La historia nos
recuerda que cuando estalló la Primera Guerra Mundial, el nunca
suficientemente ponderado Lenin advertía a los trabajadores de Rusia
y de toda Europa que la guerra no iba con ellos, que era una batalla
entre imperios, entre las burguesías de las naciones por el control
geográfico y con él, el de los mercados y materias primas. Lenin
llamaba a transformar esa guerra en una oportunidad para acabar con
la clase dominante.
No le hicieron caso.
Los gobernantes supieron
conducir (aún sin televisión ni internet) a las masas a una guerra
donde la bandera de la patria lo cubrió todo.
El nacionalismo
aparecía en el mayor de sus esplendores para sustituir la lucha de
clases, las banderas de cada uno de los países resultaron más
creíbles que las rojas. El miedo de los ricos a la revolución era
patente pero quisieron ganar tiempo agitando la bandera del país.
Es
cierto que a lo largo del siglo XIX y el XX las banderas nacionales
jugaron un papel libertador contra el colonialismo, pero casi nunca
trajo aparejado el punto de vista de clase, el de los explotados.
¿Y
hoy? ¿Qué serían de las Olimpiadas o los mundiales de fútbol sin
la presencia nacionalista?
Loco locaso es el que no se deje seducir
por los deportistas de su país en la pugna contra otros, para nada
se aceptaría un discurso de considerar hermanos a los trabajadores y
explotados del otro país, y enemigos a los explotadores nuestros.
Luego, y para confirmarlo, salimos a festejar junto a la burguesía
local, que no se sabe si está más contenta por el resultado
victorioso de los deportistas patrios o porque los explotados de
siempre lucen las mismas banderas que ellos cuando de deporte se
trata.
Sacarse de encima la losa de que la ideología de la sociedad
es la ideología de la clase dominante es laborioso. Por eso hay que
apreciar en sus justos términos la idea de la FIFA de que en el
próximo mundial no sean selecciones de países los participantes,
sino cinco equipos de pobres (uno por continente) y cinco de ricos
los que se enfrenten. Esto provocará que las hinchadas tomen los
estadios con banderas rojas, incluso negras, y al otro lado conchetos
exhiban oro, dólares, euros y cánticos sobre su buena vida.
A la
hora de los himnos se escuchará la Internacional y se espera con
impaciencia lo que decidan los ricos pero “La vida sigue igual”
de Julio Iglesias tiene muchas papeletas.
El Comité Olímpico
Internacional no se quedará atrás, y prohibirá los himnos patrios
para que suene Mozart o Silvio Rodríguez, y no habrá medallas ni de
oro ni de plata ni de bronce sino el aplauso caluroso de miles de
personas emocionadas como colofón a los triunfos y los récords.
Será otro mundo.
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