Presenciar como un auto llega a
un barrio obrero, masacrado por la droga, la resignación y la falta de
perspectiva, del que salen tres personas con indumentaria nazi y no son
perseguidos a pedradas, es síntoma de enfermedad grave. Más aún cuando
esos individuos se bajan y empiezan a repartir bolsas de comida a
mujeres que se amontonan entorno al coche. También dan unos papeles para
informar que médicos patriotas atenderá tal día a tal hora a quien
necesite con la sola condición de ser naturales del país, excluyendo de
esa manera a miles de emigrantes que se amontonan en esos barrios a
compartir miseria. Un viejo militante revolucionario se pregunta a
gritos dónde están los suyos, dónde las formaciones que predican un
mundo mejor por más justo e igualitario. Grita y sigue gritando,
mientras las mujeres pasan a su lado con desdén, mirando el contenido de
las bolsas de comida. “Antes, -me dice-, en este barrio, había un local
donde íbamos los comunistas, los anarquistas y gente revolucionaria,
pero la pasábamos discutiendo y lo que empezó siendo un espacio donde
más de cien personas nos encontrábamos, acabo cerrado. Mire a los nazis,
ahí van, en ese coche, están dando cosas a gente que lo necesita y
luego vendrán a recoger la cosecha, van a sacar miles de votos
agradecidos, la gente no sabe nada, no entiende nada de política, no le
sirve nadie, sólo agradece al que le da. La semana que viene dicen que
empezarán con patrullas armadas en las esquinas para disuadir a los
ladrones y golpear a los drogadictos. Hay gente que los apoya, es
increíble pero es cierto”. Un hombre sale de un local de comprar
cigarrillos en una máquina, asiente con la cabeza el final de la
intervención de mi interlocutor. Apostilla, “acá van a presentar (se
refiere a un grupo fascista) a un candidato a Concejal que estuvo preso
seis meses por matar a un emigrante, de Etiopía creo que era, le dio
como cien patadas en la cabeza mientras le gritaba comunista maricón
negro. No hay memoria, es increíble que la gente lo vote ahora”. El
barrio se cae a pedazos, se ha generalizado el robo de los cables con
cobre porque tienen buen precio en el mercado negro, pero eso deja sin
luz a las casas, la gente llama una y otra vez a las autoridades
municipales, a la empresa que explota el servicio de luz y nada de nada,
pero luego aparece como si fueran supermanes un escuadrón fascista con
escaleras y cables y les pone la luz, la gente aplaude desde las
ventanas y repite las consignas neonazis con el saludo del brazo
extendido y todo. Dicen que ellos mismos están detrás de los robos de
cobre pero la gente no lo cree, prefiere pensar que son emigrantes
africanos y rumanos. En otras zonas han acondicionado tiendas para
vender fruta, verdura y luego colocan a personas desempleadas; funcionan
como la mafia, los fascistas se quedan con lo recaudado pero llevan un
pedido de carnes y cosas de limpieza a la casa del trabajador
semicontratado en su local. Vuelvo a preguntar por el paradero de la
izquierda, una mujer feminista, vieja militante del barrio, se me encoge
de hombros, “ni está, ni se le espera”, me dice antes de darse la
vuelta y confesarme que va a tener que dejar el barrio tras 32 años de
militancia social porque la han amenazado de muerte, y anda mayor para
seguir dando la pelea. Cuando camina treinta metros, vuelve al lugar y
dice. “La izquierda debe andar discutiendo en qué Internacional se
perdió y en a quién pone de candidato a algo”. Abandono el barrio, al
llegar al coche que dejé junto a una parada donde ya no llega el bus, un
joven con un claro perfil ultraderechista sazonado con un tatuaje de la
SS en el hombro, me pregunta si pienso volver a la zona a hacer
preguntas.
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