El 28 de septiembre de 1864, la sala
del St. Martin's Hall, un edificio situado en el corazón de Londres,
se encontraba a rebosar. Habían concurrido hasta abarrotarla cerca
de dos mil trabajadoras y trabajadores para escuchar un mitin de
algunos sindicalistas ingleses y colegas parisinos. Gracias a esta
iniciativa nacía el punto de referencia del conjunto de las
principales organizaciones del movimiento obrero: la Asociación
Internacional de Trabajadores.
En pocos años, la Internacional levantó pasiones por toda
Europa. Gracias a ella, el movimiento obrero pudo comprender más
claramente los mecanismos de funcionamiento del modo de
producción
capitalista, adquirió mayor conciencia de su propia fuerza e inventó
nuevas formas de lucha. A la inversa, en las clases dominantes causó
horror la noticia de la formación de la Internacional. La idea de
que los obreros reclamasen mayores derechos y un papel activo en la
historia suscitó repulsión en las clases acomodadas y fueron
numerosos los gobiernos que la persiguieron con todos los medios a su
alcance.
Las organizaciones que fundaron la Internacional eran muy
diferentes entre sí. Su centro motor inicial fueron las Trade Unions
inglesas, que la consideraron como el instrumento más idóneo para
luchar contra la importación de mano de obra de fuera durante las
huelgas. Otra rama significativa de la asociación fue la de los
mutualistas, la componente moderada fiel a la teoría de Proudhon,
predominante en aquel entonces en Francia; mientras que el tercer
grupo, por orden de importancia, fueron los comunistas, reunidos en
torno a la figura de Marx. Formaron parte inicialmente también de la
Internacional grupos de trabajadores que reivindicaban teorías
utópicas, núcleos de exiliados inspirados por concepciones
vagamente democráticas y defensores de ideas interclasistas, como
algunos seguidores de Mazzini. El empeño de lograr que convivieran
todas estas almas en la misma organización fue indiscutiblemente
obra de Marx. Sus dotes políticas le permitieron conciliar lo que no
parecía conciliable y le aseguraron un futuro a la Internacional.
Fue Marx quien le otorgó a la Asociación la clara finalidad de
realizar un programa político no excluyente, si bien firmemente de
clase, como garantía de un movimiento que aspiraba a ser de masas y
no sectario. Fue siempre Marx, alma política del Consejo General de
Londres, quien redactó casi todas las resoluciones principales de la
Internacional. Sin embargo, a diferencia de lo propagado por la
liturgia soviética, la Internacional fue mucho más que solo Marx.
Desde finales de 1866, se intensificaron las huelgas en muchos
países europeos y fueron el corazón vibrante de una significativa
época de lucha. La primera gran batalla ganada gracias al
apoyo de la Internacional fue la de los broncistas de París en el
invierno de 1867. En este periodo tuvieron también un desenlace
victorioso las huelgas de los trabajadores fabriles de Marchienne,
las de los obreros de la cuenca minera de Provenza, de los mineros
del carbón de Charleroi y de los albañiles de Ginebra. En cada uno
de estos acontecimientos, se repite de modo idéntico la pauta: se
recauda dinero en apoyo de los huelguistas, gracias a los
llamamientos redactados y traducidos por el Consejo General y luego
enviados a los trabajadores de otros países, y al entendimiento a
fin de que estos últimos no lleven a cambio acciones de
rompehuelgas.
Todo lo cual obligó a los patronos a buscar un
compromiso y aceptar muchas de las peticiones de los obreros. Se
inició una época de progreso social, durante la cual el movimiento
de trabajadores consiguió mayores derechos para aquellos que aun no
gozaban de ellos, sin substraérselos, como prescribían en cambio
las recetas liberales de la derecha, a todos aquellos para los que ya
se habían conquistado con esfuerzo. Tras el éxito de estas luchas,
fueron centenares de afiliados los que se adhirieron a la
Internacional en todas las ciudades en las que se habían registrado
huelgas.
No obstante las complicaciones derivadas de la heterogeneidad de
lenguas, culturas políticas y países implicados, la Internacional
logró reunir y coordinar más organizaciones y numerosas luchas
nacidas espontáneamente. Su mayor mérito fue el de haber sabido
indicar la absoluta necesidad de la solidaridad de clase y de la
cooperación transnacional. Objetivos y estrategias del movimiento
obrero han cambiado irreversiblemente y se han vuelto de enorme
actualidad también hoy, 150 años después.
La proliferación de huelgas cambió también los equilibrios en
el interior de la organización. Se contuvo a los componentes
moderados y el Congreso de Bruselas de 1868 votó la resolución
sobre la socialización de los medios de producción. Dicha acción
representó un paso decisivo en el recorrido de definición de las
bases económicas del socialismo y, por vez primera, uno de los
baluartes reivindicativos del movimiento obrero quedó integrado en
el programa político de una gran organización. Sin embargo, tras
haber derrotado a los partidarios de Proudhon, Marx hubo de
enfrentarse a un nuevo rival interno, el ruso Bakunin, que se sumó a
la Internacional en 1869.
El periodo comprendido entre el final de los años 60 y el inicio
de los años 70 fue rico en conflictos sociales. Muchos de los
trabajadores que tomaron parte en las protestas surgidas en este arco
temporal recabaron el apoyo de la Internacional, cuya fama se iba
difundiendo cada vez más. De Bélgica a Alemania y de Suiza a
España, la Asociación aumentó su número de militantes y
desarrolló una eficiente estructura organizativa en casi todo el
continente. Llegó además también más allá del océano, gracias a
la iniciativa de los inmigrantes reunidos en los Estados Unidos de
Norteamérica.
El momento más significativo de la historia de la Internacional
coincidió con la Comuna de París. En marzo de 1871, tras la
terminación de la guerra franco-prusiana, los obreros expulsaron al
gobierno Thiers y tomaron el poder. Esto constituyó el
acontecimiento político más importante de la historia del
movimiento obrero del siglo XIX. Desde ese momento, la Internacional
estuvo en el ojo de huracán y adquirió gran notoriedad. En boca de
la clase burguesa, el nombre de la organización devino sinónimo de
amenaza al orden constituido, mientras que en que la de los obreros
asumió el de esperanza en un mundo sin explotación ni injusticias.
La Comuna de París le dio vitalidad al movimiento obrero y le movió
a asumir posiciones más radicales. Una vez más, Francia había
mostrado que la revolución era posible, que el objetivo podía y
debía ser la construcción de una sociedad radicalmente diferente de
la capitalista, pero también que para alcanzarlo, los trabajadores
tendrían que crear formas de asociación política estables y bien
organizadas.
Por esta razón, durante la Conferencia de Londres de 1871 propuso
Marx una resolución sobre la necesidad de que la clase obrera se
dedicara a la batalla política y construyera, allí donde fuera
posible, un nuevo instrumento de lucha considerado indispensable para
la revolución: el partido (entonces utilizado sólo por los obreros
de la Confederación Germánica). Muchos, sin embargo, se opusieron a
esta decisión. Más allá del grupo de Bakunin, contrario a
cualquier política que no fuera la de la destrucción inmediata del
Estado, varias federaciones se unieron en su impaciencia y rebeldía
respecto a la propuesta del Consejo General, al estimar que la
elección de Londres era una injerencia en la autonomía de las
federaciones locales. El adversario principal del giro iniciado por
Marx fue una atmósfera todavía remisa a aceptar el salto
cualitativo propuesto. Se desarrolló así un enfrentamiento que hizo
de la dirección de la organización, mientras se extendía en Italia
y se ramificaba también en Holanda, Dinamarca, Portugal e Irlanda,
algo aún más problemático.
En 1872 la Internacional era muy diferente de lo que había sido
en el momento de su fundación. Los componentes democrático-radicales
habían abandonado la Asociación, tras haber sido arrinconados. Los
mutualistas habían sido derrotados y sus fuerzas, drásticamente
reducidas. Los reformistas ya no constituían la parte predominante
de la organización (salvo en Inglaterra) y el anticapitalismo
se había convertido en línea política de toda la Internacional,
también de las nuevas tendencias – como la anarquista, dirigida
por Mijail Bakunin, y la blanquista – que se habían sumado en el
curso de los años. El escenario, por otro lado, había cambiado
también radicalmente fuera de la Asociación. La unificación de
Alemania, acontecida en 1871, sancionó el inicio de una nueva era en
la que el Estado nacional se afirmó definitivamente como forma de
identidad política, jurídica y territorial. El nuevo contexto hacía
poco plausible la continuidad de un organismo supranacional en el
cual las organizaciones de varios países, si bien dotadas de
independencia, debían ceder una parte considerable de la dirección
política.
La configuración inicial de la Internacional quedaba superada y
su misión originaria había concluido. No se trataba ya de preparar
y coordinar iniciativas de solidaridad a escala europea, en apoyo de
huelgas, ni de convocar congresos para discutir acerca de la utilidad
de la lucha sindical o de la necesidad de socializar la tierra y los
medios de producción. Estos temas se habían convertido en
patrimonio colectivo de todos los componentes de la organización.
Tras la Comuna de París, el verdadero desafío del movimiento obrero
era la revolución, o sea, cómo organizarse para poner fin al modo
de producción capitalista y derrocar las instituciones del mundo
burgués.
En décadas sucesivas, el movimiento obrero adoptó un programa
socialista, se extendió primero por toda Europa y luego por todos
los rincones del mundo, y construyó nuevas formas de coordinación
supranacionales que reivindicaban el nombre y la enseñanza de la
Internacional. Ésta imprimió en la conciencia de los proletarios la
convicción que la liberación del trabajo del yugo del capital no
podía conseguirse dentro de las fronteras de un solo país sino que
era, por el contrario, una cuestión global. E igualmente, gracias a
la Internacional, los obreros comprendieron que su emancipación sólo
podían conquistarla ellos mismos, mediante su capacidad de
organizarse, y que no iba a delegarse en otros. En suma, la
Internacional difundió entre los trabajadores la conciencia de que
su esclavitud sólo terminaría con la superación del modo de
producción capitalista y del trabajo asalariado, puesto que las
mejoras en el interior del sistema vigente, las cuales, no obstante,
se intentaban conseguir, no transformarían su condición
estructural.
En una época en la que el mundo del trabajo se ve constreñido,
también en Europa, a sufrir condiciones de explotación y formas de
legislación semejantes a las del XIX y en la que viejos y nuevos
conservadores tratan, una vez más, de separar al que trabaja del
desempleado, precario o migrante, la herencia política de la
organización fundada en Londres recobra una extraordinaria
relevancia. En todos los casos en los que se comete una injusticia
social relativa al trabajo, cada vez que se pisotea un derecho,
germina la semilla de la nueva Internacional.
Marcello Musto es profesor de
Sociología teórica en la York University de Toronto. Estudioso de
marxismo y de historia del movimiento obrero, ha publicado una
antología política de la Primera Internacional, Workers Unite!
The International 150 Years Later (Bloomsbury 2014), ya
traducida al portugués (Boitempo 2014) y al italiano (Donzelli
2014).
http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=7339
**************
K. Marx
Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores
Fundada el 28 de septiembre de 1864,
en una Asamblea Pública
celebrada en Saint Martin's Hall de Long Acre,
Londres[1]
Escrito: por C. Marx entre el 21 y el 27 de octubre de 1864.
Primera edición: Publicado en inglés en el folleto Addres and ProvisionalRules of the Working Men's International Association, Established September 28, 1864, at a Public Meeting held at St. Martin's Hall, Long Acre, London, editado en Londres en noviembre de 1864. Al mismo tiempo se publicó la traducción al alemán, hecha por el autor, en el periódico Social-Demokrat, núm. 2 y en el apéndice al núm. 3, del 21 y 30 de diciembre de 1864.
Digitalización y Edición electrónica: Marxists Internet Archive, 2001.
Primera edición: Publicado en inglés en el folleto Addres and ProvisionalRules of the Working Men's International Association, Established September 28, 1864, at a Public Meeting held at St. Martin's Hall, Long Acre, London, editado en Londres en noviembre de 1864. Al mismo tiempo se publicó la traducción al alemán, hecha por el autor, en el periódico Social-Demokrat, núm. 2 y en el apéndice al núm. 3, del 21 y 30 de diciembre de 1864.
Digitalización y Edición electrónica: Marxists Internet Archive, 2001.
Trabajadores:
Es un hecho notabilísimo el que la miseria de las masas
trabajadoras no haya disminuido desde 1848 hasta 1864, y, sin embargo,
este período ofrece un desarrollo incomparable de la industria y el
comercio.
En 1850, un órgano moderado de la burguesía británica, bastante bien
informado, pronosticaba que si la exportación y la importación de
Inglaterra ascendían a un 50 por 100, el pauperismo descendería a cero.
Pero, ¡ay! el 7 de abril de 1864, el canciller del Tesoro [*]
cautivaba a su auditorio parlamentario, anunciándole que el comercio de
importación y exportación había ascendido en el año de 1863 «a
443.955.000 libras esterlinas, cantidad sorprendente, casi tres veces
mayor que el comercio de la época, relativamente reciente, de 1843».
Al mismo tiempo, hablaba elocuentemente de la «miseria».
«Pensad —exclamaba— en los que viven al borde de la miseria», en los
«salarios...
que no han aumentado», en la «vida humana...
que de diez casos, en nueve no es otra cosa que una lucha por la
existencia».
No dijo nada del pueblo irlandés, qu en el Norte de su país es
remplazado gradualmente por las máquinas, y en el Sur, por los
pastizales para ovejas.
Y aunque las mismas ovejas disminuyen en este desgraciado país, lo hacen
con menos rapidez
que los hombres.
Tampoco repitió lo que acababan de descubrir en un acceso súbito de
terror los más altos representantes de los «diez mil de arriba».
Cuando el pánico producido por los «estranguladores» [2]
adquirió grandes proporciones, la Cámara de los Lores ordenó que se
hiciera una investigación y se publicara un informe sobre los penales y
lugares de deportación.
La verdad salió a relucir en el voluminoso Libro Azul de 1863 [3],
demostrándose con hechos y guarismos oficiales que los peores
criminales condenados, los presidiarios de Inglaterra y Escocia,
trabajaban muchos menos y estaban mejor alimentados que los trabajadores
agrícolas de esos mismos países.
Pero no es eso todo.
Cuando a consecuencia de la guerra civil de Norteamérica [4],
quedaron en la calle los obreros de los condados de Lancaster y de
Chester, la misma Cámara de los Lores envió un médico a los distritos
industriales, encargándole que averiguase la cantidad mínima de carbono y
de nitrógeno, administrable bajo la forma más corriente y menos cara,
que pudiese bastar por término medio «para prevenir las enfermedades
ocasionadas por el hambre».
El Dr.
Smith, médico delegado, averiguó que 28.000 gramos de carbono y 1.330
gramos de nitrógeno semanales eran necesarios, por término medio, para
conservar la vida de una persona adulta...
en el nivel mínimo, bajo el cual comienzan las enfermedades provocadas
por el hambre.
Y descubrió también que esta cantidad no distaba mucho del escaso
alimento a que la extremada miseria acababa de reducir a los
trabajadores de las fábricas de tejidos de algodón [**].
Pero escuchad aún:
Algo después, el docto médico en cuestión fue comisionado nuevamente por
el Consejero Médico del Consejo Privado, para hacer un informe sobre la
alimentación de las clases trabajadoras más pobres.
El "Sexto Informe sobre la Sanidad Pública", dado a la luz en este mismo
año por orden del parlamento, contiene el resultado de sus
investigaciones.
¿Qué ha descubierto el doctor?
Que los tejedores en seda, las costureras, los guanteros, los tejedores
de medias, etc., no recibían, por lo general, ni la miserable comida de
los trabajadores en paro forzoso de la fábrica de tejidos de algodón, ni
siquiera la cantidad de carbono y nitrógeno «suficientes para prevenir
las enfermedades ocasionadas por el hambre».
«Además» —citamos textualmente el informe— «el examen
del estado de las familias agrícolas ha demostrado que más de la quinta
parte de ellas se hallan reducidas a una cantidad de alimentos
carbonados inferior a la considerada suficiente, y más de la tercera
parte a una cantidad menos que suficiente de alimentos nitrogenados; y
que en tres condados (Berks, Oxford y Somerset), el régimen alimenticio
se caracteriza, en general, por su insuficiente contenido en alimentos
nitrogenados».
«No debe olvidarse» —añade el dictamen oficial— «que la privación de
alimento no se soporta sino de muy mala gana, y que, por regla general,
la falta de alimento suficiente no llega jamás sino después de muchas
otras privaciones...
La limpieza misma es considerada como una cosa cara y difícil, y cuando
el sentimiento de la propia dignidad impone esfuerzos por mantenerla,
cada esfuerzo de esta especie tiene que pagarse necesariamente con un
aumento de las torturas del hambre».
«Estas reflexiones son tanto más dolorosas, cuanto que no se trata aquí
de la miseria merecida por la pereza, sino en todos los casos de la
miseria de una población trabajadora.
En realidad, el trabajo por el que se obtiene tan escaso alimento es, en
la mayoría de los casos, un trabajo excesivamente prolongado».
El dictamen descubre el siguiente hecho extraño, y hasta
inesperado:
«De todas las regiones del Reino Unido», es decir, Inglaterra, el País
de Gales, Escocia e Irlanda, «la población agrícola de Inglaterra»,
precisamente la de la parte más opulenta, «es evidentemente la peor
alimentada»; pero hasta los labradores de los condados de Berks, Oxford y
Somerset están mejor alimentados que la mayor parte de los obreros
calificados que trabajan a domicilio en el Este de Londres.
Tales son los datos oficiales publicados por orden del parlamento
en 1864, en el siglo de oro del librecambio, en el momento mismo en que
el canciller del Tesoro decía a la Cámara de los Comunes que
«la condición de los obreros ingleses ha mejorado,
por término medio, de una manera tan extraordinaria, que no conocemos
ejemplo semejante en la historia de ningún país ni de ninguna edad».
Estas exaltaciones oficiales contrastan con la fría observación del dictamen oficial de la Sanidad Pública:
«La salud pública de un país significa la salud de
sus masas, y es casi imposible que las masas estén sanas si no
disfrutan, hasta lo más bajo de la escala social, por lo menos de un
bienestar mínimo».
Deslumbrado por los guarismos de las estadísticas, que bailan ante
sus ojos demostrando el «progreso de la nación», el canciller del Tesoro
exclama con acento de verdadero éxtasis:
«Desde 1842 hasta 1852, la renta imponible del país
aumentó en un 6%; en ocho años, de 1853 a 1861, aumentó ¡en un veinte
por ciento! Este es un hecho tan sorprendente, que casi es increíble...
Tan embriagador aumento de riqueza y de poder» —añade Mr.
Gladstone— «se halla restringido exclusivamente a las clases
poseedoras».
Si queréis saber en qué condiciones de salud perdida, de moral
vilipendiada y de ruina intelectual ha sido producido y se está
produciendo por las clases laboriosas ese «embriagador
aumento de riqueza y de poder, restringido exclusivamente a las clases
poseedoras», examinad la descripción que se hace en el último «Informe
sobre la Sanidad Pública» referente a los talleres de sastres,
impresores y modistas.
Comparad el «Informe de la Comisión para examinar el trabajo de los
niños», publicado en 1863 y donde se prueba, entre otras cosas, que
«los alfareros, hombres y mujeres, constituyen un
grupo de la población muy degenerado, tanto desde el punto de vista
físico como desde el punto de vista intelectual»; que «los niños
enfermos llegan a ser, a su vez, padres enfermos»; que «la degeneración
progresiva de la raza es inevitable» y que «la degeneración de la
población del condado de Stafford habría sido mucho mayor si no fuera
por la continua inmigración procedente de las regiones vecinas y por los
matrimonios mixtos con capas de la población más robustas».
¡Echad una ojeada en el Libro Azul al informe del señor
Tremenheere, sobre las «Quejas de los oficiales panaderos»! Y quién no
se ha estremecido al leer la paradójica declaración de los inspectores
de fábrica, ilustrada por los datos demográficos oficiales, según la
cual la salud pública de los obreros de Lancaster ha mejorado
considerablemente, a pesar de hallarse reducidos a la ración de hambre,
porque la falta de algodón los ha echado temporalmente de las fábricas; y
que la mortalidad de los niños ha disminuido, porque al fin pueden las
madres darles el pecho en vez del cordial de Godfrey.
Pero volvamos una vez más la medalla.
Por el informe sobre el impuesto de las Rentas y Propiedades presentado a
la Cámara de los Comunes el 20 de julio de 1864, vemos que del 5 de
abril de 1862 al 5 de abril de 1863, 13 personas han engrosado las filas
de aquellos cuyas rentas anuales están evaluadas por el cobrador de las
contribuciones en 50.000 libras esterlinas y más, pues su número subió
en ese año de 67 a 80.
El mismo informe descubre el hecho curioso de que unas 3.000 personas se
reparten entre sí una renta anual de 25.000.000 de libras esterlinas,
es decir, más de la suma total de ingresos distribuida anualmente entre
toda la población agrícola de Inglaterra y del País de Gales.
Abrid el registro del censo de 1861 y hallaréis que el número de los
propietarios territoriales de sexo masculino en Inglaterra y en el País
de Gales se ha reducido de 16.934 en 1851, a 15.066 en 1861, es decir,
la concentración de la propiedad territorial ha crecido en diez años en
un 11% Si en Inglaterra la concentración de la propiedad territorial
sigue progresando al mismo ritmo, la cuestión territorial se habrá
simplificado notablemente, como lo estaba en el Imperio Romano, cuando
Nerón se sonrió al saber que la mitad de la provincia de Africa
pertenecía a seis personas.
Hemos insistido tanto en estos «hechos, tan sorprendentes, que son
casi increíbles», porque Inglaterra está a la cabeza de la Europa
comercial e industrial.
Acordaos de que hace pocos meses uno de los hijos refugiados de Luis
Felipe felicitaba públicamente al trabajador agrícola inglés por la
superioridad de su suerte sobre la menos próspera de sus camaradas de
allende el Estrecho.
Y en verdad, si tenemos en cuenta la diferencia de las circunstancias
locales, vemos los hechos ingleses reproducirse, en escala algo menor,
en todos los países industriales y progresivos del continente.
Desde 1848 ha tenido lugar en estos países un desarrollo inaudito de la
industria y una expansión ni siquiera soñada de las exportaciones y de
las importaciones.
En todos ellos «el aumento de la riqueza y el poder, restringido
exclusivamente a las clases poseedoras» ha sido en realidad
«embriagador».
En todos ellos, lo mismo que en Inglaterra, una pequeña minoría de la
clase trabajadora ha obtenido cierto aumento de su salario real; pero
para la mayoría de los trabajadores, el aumento nominal de los salarios
no representa un aumento real del bienestar, ni más ni menos que el
aumento del coste del mantenimiento de los internados en el asilo para
pobres o en el orfelinato de Londres, desde 7 libras, 7 chelines y 4
peniques que costaba en 1852, a 9 libras, 15 chelines y 8 peniques en
1861, no les beneficia en nada a esos internados.
Por todas partes, la gran masa de las clases laboriosas descendía cada
vez más bajo, en la misma proporción, por lo menos, en que los que están
por encima de ella subían más alto en la escala social.
En todos los países de Europa -y esto ha llegado a ser actualmente una
verdad incontestable para todo entendimiento no enturbiado por los
prejuicios y negada tan sólo por aquellos cuyo interés consiste en
adormecer a los demás con falsas esperanzas-, ni el perfeccionamiento de
las máquinas, ni la aplicación de la ciencia a la producción, ni el
mejoramiento de los medios de comunicación, ni las nuevas colonias, ni
la emigración, ni la creación de nuevos mercados, ni el libre cambio, ni
todas estas cosas juntas están en condiciones de suprimir la miseria de
las clases laboriosas; al contrario, mientras exista la base falsa de
hoy, cada nuevo desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo
ahondará necesariamente los contrastes sociales y agudizará más cada día
los antagonismos sociales.
Durante esta embriagadora época de progreso económico, la muerte por
inanición se ha elevado a la categoría de una institución en la capital
del Imperio británico.
Esta época está marcada en los anales del mundo por la repetición cada
vez más frecuente, por la extensión cada vez mayor y por los efectos
cada vez más mortíferos de esa plaga de la sociedad que se llama crisis
comercial e industrial.
Después del fracaso de las revoluciones de 1848, todas las
organizaciones del partido y todos los periódicos de partido de las
clases trabajadoras fueron destruidos en el continente por la fuerza
bruta.
Los más avanzados de entre los hijos del trabajo huyeron desesperados a
la república de allende el océano, y los sueños efímeros de emancipación
se desvanecieron ante una época de fiebre industrial, de marasmo moral y
de reacción política.
Debido en parte a la diplomacia del Gobierno inglés, que obraba con el
gabinete de San Petersburgo, la derrota de la clase obrera continental
esparció bien pronto sus contagiosos efectos a este lado del Estrecho.
Mientras la derrota de sus hermanos del continente llevó el abatimiento a
las filas de la clase obrera inglesa y quebrantó su fe en la propia
causa, devolvió al señor de la tierra y al señor del dinero la confianza
un tanto quebrantada.
Estos retiraron insolentemente las concesiones que habían anunciado con
tanto alarde.
El descubrimiento de nuevos terrenos auríferos produjo una inmensa
emigración y un vacío irreparable en las filas del proletariado de la
Gran Bretaña.
Otros, los más activos hasta entonces, fueron seducidos por el halago
temporal de un trabajo más abundante y de salarios más elevados, y se
convirtieron así en «esquiroles políticos».
Todos los intentos de mantener o reorganizar el movimiento cartista [5]
fracasaron completamente.
Los órganos de prensa de la clase obrera fueron muriendo uno tras otro
por la apatía de las masas, y, de hecho, jamás el obrero inglés había
parecido aceptar tan enteramente un estado de nulidad política.
Así pues, si no había habido solidaridad de acción entre la clase obrera
de la Gran Bretaña y la del continente, había en todo caso solidaridad
de derrota.
Sin embargo, este período transcurrido desde las revoluciones de 1848 ha tenido también sus compensaciones.
No indicaremos aquí más que dos hechos importantes.
Después de una lucha de treinta años, sostenida con una tenacidad
admirable, la clase obrera inglesa, aprovechándose de una disidencia
momentánea entre los señores de la tierra y los señores del dinero,
consiguió arrancar la ley de la jornada de diez horas [6].
Las inmensas ventajas físicas, morales e intelectuales que esta ley
proporcionó a los obreros fabriles, señaladas en las memorias
semestrales de los inspectores del trabajo, son ahora reconocidas en
todas partes.
La mayoría de los gobiernos continentales tuvo que aceptar la ley
inglesa del trabajo bajo una forma más o menos modificada; y el mismo
parlamento inglés se ve obligado cada año a ampliar la esfera de acción
de esta ley.
Pero al lado de su significación práctica, había otros aspectos que
realzaban el maravilloso triunfo de esta medida para los
obreros.
Por medio de sus sabios más conocidos, tales como el doctor Ure,
profesor Senior y otros filósofos de esta calaña, la burguesía había
predicho, y demostrado hasta la saciedad, que toda limitación legal de
la jornada de trabajo sería doblar a muerto por la industria inglesa,
que, semejante al vampiro, no podía vivir más que chupando sangre, y,
además, sangre de niños.
En tiempos antiguos, el asesinato de un niño era un rito misterioso de
la religión de Moloc, pero se practicaba sólo en ocasiones solemnísimas,
una vez al año quizá, y, por otra parte, Moloc no tenía inclinación
exclusiva por los hijos de los pobres.
Esta lucha por la limitación legal de la jornada de trabajo se hizo aún
más furiosa, porque —dejando a un lado la avaricia alarmada— de lo que
se trataba era de decidir la gran disputa entre la dominación ciega
ejercida por las leyes de la oferta y la demanda, contenido de la
Economía política burguesa, y la producción social controlada por la
previsión social, contenido de la Economía política de la clase obrera.
Por eso, la ley de la jornada de diez horas no fue tan sólo un gran
triunfo práctico, fue también el triunfo de un principio; por primera
vez la Economía política de la burguesía había sido derrotada en pleno
día por la Economía política de la clase obrera.
Pero estaba reservado a la Economía política del trabajo el
alcanzar un triunfo más completo todavía sobre la Economía política de
la propiedad.
Nos referimos al movimiento cooperativo, y, sobre todo, a las fábricas
cooperativas creadas, sin apoyo alguno, por la iniciativa de algunas
«manos» («hands») [***]
audaces.
Es imposible exagerar la importancia de estos grandes experimentos
sociales que han mostrado con hechos, no con simples argumentos, que la
producción en gran escala y al nivel de las exigencias de la ciencia
moderna, puede prescindir de la clase de los patronos, que utiliza el
trabajo de la clase de las «manos»; han mostrado también que no es
necesario a la producción que los instrumentos de trabajo estén
monopolizados como instrumentos de dominación y de explotación contra el
trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que el trabajo
esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es
sino una forma transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el
trabajo asociado que cumple su tarea con gusto, entusiasmo y alegría.
Roberto Owen fue quien sembró en Inglaterra las semillas del sistema
cooperativo; los experimentos realizados por los obreros en el
continente no fueron de hecho más que las consecuencias prácticas de las
teorías, no descubiertas, sino proclamadas en voz alta en 1848.
Al mismo tiempo, la experiencia del período comprendido entre 1848 y
1864 ha probado hasta la evidencia que, por excelente que sea en
principio, por útil que se muestre en la práctica, el trabajo
cooperativo, limitado estrechamente a los esfuerzos accidentales y
particulares de los obreros, no podrá detener jamás el crecimiento en
progresión geométrica del monopolio, ni emancipar a las masas, ni
aliviar siquiera un poco la carga de sus miserias.
Este es, quizá, el verdadero motivo que ha decidido a algunos
aristócratas bien intencionados, a filantrópicos charlatanes burgueses y
hasta a economistas agudos, a colmar de repente de elogios nauseabundos
al sistema cooperativo, que en vano habían tratado de sofocar en
germen, ridiculizándolo como una utopía de soñadores o estigmatizándolo
como un sacrilegio socialista.
Para emancipar a las masas trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un
desarrollo nacional y, por consecuencia, ser fomentada por medios
nacionales.
Pero los señores de la tierra y los señores del capital se valdrán
siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus
monopolios económicos.
Muy lejos de contribuir a la emancipación del trabajo, continuarán
oponiéndole todos los obstáculos posibles.
Recuérdense las burlas con que lord Palmerston trató de silenciar en la
última sesión del parlamento a los defensores del proyecto de ley sobre
los derechos de los colonos irlandeses.
«¡La Cámara de los Comunes —exclamó— es una Cámara de propietarios
territoriales!».
La conquista del poder político ha venido a ser, por lo tanto, el
gran deber de la clase obrera.
Así parece haberlo comprendido ésta, pues en Inglaterra, en Alemania, en
Italia y en Francia, se han visto renacer simultáneamente estas
aspiraciones y se han hecho esfuerzos simultáneos para reorganizar
políticamente el partido de los obreros.
La clase obrera posee ya un elemento de triunfo:
el número.
Pero el número no pesa en la balanza si no está unido por la asociación y
guiado por el saber.
La experiencia del pasado nos enseña cómo el olvido de los lazos
fraternales que deben existir entre los trabajadores de los diferentes
países y que deben incitarles a sostenerse unos a otros en todas sus
luchas por la emancipación, es castigado con la derrota común de sus
esfuerzos aislados.
Guiados por este pensamiento, los trabajadores de los diferentes países,
que se reunieron en un mitin público en Saint Martin's Hall el 28 de
septiembre de 1864, han resuelto fundar la Asociación Internacional.
Otra convicción ha inspirado también este mitin.
Si la emancipación de la clase obrera exige su fraternal unión y
colaboración, ¿cómo van a poder cumplir esta gran misión con una
política exterior que persigue designios criminales, que pone en juego
prejuicios nacionales y dilapida en guerras de piratería la sangre y las
riquezas del pueblo?
No ha sido la prudencia de las clases dominantes, sino la heroica
resistencia de la clase obrera de Inglaterra a la criminal locura de
aquéllas, la que ha evitado a la Europa Occidental el verse precipitada a
una infame cruzada para perpetuar y propagar la esclavitud allende el
océano Atlántico.
La aprobación impúdica, la falsa simpatía o la indiferencia idiota con
que las clases superiores de Europa han visto a Rusia apoderarse del
baluarte montañoso del Cáucaso y asesinar a la heroica Polonia; las
inmensas usurpaciones realizadas sin obstáculo por esa potencia bárbara,
cuya cabeza está en San Petersburgo y cuya mano se encuentra en todos
los gabinetes de Europa, han enseñado a los trabajadores el deber de
iniciarse en los misterios de la política internacional, de vigilar la
actividad diplomática de sus gobiernos respectivos, de combatirla, en
caso necesario, por todos los medios de que dispongan; y cuando no se
pueda impedir, unirse para lanzar una protesta común y reivindicar que
las sencillas leyes de la moral y de la justicia, que deben presidir las
relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas de las
relaciones entre las naciones.
La lucha por una política exterior de este género forma parte de la lucha general por la emancipación de la clase obrera.
¡Proletarios de todos los países, uníos!.
NOTAS
[*] W. Gladstone. (N. de la Edit.)
[**]
Dudo de que haya necesidad de recordar al lector que el carbono y el
nitrógeno constituyen, con el agua y otras substancias inorgánicas, las
materias primas de los alimentos del hombre.
Sin embargo, para la nutrición del organismo humano, estos elementos
químicos simples deben ser suministrados en forma de substancias
vegetales o animales.
Las patatas, por ejemplo, contienen sobre todo carbono, mientras que el
pan de trigo contiene substancias carbonadas y nitrogenadas en la debida
proporción.
[***] Hands, manos, significa también obreros.
(N. de la Edit.)
[1]
El 28 de setiembre de 1864 se celebró en St.
Martin's Hall de Londres una gran asamblea internacional de obreros, en
la que se fundó la Asociación Internacional de los Trabajadores
(conocida posteriormente como la I Internacional) y se eligió el Comité
provisional.
C.
Marx entró a formar parte del mismo y, luego, de la comisión nombrada en
la primera reunión del Comité celebrada el 5 de octubre para redactar
los documentos programáticos de la Asociación.
El 20 de octubre, la comisión encargó a Marx la redacción de un
documento preparado durante su enfermedad y escrito en el espíritu de
las ideas de Mazzini y de Owen.
En lugar de dicho documento, Marx escribió, en realidad, dos textos
completamente nuevos —el "Manifiesto Inaugural de la Asociación
Internacional de los Trabajadores" y los "Estatutos provisionales de la
Asociación"— que fueron aprobados el 27 de octubre en la reunión de la
comisión.
El 1º de noviembre de 1864, el "Manifiesto" y los "Estatutos" fueron
aprobados por unanimidad en el Comité provisional, constituido en órgano
dirigente de la Asociación.
Conocido en la historia como Consejo General de la Internacional, este
órgano se llamaba hasta fines de 1866, con mayor frecuencia, Consejo
Central.
Carlos Marx fue, de hecho, su dirigente, organizador y jefe, así como
autor de numerosos llamamientos, declaraciones, resoluciones y otros
documentos.
En el "Manifiesto Inaugural", primer documento
programático, Marx lleva a las masas obreras a la idea de la necesidad
de conquistar el poder político y de crear un partido proletario propio,
así como de asegurar la unión fraternal de los obreros de los distintos
países.
Publicado por vez primera en 1864, el "Manifiesto
Inaugural" fue reeditado reiteradas veces a lo largo de toda la historia
de la Internacional, que dejó de existir en
1876.
[2] Estranguladores (garroters), ladrones de los años 60 del siglo XIX, que agarraban a sus víctimas por el
cuello.
[3] Libros Azules (Blue Books),
denominación general de las publicaciones de documentos del parlamento
inglés y de los documentos diplomáticos del Ministerio del Exterior,
debida al color azul de la cubierta.
Se editan en Inglaterra a partir del siglo XVII y son la fuente oficial
fundamental de datos sobre la historia económica y diplomática del país.
En la pág.
6 trátase del "Informe de la comisión para investigar la acción de las
leyes referentes al destierro y a los trabajos forzados", t.
I, Londres, 1863; en la pág.
90, de la "Correspondencia con las misiones extranjeras de Su Majestad
sobre problemas de la industria y las tradeuniones", Londres,
1867.
[4] La guerra civil de Norteamérica
(1861-1865) se libró entre los Estados industriales del Norte y los
sublevados Estados esclavistas del Sur.
La clase obrera se Inglaterra se opuso a la política de la burguesía
nacional, que apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su
acción la intervención de Inglaterra en esa
contienda.
[5] El cartismo era un movimiento revolucionario de masas de los obreros ingleses en los años 30-40 del siglo XIX.
Los cartistas redactaron en 1838 una petición (Carta del pueblo)
al parlamento, en la que se reivindicaba el sufragio universal para los
hombres mayores de 21 años, voto secreto, abolición del censo
patrimonial para los candidatos a diputado al parlamento, etc.
El movimiento comenzó con grandiosos mítines y manifestaciones y
transcurrió bajo la consigna de la lucha por el cumplimiento de la Carta del pueblo.
El 2 de mayo de 1842 se llevó al parlamento la segunda petición de los
cartistas, que incluía ya varias reivindicaciones de carácter social
(reducción de la jornada laboral, elevación de los salarios, etc.).
Lo mismo que la primera, esta petición fue rechazada por el parlamento.
Como respuesta, los cartistas organizaron una huelga general.
En 1848, los cartistas proyectaban una manifestación ante el parlamento a
fin de presentar una tercera petición, pero el Gobierno se valió de
unidades militares para impedir la manifestación.
La petición fue rechazada.
Después de 1848, el movimiento cartista decayó.
[6]
La clase obrera de Inglaterra sostuvo la lucha por la reducción
legislativa de la jornada laboral a 10 horas desde fines del siglo
XVIII.
Desde comienzos de los años 30 del siglo XIX, esta lucha se extendió a
las grandes masas del proletariado.
La ley de la jornada laboral de 10 horas, extensiva
nada más que a las mujeres y los adolescentes, fue adoptada por el
parlamento el 8 de junio de 1847.
Sin embargo, en la práctica, muchos fabricantes hacían caso omiso de
ella.
****************
1871 (M/E): De las resoluciones de la Conferencia de Delegados de la Asociación Internacional
de los Trabajadores.
1872 (M/E): Las pretendidas escisiones de la Internacional.
1872 (M/E): De las Resoluciones del Congreso General celebrado en La Haya, 2-7 de septiembre de 1872.
1872 (M): La nacionalización de la tierra
Relacionados
Escritos de KARL MARX & FRIEDRICH ENGELS
AUTORES MARXISTAS
Médico y socialista francés, autor de varias obras sobre la historia del marxismo y esposo de Laura Marx. Fue fundador
del Partido Obrero francés en 1879. Participó en la I Internacional y en la Comuna de Paris.
(1841-1911)
Mikhail Bakunin
Jenny von Westphalen
Socialistas Contemporáneos a Marx, Engels, y la Primera Internacional
(1816-1887)Participe en los diferentes acontecimientos del movimiento obrero que se dieron en Europa a finales del siglo XIX, incluyendo la Comuna de Paris, de la cual fue electo consejal. Fue el autor de la letra del himno La Internacional.
Comentarios
Publicar un comentario