"...Se miraron por última vez pendientes de cualquier señal
nocturna, de la consigna inevitable de resistir, atacar al monstruo fascista
donde más le dolía, sobrevivir para refugiarse de nuevo en el lecho tendido
sobre flores perfumadas, nubes de colores, la fragancia de la liberación...."
La caricia parecía formar parte de aquel ritual añejo,
Patricia y Luján pasaban algunas tardes del exilio amándose, desnudos en la
pequeña habitación del hotel Manila, en el viejo barrio del París ocupado por
los nazis. Sus encuentros clandestinos ya formaban parte de la cotidiana lucha
armada contra la barbarie, la misma que les hizo huir como polizones en el
minúsculo barquito de vapor, escondidos en la bodega desde la partida de Puerto
Cabras, en la Fuerteventura sometida por el terror del golpe de estado del 36.
No paraban de besarse, cada beso evocaba el recuerdo
de su tierra amada, la salinidad imperturbable de la ternura en cada gesto, en
la mirada, navegando en la sangre como dos náufragos del amor eterno, dos supervivientes
en el pequeño oasis entre la masacre, flotando entre sabanas y almohadas perfumadas,
buscando una salida al sangriento vendaval de dolor, la inmensa crueldad del totalitarismo
en Canarias y Francia, en los desiertos de arena de la isla africana, en los
prados verdes del país de la libertad.
Era muy difícil sobrevivir comprometidos con la
resistencia, los dos trabajaban, ella de camarera en un restaurante del centro,
muy cerca de la Torre Eiffel, él de leñador en las afueras, en los bosques que
rodeaban aquella ciudad acorralada, dos vidas, dobles personalidades, la de
extranjeros migrantes, la de comprometidos milicianos, ella como enlace y
correo en las frías noches, jugándose la vida en cada segundo, él como
guerrillero de “La Nueve”, integrada por partisanos de varios países, héroes
del pueblo, libertadores gloriosos
alzados contra el holocausto de la esperanza.
En medio de la lluvia los amantes no daban tregua a
la tristeza, Patricia miró aquella noche a los ojos de Luján, se decían todo en
silencio, tanto sufrimiento, los miles de camaradas asesinados en las islas, las
noticias que llegaban de los que ya no estaban, aquellos que habían sido
arrojados al mar dentro de sacos, atados de pies y manos, vivos, también
tirados a los pozos y oscuros agujeros volcánicos, fusilados en los campos de
tiro de los sediciosos cuarteles, un genocidio orquestado por una oligarquía
isleña corrupta, la Iglesia Católica, como siempre, falangistas psicópatas,
sanguinarios, los generales que vinieron de África para cercenar y destruir la
democracia de las flores republicanas.
Los dos abrazados miraban al techo, una arañita
tejía su telita insignificante en una esquina como ausente del mundo, la
suciedad de las paredes de la humilde habitación, la cama revuelta y las pieles
erizadas por el recuerdo, por seguir juntos a pesar de todo, sabiendo que
podían estar muertos en cualquier momento, desde el preciso instante en que se decidieron
a luchar hasta el final, desde la islita perdida y lejana, escondidos en el
barco, para verse ahora combatiendo en el inmenso continente del miedo.
Llegó la hora de salir, afuera la noche era oscura,
premonitoria de sueños terribles, se besaron en la puerta mientras pasaba un
convoy alemán, se soltaron la mano y partieron hacia la tarea habitual, frágil,
secreta y heroica, siempre Luján volvía la cabeza varias veces esperando una
última mirada por si no se volvían a ver, cada vez se encontraba con los ojos
verdes de Patricia, una sonrisa que parecía iluminar la flagrante injusticia de
un pueblo invadido, dar calor a cada campo de exterminio, donde millones de
seres humanos sufrían la tortura y la masiva muerte.
Se miraron por última vez pendientes de cualquier señal
nocturna, de la consigna inevitable de resistir, atacar al monstruo fascista
donde más le dolía, sobrevivir para refugiarse de nuevo en el lecho tendido
sobre flores perfumadas, nubes de colores, la fragancia de la liberación.
La placentera oscuridad
El
camino real hacia Teror era casi un riachuelo del agua pura que caía del cielo,
los dos luchadores subían aprovechando la nocturnidad del frío verano, un
tiempo extraño en agosto del 36, ambos iban callados, adaptando el paso, el pausado
ritmo, al embarazo de la mujer de Antonio Soto, la pobre Lidia Alonso, que
avanzaba lenta con las manos acariciando suavemente su vientre, donde cálida
iba bien resguardada la chiquitita Rosita, calentita, sin saber que la huida
era terrible, que se jugaban sus jóvenes vidas, subiendo San José del Álamo, un
ascenso desesperado hacia lo desconocido entre la oscuridad de una noche que se
avecinaba estrellada entre el olor a incienso moruno y tabaibas (1)....
El sagrado ritual
Don
Juan, el cura, con sotana y pistola al cinto, puso como condición al grupo de
siete hombres, que para poder escribir una carta a sus familias antes de ser
fusilados tendrían que confesarse. Los condenados miraban indignados el papel
en blanco, el viejo lapicero de la destartalada mesa, desesperados por la
muerte inminente. Solo faltaba media hora para la ejecución en el campo de tiro
de La Isleta. Algunos decidieron humillarse aunque no creyeran en aquella
sanguinaria religión que apoyaba el golpe fascista, mientras el sacerdote
mostraba su satisfacción con media sonrisa, gesto marcial, sentado al fondo del
viejo habitáculo utilizado como prisión provisional para los reos antes de
masacrarlos.....
La huída de Carla y Martinita
Carla
Ramírez subía a toda prisa el barranco de Guayadeque a la altura de Cuevas
Muchas. Avanzaba rápido, mojada y llena de barro con su niña en brazos bajo la
lluvia, la bebita de solo once meses se aferraba al pecho de su madre, al
escaso calor, al sudor del miedo. En el pequeño bolso una foto enmarcada de
Pedro Morales, su joven marido asesinado, arrojado a la Sima de Jinámar por los
fascistas el día anterior....
El rastro de la sangre
La pobre Pilar bajó presurosa la cuesta del barrio
de San Juan y ya sabía que habían fusilado a su marido Pablo, iba directa al
cementerio de Las Palmas con la esperanza de llegar a tiempo para ver el
cadáver antes de que lo arrojaran a la fosa común, la habían avisado de que el “camión
de la carne” ya salía del campo de tiro de La Isleta cargado de hombres
asesinados, dejando un reguero de sangre por toda la calle Faro, avanzando por
Triana mientras todo el mundo veía el liquido rojo como una especie de marca,
de señal de que lo más siniestro y brutal de la especie humana ahora tomaba las
riendas del poder, seres sin escrúpulos para asesinar masivamente, para
destruir la esperanza de todo un pueblo....
El presagio del agua
Los
llevaban barranco de Tamaraceite Abajo a los cuatros muchachos de la CNT, todos
bien atados por el cuello con cadenas, las manos a la espalda con las muñecas
casi rotas por la soga de pitera, el verdugo de Tenoya se encargaba de
azotarlos salvajemente con la pinga de buey, venían desde cerca de La Milagrosa
dándoles leña sin parar, dejaban tras de si un reguero de sangre y vómitos.
–¿Les
sigo pegando mi amo? –Preguntó el tenoyero mayordomo de los Betancores en los
tomateros de Los Giles-
-Arráncales
el pellejo a estos hijos de puta, -afirmó tajante el tabaquero Eufemiano-....
La inmensidad del dolor eterno
Santiago
Rodríguez, decía en la oscuridad del alpendre que los mayores criminales habían
sido los hijos del Conde y de la Marquesa, el empresario tabaquero, los
terratenientes ingleses del sur y el norte de Gran Canaria con apellidos raros,
difíciles de pronunciar, ellos los llamaban “Chonis”. El viejo pastor lo
comentaba en voz muy bajita mientras ordeñaba las cabras de la viejita
Florencia, el diminuto espacio olía a estiércol y queso curado. La ausencia de
los miles de camaradas asesinados por los fascistas presidía cada mañana el
encuentro de los cuatro amigos....
El lecho de la brisa
En
la vieja cama retozaban con esa inmensa ternura que solo se consigue cuando
existe un amor verdadero, parecían conocerse desde siempre, desde lejos.
Juvenal Machado y Elvira Galindo se pasaban la tarde entera de cada viernes amándose
en la vieja casa de El Palmar de Teror, era de la tía del muchacho, le dejaba
las enormes llaves de hierro colgadas del clavo del alpendre, el refugio donde
descansaba la cabrita con sus dos baifos (1),
las gallinas del pescuezo pelado, el pequeño grupo de gallos ingleses de pelea,
que usaba su marido el docente de Arucas en las riñas de Cardones, antes de que
se lo llevaran para siempre....
La sagrada tierra colorada
La madrugada del aquel septiembre era más estrellada
que nunca, apenas corría la brisa y un olor a romero inundaba las calles del
pequeño pueblito de Taganana (Tenerife), el silencio de siempre, ancestral, el
mismo de cuando los indígenas canarios recorrían con sus cabras los
acantilados, aquella altitud repleta de magia y vegetación, viendo los roques
inundados de la espuma del Atlántico inmortal, el azulado océano de donde
vinieron los primeros pobladores desde el misterioso norte del continente
africano....
Tormenta en la memoria en las manos de Alfon
Después
de
publicar el libro “Tormenta en la memoria” (Editorial Hades), sobre los
miles de crímenes franquistas en las Islas Canarias, de las primeras
cosas que me pasaron por la cabeza fue que el preso político, Alfon,
pudiera tenerlo, leerlo, conocer lo que
sucedió en esta tierra olvidada por el estado español, víctima de sus
políticas
de recortes y generalizada corrupción política....
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