No existe partido político, sindicato ni
movimiento social relevante, estudiantil, étnico, cultural, de género o
ecologista que no sea objeto de infiltración por parte de los servicios
de inteligencia y agencias de seguridad nacional. La razón de Estado ha
sido el argumento para llevar a cabo esta función de gubernamentalidad,
centrada en prever, controlar o cambiar el
rumbo de acontecimientos
políticos, económicos y sociales. Los ejemplos se multiplican en la
historia y sorprenden por su trama y objetivos. Desde magnicidios,
golpes de Estado, campañas electorales, atentados, secuestros, hasta
financiar movimientos religiosos, grupos disidentes, partidos y
operativos para descalificar o aupar dirigentes. Sin olvidar su
participación en huelgas, actos públicos y manifestaciones. No hace
mucho, en Madrid, un periodista filmaba la siguiente escena: al concluir
una marcha de protesta, un manifestante era objeto de agresión por
parte de los agentes adscritos a las Fuerzas de Operaciones Especiales
(GEO). Para evitar la paliza, gritaba: «¡a mí no me des, soy policía!»
Poco más que agregar. ¿Qué hacía un policía infiltrado arengando a los
manifestantes a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con los GEO? La
respuesta no está muy lejos. Mientras, los medios de comunicación
invisibilizaron el hecho y centraron su atención en la violencia, el
«vandalismo», la quema de contenedores y los policías heridos por
individuos encapuchados y manifestantes antisistema.
Su objetivo, deslegitimar las protestas sociales
democráticas y justificar el cambio en la ley que regula el derecho de
manifestación, criminalizando a sus convocantes y responsabilizándolos
de los subsiguientes atentados contra las fuerzas de seguridad del
Estado y la propiedad privada, acaecidos durante la convocatoria. Cuando
les interesa, los servicios de inteligencia militar destapan la
existencia de infiltrados en movimientos sociales y fuerzas políticas.
La existencia de topos en ETA lo ejemplarizaron en Mikel Lejarza,
conocido como «Lobo», cuya actuación en los años 70 facilitó la captura
de algunos miembros de su cúpula.
En América Latina, los partidos de izquierda,
socialistas, comunistas y movimientos populares de liberación nacional
han sido y siguen infiltrados. Durante los años oscuros de las
dictaduras, las fuerzas armadas obtuvieron información relevante sobre
el organigrama y estructura de seguridad interna de dichas
organizaciones, gracias a una minuciosa labor de zapa realizada durante
décadas (casas de seguridad, lugares de reunión, apodos, etcétera). En
Argentina, el jefe de la inteligencia militar de la dictadura de Videla,
general Carlos Alberto Martínez, declaró: «La verdadera eficacia de la
inteligencia contrasubversiva no se derivó de las torturas, sino de la
extremadamente riesgosa tarea de infiltración de las principales
organizaciones subversivas que el área de inteligencia de las FFAA y de
seguridad desarrollaron paciente y estoicamente».
Hablar de espías, contraespionaje, infiltrados y confidentes nos
puede llevar al terreno de la teoría de conspiración, que explican el
devenir de la historia por la existencia de una mano negra omnipresente
anclada en las lógicas más perversas de un poder mundial transversal que
actúa con patente de corso. Huyendo de tales interpretaciones, donde
una imaginación fantasiosa se adueña del relato, no se puede negar la
presencia de infiltrados en cualquier país que se precie de tener unos
servicios de inteligencia y seguridad nacional articulados a la razón de
Estado. En este sentido, llama la atención la opacidad sobre sus
actividades y, lo que es más grave, la independencia para fijar
objetivos y desarrollar operaciones al margen del poder político. La
pregunta ¿quién vigila al vigilante? sigue siendo válida. En este
sentido, podemos constatar que las deliberaciones e informes presentados
en las comisiones de defensa, seguridad e interior, al igual que los
temas abordados en los consejos de ministros, están sometidos a secreto.
Divulgar su contenido conlleva ser imputado como traidor. Asimismo,
pensemos en la escasa información revelada acerca del traslado de presos
a Guantánamo, tras la guerra de Irak, utilizando el espacio aéreo de
países pertenecientes a la Unión Europea y adscritos a la OTAN.
No menos preocupantes son las labores de espionaje, que sumadas a la
infiltración, ponen en entredicho la llamada «calidad de la democracia»
de los países occidentales, que se vanaglorian de ser líderes en
transparencia y protección de los derechos humanos, civiles y políticos
de sus ciudadanos. Estados Unidos constituye un buen ejemplo del uso
indiscriminado y sin control de los mecanismos de infiltración y
espionaje en pro de sus intereses por dominar y controlar el proceso de
decisiones a escala mundial. Las revelaciones de Julian Assange en
Wikileaks manifiestan el escaso respeto hacia países, instituciones y
personas del establishment estadunidense. Y los documentos secretos
aportados por Edward Snowden sobre la vigilancia masiva realizada por la
CIA y la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) a líderes y dirigentes
políticos del mundo entero superan con creces lo conocido en métodos de
espionaje. Intervenir llamadas telefónicas, correos electrónicos, junto a
la utilización de drones, marcan un punto de inflexión en el mundo del
espionaje político.
Tampoco podemos obviar que lo dicho vale para todos
los países, con independencia del color ideológico. No hay régimen
político en el mundo que renuncie a la razón de Estado. Pero lo que
suscita su rechazo e indignación no es su existencia, sino descubrir por
sorpresa que somos vigilados y sometidos a un riguroso control.
Mientras no conocemos su existencia, somos felices e ingenuos. Solo
cuando se desvelan las torturas, malos tratos y los mecanismos espurios
de infiltración, suena la voz de alarma. En ese momento se descubre la
fragilidad del orden democrático, tanto como la plasticidad de las
instituciones dedicadas a ejercer la represión, el control y el
mantenimiento que escapan al control de los poderes legislativo y
judicial. Esta es una de las grandes contradicciones del orden
democrático. Sin renunciar al ejercicio coactivo del poder, en
democracia, no todo método puede ser validado bajo el paraguas de la
razón de Estado. Ahí se encuentra el límite de actuación de los
organismos e instituciones de inteligencia de un país. El resto es
terrorismo de Estado. ¿Usted decide?
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