Infiltrados, razón de Estado y democracia. Marcos Roitman Rosenmann

Infiltrados, razón de Estado y democracia, un artículo del sociólogo Marcos Roitman RosenmannNo existe partido político, sindicato ni movimiento social relevante, estudiantil, étnico, cultural, de género o ecologista que no sea objeto de infiltración por parte de los servicios de inteligencia y agencias de seguridad nacional. La razón de Estado ha sido el argumento para llevar a cabo esta función de gubernamentalidad, centrada en prever, controlar o cambiar el
rumbo de acontecimientos políticos, económicos y sociales. Los ejemplos se multiplican en la historia y sorprenden por su trama y objetivos. Desde magnicidios, golpes de Estado, campañas electorales, atentados, secuestros, hasta financiar movimientos religiosos, grupos disidentes, partidos y operativos para descalificar o aupar dirigentes. Sin olvidar su participación en huelgas, actos públicos y manifestaciones. No hace mucho, en Madrid, un periodista filmaba la siguiente escena: al concluir una marcha de protesta, un manifestante era objeto de agresión por parte de los agentes adscritos a las Fuerzas de Operaciones Especiales (GEO). Para evitar la paliza, gritaba: «¡a mí no me des, soy policía!» Poco más que agregar. ¿Qué hacía un policía infiltrado arengando a los manifestantes a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con los GEO? La respuesta no está muy lejos. Mientras, los medios de comunicación invisibilizaron el hecho y centraron su atención en la violencia, el «vandalismo», la quema de contenedores y los policías heridos por individuos encapuchados y manifestantes antisistema.
Su objetivo, deslegitimar las protestas sociales democráticas y justificar el cambio en la ley que regula el derecho de manifestación, criminalizando a sus convocantes y responsabilizándolos de los subsiguientes atentados contra las fuerzas de seguridad del Estado y la propiedad privada, acaecidos durante la convocatoria. Cuando les interesa, los servicios de inteligencia militar destapan la existencia de infiltrados en movimientos sociales y fuerzas políticas. La existencia de topos en ETA lo ejemplarizaron en Mikel Lejarza, conocido como «Lobo», cuya actuación en los años 70 facilitó la captura de algunos miembros de su cúpula.
En América Latina, los partidos de izquierda, socialistas, comunistas y movimientos populares de liberación nacional han sido y siguen infiltrados. Durante los años oscuros de las dictaduras, las fuerzas armadas obtuvieron información relevante sobre el organigrama y estructura de seguridad interna de dichas organizaciones, gracias a una minuciosa labor de zapa realizada durante décadas (casas de seguridad, lugares de reunión, apodos, etcétera). En Argentina, el jefe de la inteligencia militar de la dictadura de Videla, general Carlos Alberto Martínez, declaró: «La verdadera eficacia de la inteligencia contrasubversiva no se derivó de las torturas, sino de la extremadamente riesgosa tarea de infiltración de las principales organizaciones subversivas que el área de inteligencia de las FFAA y de seguridad desarrollaron paciente y estoicamente».
Hablar de espías, contraespionaje, infiltrados y confidentes nos puede llevar al terreno de la teoría de conspiración, que explican el devenir de la historia por la existencia de una mano negra omnipresente anclada en las lógicas más perversas de un poder mundial transversal que actúa con patente de corso. Huyendo de tales interpretaciones, donde una imaginación fantasiosa se adueña del relato, no se puede negar la presencia de infiltrados en cualquier país que se precie de tener unos servicios de inteligencia y seguridad nacional articulados a la razón de Estado. En este sentido, llama la atención la opacidad sobre sus actividades y, lo que es más grave, la independencia para fijar objetivos y desarrollar operaciones al margen del poder político. La pregunta ¿quién vigila al vigilante? sigue siendo válida. En este sentido, podemos constatar que las deliberaciones e informes presentados en las comisiones de defensa, seguridad e interior, al igual que los temas abordados en los consejos de ministros, están sometidos a secreto. Divulgar su contenido conlleva ser imputado como traidor. Asimismo, pensemos en la escasa información revelada acerca del traslado de presos a Guantánamo, tras la guerra de Irak, utilizando el espacio aéreo de países pertenecientes a la Unión Europea y adscritos a la OTAN.
No menos preocupantes son las labores de espionaje, que sumadas a la infiltración, ponen en entredicho la llamada «calidad de la democracia» de los países occidentales, que se vanaglorian de ser líderes en transparencia y protección de los derechos humanos, civiles y políticos de sus ciudadanos. Estados Unidos constituye un buen ejemplo del uso indiscriminado y sin control de los mecanismos de infiltración y espionaje en pro de sus intereses por dominar y controlar el proceso de decisiones a escala mundial. Las revelaciones de Julian Assange en Wikileaks manifiestan el escaso respeto hacia países, instituciones y personas del establishment estadunidense. Y los documentos secretos aportados por Edward Snowden sobre la vigilancia masiva realizada por la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) a líderes y dirigentes políticos del mundo entero superan con creces lo conocido en métodos de espionaje. Intervenir llamadas telefónicas, correos electrónicos, junto a la utilización de drones, marcan un punto de inflexión en el mundo del espionaje político.
Tampoco podemos obviar que lo dicho vale para todos los países, con independencia del color ideológico. No hay régimen político en el mundo que renuncie a la razón de Estado. Pero lo que suscita su rechazo e indignación no es su existencia, sino descubrir por sorpresa que somos vigilados y sometidos a un riguroso control. Mientras no conocemos su existencia, somos felices e ingenuos. Solo cuando se desvelan las torturas, malos tratos y los mecanismos espurios de infiltración, suena la voz de alarma. En ese momento se descubre la fragilidad del orden democrático, tanto como la plasticidad de las instituciones dedicadas a ejercer la represión, el control y el mantenimiento que escapan al control de los poderes legislativo y judicial. Esta es una de las grandes contradicciones del orden democrático. Sin renunciar al ejercicio coactivo del poder, en democracia, no todo método puede ser validado bajo el paraguas de la razón de Estado. Ahí se encuentra el límite de actuación de los organismos e instituciones de inteligencia de un país. El resto es terrorismo de Estado. ¿Usted decide?

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