio y virilidad, costaleras que le rinden
pleitesía a su Virgen con el fervor propio de quien se siente
identificada con ella como modelo a seguir, y al fin esos representantes
de la autoridad, en forma de capataces que dirigen los tronos, o de
cualquiera de las diversas representaciones, civiles o militares, de la
misma, que en no pocos casos acompañan a los cofrades insertos dentro
del propio show, siendo una parte más del espectáculo. Puro show.
Y luego, claro, a tomarse la cervecita en el bar, un helado con los
hijos en la heladería más cercana, o ese cafelito con pastas mientras
charlamos de cualquier cosa, relacionada o no con la Semana Santa, que
es lo de verdad importante.
Una buena excusa para ponerse guapo/a, estrenar la última ropa que
compramos expresamente para la ocasión unas semanas antes, y salir a
vivir en comunidad, a compartir el espectáculo y a disfrutar junto a
nuestros conciudadanos de estos momentos tan arraigados en nuestra
memoria colectiva, en esas calles del centro de la ciudad abarrotadas de
gente de los barrios obreros y más humildes de la urbe que normalmente
no pisan por allí ni por despiste, o si lo hacen es como mero espacio de
tránsito, y que esa semana hacen suyas, en igualdad de condiciones,
aparentemente, con lo más selecto y glamouroso de la jerarquía social.
Los andaluces hoy, incluso los más amantes de la Semana Santa (con
excepciones contadas), ven la tradición de la misma forma que puede
verla el turista que se acerca a nuestra tierra estos días y no ha
conocido más referencias simbólicas de la fiesta que lo que sus ojos
pueden ver en ese momento, que el espectáculo de arquitectura, música y
estética nazarena que desfila ante sus ojos como espectáculo de masas,
como teatro viviente que se hace presente en las calles de la ciudad.
Como un gran perfomance que carece de más significado que el extasiarse
con su contemplación y nada más.
Hay a quien le molesta la ocupación del espacio público que las
procesiones hacen durante estas fechas, y critican que una tradición
vinculada a una determinada confesión religiosa pueda tener ese
privilegio que no debería ser propio de un estado aconfesional y una
sociedad laica. A mí no. A mí precisamente lo que la Semana Santa me
evoca hoy es el declive total en el que vive inmersa la religión
católica, su incapacidad para regir la vida de las personas, y su
desaparición de la esfera pública como fuente de legitimación y
justificación de las creencias sociales y del orden social.
Ojalá algún día los ritos que hoy son más propios y característicos
de la sociedad de consumo, del capitalismo, tales como el consumo como
acto de valoración social y de estratificación a nivel simbólico de la
sociedad, se presenten ante nuestros ojos como ahora lo hace la Semana
Santa. Como mero espectáculo delimitado a un tiempo y un espacio
concreto, vacío de toda capacidad ritual, y carente de significación
social.
Eso querrá decir que el capitalismo habrá muerto, por muy acto de
masas que ese espectáculo sea en esos días concretos y esos espacios
concretos. Por mí podrían hacer todas las semanas de consumo que
desearan e invadir todos los espacios públicos que quisieran, ello solo
sería muestra de su derrota.
Lo triste, en definitiva, es que hoy ya se da ese Semana del Consumo,
esa invansión del espacio público para ponerlo al servicio de los
creyentes consumistas/capitalistas. Se inserta tras la ritualidad vacía
de la Semana Santa, y, al fin, es lo único que expresa de verdad durante
estos días una ritualización religiosa, real y acorde a la mitología y
el ámbito de lo sagrado consumista/capitalista que rige nuestra sociedad
actual. Del cristianismo, poco expresa ya esta semana. Salvo el
constatar que hasta no hace tanto ocupaba el mismo espacio
socio/cultural que hoy ocupa la religión consumista/capitalista, el
Dios-Mercado.
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