COMO SIOUX, por Javier Marías (texto para el comentario crítico)
"... martirizando al
personal a la hora de la siesta... llevo siete días literalmente
cercado, prisionero, sitiado por las hordas católico-turísticas, que,
como todos los años –pero siempre más–, toman los centros de las
ciudades de España e impiden toda vida en ellos....
... el permanente ruido de
sus clarines y tambores me lo he tenido que chupar por narices, más allá
de la medianoche, porque, en un Estado aconfesional, la ciudad se les
entrega para que hagan con ella lo que quieran y además lo impongan a la
población entera, sea o no católica...La España actual se parece cada
vez más a la del franquismo"
COMO SIOUX
Me siento ante la máquina en Sábado
Santo, y es la primera vez que lo hago desde... el pasado Domingo de Ramos,
y eso porque debo entregar este artículo y no me queda más remedio.
Ahora mismo, por delante de mi casa, pasa una banda de tamborileros
siniestros (túnicas marrones y capirotes morados, vaya mezcla) que
atruenan todo el barrio. Son de la Cofradía de la Coronación de Espinas,
de Zaragoza, y no sé qué diablos hacen en Madrid martirizando al
personal a la hora de la siesta. En realidad sí lo sé, ya que llevo
siete días literalmente cercado, prisionero, sitiado por las hordas
católico-turísticas, que, como todos los años –pero siempre más–, toman
los centros de las ciudades de España e impiden toda vida en ellos. A la
Iglesia Católica y al Ayuntamiento les ha dado la gana de que yo no
escriba, ni trabaje, ni lea, ni escuche música, ni vea una película, ni
pueda hablar por teléfono, ni recibir una visita, durante ocho días.
También ha decidido que no pueda salir de mi casa si no es para
mezclarme con la muchedumbre fervoroso-festiva e incorporarme a sus
incontables procesiones, cada una de las cuales dura unas cinco horas.
Sólo por delante de mi portal han pasado ya unas siete, la primera, como
he dicho, el Domingo de Ramos. Desde entonces he vivido a su merced
inmisericorde: el permanente ruido de sus clarines y tambores me lo he
tenido que chupar por narices, más allá de la medianoche, porque, en un
Estado aconfesional, la ciudad se les entrega para que hagan con ella lo
que quieran y además lo impongan a la población entera, sea o no
católica.
La España actual se parece cada vez más a
la del franquismo, es decir, cada vez resulta más decimonónica.
Entonces –durante el franquismo– la Semana Santa era obligatoria. Estaba
prohibido emitir por la radio cuanto no fueran misas y música más o
menos religiosa; a los cines se les permitía exhibir tan sólo películas
pías o, a lo sumo, de la época de Cristo, y uno tenía gran suerte si
podía ver Ben-Hur o Barrabás, que al menos eran
espectaculares y con gladiadores; a los niños nos decían las abuelas que
no podíamos cantar ni estar alegres; el luto por un muerto de hacía dos
mil años se imponía a toda la ciudadanía. Ahora las televisiones no
sólo pasan las mismas películas y algunas nuevas y peores, como la
histérica y demente versión de Mel Gibson, sino que en sus telediarios
sacan sin cesar imágenes de procesiones, como si éstas fueran noticia,
sin la menor vergüenza.
Aparte de las molestias, es lo que todo
esto precisamente me causa: vergüenza. No es que haya más beatos que
hace unos años. De hecho, y bien se duele la Iglesia, la sociedad está
cada vez más secularizada. Lo que ocurre es que a las procesiones se les
ha visto el gancho tribal-folklórico. Como he asistido a un montón de
ellas a pesar mío, sé de qué hablo. La mayor parte del público que las
mira y sigue son guiris de la peor especie con sus cámaras idiotas
permanentemente alzadas. Contemplan el espectáculo –si es que a cosa tan
aburrida y sórdida se la puede llamar así– de la misma manera que
nosotros observaríamos una danza comanche o sioux alrededor de unos
tótems. Ven a unos tipos flagelándose, andando de rodillas o descalzos,
cargando cruces y demás, como nosotros veríamos a unos indios
sometiéndose a la ceremonia de iniciación consistente en ser izado por
unos ganchos clavados al pecho, cuya carne se desgarra largo rato, o
como vemos por televisión a ciertos musulmanes desollarse vivos en no
recuerdo qué efeméride. Se quedan atónitos esos turistas ante las
lágrimas o las expresiones de inverosímil arrobo que los más devotos
dedican al paso de unas efigies horrendas y sobrecargadas, sean el
Cristo de los Escaparates o la Virgen del Pasamontañas. No nos causa
rubor ofrecernos en nuestra vertiente más primitiva, más supersticiosa,
más atrasada. Es más, lo procuramos: vean lo exóticos que somos, y qué
brutos, y qué elementales, y qué cutres. Lo más deprimente es que este
regreso al tribalismo es también jaleado por gentes supuestamente
racionales y de izquierdas. Digo supuestamente porque nadie que no sea
un propagandista de la fe católica, o un mercachifle avispado, puede
prestarse a ser costalero o cofrade, y ahora hay muchos presuntos
agnósticos o ateos que se privan por ser admitidos en la Hermandad del
Vinagre o en la Cofradía de los Californios, les da lo mismo. A eso se
lo llama, desde los tiempos del Cristo, ser un fariseo.
Cada vez más decimonónicos, sí, en
Madrid al menos. Un Ayuntamiento y una Comunidad beatos le van a
permitir a la Iglesia edificar, en la privilegiada zona entre San
Francisco el Grande y las Vistillas, un “pequeño Vaticano” de miles de
metros cuadrados. Con ello la Iglesia se cargará el mejor perfil de la
ciudad, que pintaran Goya y otros, esa vista dejará de existir para
siempre. ¿Y qué hará la Iglesia a cambio? Es risible. “Devolverá” unos
terrenitos que el anterior alcalde, Álvarez del Manzano, le había donado.
En un Estado aconfesional, la Iglesia Católica no sólo recibe dinero a
espuertas de los contribuyentes, sino que le salen gratis sus tropelías
urbanísticas, a las que se opone todo el vecindario. Si esto no es
franquismo, que venga el tirano y lo vea. Claro que entonces esta
tétrica Iglesia lo volvería a cobijar bajo palio, como antaño.
(El País Semanal, 26 de abril de 2009)
Tomado de dueloliterae
Comentarios
Publicar un comentario