“La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos humanos son
las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los
gobiernos”. Con esta consigna arrancaba hace más de dos siglos, en las
calles de París, una de las Marchas por la Dignidad que mayor huella
dejaría en la historia de la humanidad.
La semana pasada, esas palabras
volvieron a resonar, en diferentes lenguas, entre las miles de mujeres,
hombres y niños que, desde diferentes rincones del Estado, ocuparon las
calles de Madrid para alzarse contra el despojo de sus derechos más
elementales. Dignidad, dignidá, dignitat, dignidade, duitasuna.
Esta exigencia de dignidad, de respeto, es la respuesta a una
política que pretende convertir el miedo en una categoría central de la
vida cotidiana. El miedo al endeudamiento, al desahucio, al exilio
forzoso, a la pérdida de unos ahorros o de un empleo cada vez más
miserables. Esta política del miedo, de la ignorancia y del desprecio
por los derechos, tiene dos caras. Una, la de los antisociales decretos
leyes de los viernes, la de las contrarreformas laborales, la de la
conversión de la vivienda en un lujo para pocos, la del asalto
privatizador a la sanidad y a la educación, la de los 200.000 millones
de euros para la banca. La otra, la represiva. La que arma a la policía
hasta los dientes y la lanza como un mastín desbocado, babeante, contra
una ciudadanía indefensa. La que siempre tiene a mano una reforma
amenazadora del Código Penal, de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, de
las infames leyes de Seguridad Ciudadana y de Seguridad Privada, de la
Ley del Aborto.
Quienes impulsan esta política del miedo son gente creyente, como el
Ministro Fernández Díaz, que encomienda a Santa Teresa la resolución de
la crisis mientras recibe a los desesperados en Ceuta y Melilla con
vallas cortantes y disparos. También son gente piadosa, como el Ministro
Ruiz Gallardón, artífice de una justicia para ricos y del enésimo
intento de controlar el cuerpo de las mujeres, comenzando por las más
pobres, por las que nunca podrán burlar la ley en clínicas privadas de
pago.
Esta gente creyente, esta gente piadosa, autorizó a la policía a
irrumpir en Madrid con balas de goma y gases lacrimógenos mientras las
integrantes del Coro de la Solfónica, dirigida por Sonia Megías,
gritaban “estas son nuestra armas”, enseñando sus instrumentos y las
partituras. Esta gente creyente, esta gente piadosa, toleró
infiltraciones, cargas desmesuradas y permitió que decenas de detenidos
tuvieran que permanecer siete horas contra una pared y con los brazos en
alto en los calabozos de Moratalaz, sin poder ir al servicio, sin beber
ni comer hasta el día domingo. Y esta misma gente ordenó a la policía
que disolviera la concentración legítima de apoyo y de solidaridad con
quienes, en la más absoluta impotencia, habían visto avasallados sus
derechos.
Da igual que el Comisario Europeo de Derechos Humanos, Nils
Muiznieks, haya pedido, hace solo unos meses, el fin de la impunidad con
la que las autoridades españolas suelen tratar los abusos policiales en
manifestaciones y comisarías. Da igual que desde el Consejo General de
Poder Judicial se hayan confirmado muchos de los vicios de
inconstitucionalidad que las asociaciones de derechos humanos señalaron
en la llamada Ley Mordaza. Da igual también que hasta los sindicatos
policiales cuestionen la política irresponsable de unos altos mandos
empeñados en presentar todo acto de protesta como una conspiración
terrorista o filonazi.
Esta imperturbabilidad, esta incapacidad para rectificar, es
consustancial al Régimen del miedo, del desprecio por los derechos, tan
necesario cuando lo que se pretende es blindar privilegios que solo
pueden prosperar en las alcantarillas del poder, sin luz pública alguna.
De ahí el sutil pero efectivo golpe mediático que se ha producido en
los últimos meses. El que permite a los grandes periódicos y
televisiones silenciar y ridiculizar la protesta social. La de ahora y
la de siempre. La hipócrita e interesada recuperación de la figura
Adolfo Suárez como emblema de un “Consenso sin conflicto” tiene ese
propósito. Borrar la memoria de la presión en la calle que forzó al
Régimen franquista a abrirse más de lo que hubiera querido, y evitar,
claro, que esta presión pueda llegar a imponer hoy la ruptura
democrática que entonces no se consiguió.
En un momento de desasosiego social muy profundo, la Marcha por la
Dignidad ha espoleado la esperanza de miles de personas que asistían
impotentes, atemorizadas, a la expropiación de sus derechos y de la
capacidad de decidir sobre sus vidas. Ese grito de esperanza tendrá
continuidad en decenas de actos y manifestaciones como la que tendrá
lugar este sábado en Barcelona para
denunciar las políticas represivas y apoyar a quienes, hace más de dos
años, rodearon el Parlament de Catalunya para impugnar los presupuestos
más anti-sociales aprobados desde tiempos del franquismo. Cada uno de
estos actos, cada una de estas manifestaciones, será una confirmación,
modesta pero irrevocable ya, del viejo aforismo del cardenal de Retz:
cuando los que mandan pierden la vergüenza, los de abajo pierden el
respeto. No se trata más que de eso: de exigir dignidad, de plantar
cara, a una gente que lo ha hecho todo por convertirse en la encarnación
más acabada de la desvergüenza.
* Gerardo Pisarello es profesor de derecho constitucional de la
Universidad de Barcelona. Jaume Asens es abogado y vocal de la Comisión
de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona. Ambos integran, además,
el Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC) y
el Grupo de estudio de la exclusión y el control social GRECS.
Son autores de los libros “No hay derecho (s): la ilegalidad del
poder en tiempos de crisis (Ed. Icaria, 2012) y “La bestia sin bozal. En
defensa del derecho a la protesta (Ed. Catarata, 2014).
Su web es nohihadret.cat y en twitter se puede seguir a @jaumeasens
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