Por Renán Vega Cantor
Lo que se viene presentando en términos políticos en Venezuela
desde mucho antes del 14 de abril -cuando se celebraron las elecciones
presidenciales- forma parte de una estrategia calculada por la llamada “oposición”
y sus voceros mediáticos a nivel mundial y, sin ninguna duda, es el
resultado de un guión establecido en las usinas intelectuales del
imperialismo que se conoce con el eufemismo de la “revolución de
colores”, una típica estrategia Made in USA....
LAS “REVOLUCIONES” DE COLORES
El primer caso de una pretendida revolución de color (en verdad una
contrarrevolución) se presentó en 1989 en la antigua Checoslovaquia
cuando los disidentes y opositores sustituyeron el gobierno existente
mediante una maniobra que denominaron la “revolución de terciopelo”. Los
personajes que dirigieron el hecho rápidamente mostraron su verdadero
rostro y convirtieron a la República Checa en un país incondicional a
los intereses de Washington y al capitalismo, lo que han rubricado con
la implantación de un modelo abiertamente neoliberal y privatizador, con
su participación militar en las guerras imperialistas en el oriente
medio, con su racismo contra los gitanos y su respaldo a la política
anticubana de Estados Unidos y la Unión Europea que se sustenta en la pretendida defensa de los “derechos humanos”.
Con posterioridad a este caso se han presentado, en forma otras
“revoluciones coloridas”. Entre las exitosas se pueden mencionar la
Revolución Bulldócer del 2000 en Serbia (un nombre poco vistoso que al
parecer se originó por el papel que desempeñaron los choferes que
manejan este tipo de vehículo), la Revolución Rosa en Georgia en el
2003, la Revolución Naranja en Ucrania en el 2004 y la Revolución de los
Tulipanes en Kirguistán en el 2005. Entre las fracasadas están la
Revolución Blanca en Bielorrusia, la Revolución Verde en Irán y la
Revolución del Twiter en Moldavia.
Todos estos acontecimientos tienen muchas cosas en común. Se
presentan después del fin de la Guerra Fría y, en gran medida, en el
espacio postsoviético, con la finalidad de implantar regímenes títeres e
incondicionales a los Estados Unidos y a esa entelequia que se
autodenomina como “occidente”. Esos movimientos se suelen pintar a sí
mismos como democráticos, liberales y enemigos de la dictadura y el
totalitarismo, lo cual resulta significativo porque siempre se generan
en lugares en los cuales, por variadas razones, no se ha podido
implantar de manera clara y directa el proyecto neoliberal o se
encuentran gobernantes incómodos y poco obedientes a los designios de
los Estados Unidos y del sistema financiero internacional. De igual
forma, una particularidad notable de las tales “revoluciones de colores”
es que en ellas no intervienen en forma directa las fuerzas armadas,
como en los golpes clásicos, ni fuerzas militares de tipo convencional,
con lo que queda la impresión que los gobiernos son derrocados por la
lucha heroica de jóvenes desarmados que enfrentan con voluntad y coraje a
un régimen opresivo.
Esas “revoluciones de colores” son impulsadas por jóvenes
aparentemente despolitizados que se muestran inconformes con un gobierno
determinado y reciben el inmediato respaldo de la prensa autodenominada
libre e independiente (entre la cual sobresale la CNN), la cual se
encarga de amplificar sus demandas y de denunciar al gobierno escogido
para ser derrocado. Se inicia entonces una campaña mediática,
planificada y constante, que presenta a los “revolucionarios” como
expresión de un nuevo tipo de movimientos sociales y de inéditas formas
de protesta, que no buscan el derrocamiento violento de un gobierno sino
su sustitución aparentemente pacífica por la vía electoral, y los
muestra como pluralistas, pacíficos y respetuosos de los métodos
democráticos, mientras al mismo tiempo cataloga como dictatorial y
autoritario al gobierno que se pretende sustituir.
Antes de que se inicien las “revoluciones”, la mano visible de
Estados Unidos opera a través de varios instrumentos, entre los que se
encuentran la financiación a dirigentes y movimientos universitarios, la
creación de ONG de fachada, que reciben cuantiosos fondos de la USAID y
de la CIA, y la entrada en escena de otras ONG internacionales, entre
las que sobresalen las del especulador George Soros.
Los símbolos utilizados son similares, sobresaliendo una mano
empuñada, y suelen ser del color que se le da a la “revolución” y los
portan los jóvenes, por lo general de clase media, que se comunican por
teléfono celular, usan el twiter y se expresan a través de las redes
sociales. Estos jóvenes empiezan a actuar antes de una elección
presidencial, y de antemano se sabe que su finalidad es declararla
ilegal y fraudulenta, si no triunfa su candidato favorito. La “prensa
libre” del mundo se hace eco de esas denuncias y desde semanas antes de
las elecciones pone en duda la legalidad de los resultados. El día de
las elecciones se crea un ambiente de pánico y miedo entre los
electores, se sabotean los sistemas electrónicos y se difunden toda
clase de mentiras y calumnias contra los enemigos de la “democracia” y
la “libertad”, tal y como la entienden los opositores de la “sociedad
civil”, por supuesto incondicionales a los mandatos de los Estados
Unidos.
En la noche de las elecciones, en las que resultan perdedores los
“revolucionarios” de colores, se denuncia el fraude, se convocan
estudiantes y jóvenes en el centro de la ciudad capital y se inicia la
protesta para que se cambie el resultado electoral o se vuelvan a
realizar los comicios. Estas manifestaciones han sido preparadas con
antelación y organizadas por las embajadas de los Estados Unidos, por la
USAID y por las ONG “democráticas”. Cuando se efectúan las protestas,
en forma automática la prensa mundial reproduce la noticia del supuesto
fraude, algo que casi nunca se confirma, y la mentada “comunidad
internacional” (un seudónimo de Estados Unidos y sus lacayos) afirma que
no reconocerá dichas elecciones y presiona para que se cambie el
veredicto o se realicen nuevamente, y cuando eso sucede salen
victoriosos los “revolucionarios”, como sucedió en Ucrania en 2004.
Las “revoluciones de colores” en realidad son una orquestada maniobra
de desestabilización política que tiene un guion preestablecido, que no
por casualidad cuenta con un texto de cabecera que fue redactado por el
estadounidense Gene Sharp de la Albert Einstein Institution y que se
titula de La dictadura a la democracia, que constituye un manual del
Perfecto Golpe de Estado. El triunfo de una “revolución colorida”
depende de la debilidad interna del gobierno atacado o de su incapacidad
de entender lo que está en juego y de no proceder con firmeza para
rechazar las maniobras desestabilizadoras. Su objetivo, como se
evidencia en los países en donde han triunfado, es el de implantar un
orden por completo favorable y proclive a los Estados Unidos, a la Unión
Europea y a la OTAN.
Como resultado, los nuevos gobernantes rápidamente muestran su
verdadera cara antidemocrática y antipopular e incurren en peores
niveles de corrupción de los que denunciaban, aplican a rajatabla los
dogmas neoliberales y abren las puertas de sus países a las
multinacionales de los países imperialistas. Con esto queda claro que no
constituyen ninguna revolución, sino que simplemente se han apropiado
de esa palabra, quitándole su sentido radical, para presentarse como los
portavoces de un sentimiento de descontento y rechazo ante un
determinado gobierno. Dicen basarse en la no violencia y en la
desobediencia pacífica, algo que nada tiene que ver con sus verdaderos
intereses, como se demuestra cuando están en el gobierno, en donde ponen
en marcha medidas antipopulares respaldadas en la violencia bruta, como
se ha demostrado en casos como el de Georgia o Serbia.
LA REVOLUCION VINOTINTO (¿?) EN VENEZUELA
Todo este guion ya conocido y repetido en múltiples ocasiones por
Estados Unidos y sus perros falderos es el que se ha intentado implantar
en Venezuela desde hace varias semanas. Esto se complementa con todos
los métodos de subversión y saboteo impulsados por los Estados Unidos
desde cuando Hugo Chávez ganó las elecciones de 1998, porque van quince
años de una prolongada acción contrarrevolucionaria contra el pueblo
venezolano. Lo que sucede es que ante el fracaso del golpe de estado
clásico en el 2002, las sucesivas derrotas de la “oposición” en las
elecciones y ante la desaparición física del líder del proceso
bolivariano, Estados Unidos, junto con la burguesía venezolana, ideó
como plan estratégico del momento efectuar una revolución de color, y
puso en marcha el guion previamente conocido en otras latitudes.
No es casual que a comienzos de este año hubiera aparecido un grupo
de estudiantes que se declaró en huelga de hambre y que reclamó la
presencia física del presidente Hugo Chávez, que estaba enfermo en Cuba.
Al mismo tiempo, CNN y todos los miembros de falsimedia empezaron a
difundir el rumor que las elecciones iban a ser fraudulentas y la
oposición manifestó que no aceptaría los resultados, si su candidato
perdía.
Aunque el intento no ha sido exitoso si les fue favorable la
coyuntura electoral, en la cual disminuyeron los votos chavistas y
aumentaron los del candidato proestadounidense y el resultado final fue
más estrecho de lo pensado. Este hecho facilitó la labor golpista y
desestabliizadora que se puso en marcha desde el momento en que se supo
oficialmente del triunfo de Nicolás Maduro. Durante la jornada
electoral, además, fueron saboteadas las comunicaciones virtuales y
electrónicas de los principales dirigentes de Venezuela y se intentó
bloquear al Consejo Nacional Electoral. En forma simultánea, la CNN y
los canales privados de gran parte del mundo desinformaban y mentían y
daban de antemano, sin ningún dato, confiable como ganador al candidato
de la derecha.
Como estaba cantado, luego de que se dieron a conocer los resultados
oficiales, Capriles los desconoció, presentó unas supuestas pruebas del
fraude, se negó a aceptar la autoridad del Consejo Nacional Electoral y
pidió un conteo manual del cien por ciento, es decir, el regreso al
viejo sistema electoral. Como para que no quedara duda llamó a sus
seguidores a manifestarse en la calle en repudio al pretendido fraude.
Al mismo tiempo, CNN y la casi totalidad de la prensa internacional
empezó a hablar del resultado incierto, que no se sabía quién había
ganado, de la polarización reinante y del triunfo por ligero margen de
Henrique Capriles. En Colombia, por ejemplo, los medios de
incomunicación que nos contaminan con su brutalidad, han recurrido a
todos los instrumentos del engaño y la mentira para deslegitimar el
triunfo de Nicolás Maduro. Llama la atención en ese sentido que el Canal
Capital en Bogotá –dirigido por un reconocido periodista- le haya
prestado toda la noche del domingo a una politóloga de la Universidad de
los Andes, de dudosa idoneidad, para que junto con unos mercachifles de
la propaganda antibolivariana llegaran a decir, incluso antes de que se
conociera el primer boletín del Consejo Nacional Electoral de
Venezuela, que Henrique Capriles había ganado. Esa fue la misma infamia
del cubrimiento de CNN y compañía a nivel mundial.
Hasta la noche del 14 de abril, Capriles y sus partidarios se habían
presentado como demócratas, pluralistas, defensores del Estado de
derecho y mil embustes por el estilo, siguiendo las directrices de las
“revoluciones de colores”, pero desde el mismo momento en que se conoció
el veredicto electoral todos ellos se quitaron la máscara y empezaron a
actuar como lo que son, unos fascistas, como lo pusieron de presente
hace exactamente once años durante el fallido golpe de Estado del 2002. Y
como en esa ocasión procedieron con los mismos métodos: atacaron a los
pobres, evidenciaron su racismo y su rechazo al pueblo chavista,
destruyeron hospitales y centros de salud atendidos por médicos cubanos,
quemaron varias sedes del Partido Socialista Unificado de Venezuela
(PSUV), golpearon a cientos de personas que celebraban el triunfo de
Nicolás Maduro, intentaron quemar viva a una persona, y han matado hasta
el momento que se escriben estas líneas a siete personas.
Todos estos procedimientos criminales, apoyados por todo el poder
mediático internacional, no son contrarios al verdadero sentido de los
mal llamados “revolucionarios de colores”, sino su verdadera esencia, a
la vez que expresan la catadura del imperialismo estadounidense. Ese
proceder tenía como finalidad generar el caos, para dar la impresión que
en Venezuela no había gobierno, reinaba la inestabilidad y estaban
creadas las condiciones para pasar a otra fase, de golpismo abierto.
Afortunadamente la reacción tanto del CNE como de Nicolás Maduro –luego
de que este tuviera un desafortunado discurso en la noche del 14 de
abril- fue rápida y efectiva y entendió que un factor clave para no
dejar prosperar una “revolución de colores” es el tiempo y la firmeza.
Actuar con decisión y rápido, sin dudas de ninguna clase. En este caso
eso fue lo que se hizo, porque el lunes 15 el CNE proclamó oficialmente a
Nicolás Maduro como presidente constitucional de la República
Bolivariana de Venezuela y se negó a aceptar un conteo manual de votos,
maniobra con la que Capriles y los Estados Unidos buscaban el tiempo
necesario para sembrar no sólo la duda sino para actuar a sus anchas y
realizar sus maniobras de saboteo y terrorismo que tanto les gustan.
Fue esta actuación rápido lo que desesperó a Capriles y lo llevó a
incitar al odio y a la violencia, con el resultado trágico que se
conoce. Y por esa misma razón, Estados Unidos, su ministerio de
colonias, la moribunda e insepulta OEA, y, como no podía faltar, el
Reino de España –los mismos que respaldaron el golpe del 2002- han sido
los únicos que se han atrevido a poner en duda la legitimidad del nuevo
gobierno y su triunfo legal. Como esta vez el guion de las Revoluciones
coloridas no salió como en las películas de Hollywood, en la que los que
se presentan como los buenos vencen a sus malvados enemigos, Estados
Unidos respira por la herida al decir por boca de uno de sus
funcionarios de quinta categoría que la proclamación de Nicolás Maduro
como presidente de Venezuela, por parte del Consejo Nacional Electoral,
“fue un acto imprudente” y refleja “una crisis institucional”, según las
palabras de Kevin Withaker, Subsecretario asistente para Asuntos del
Hemisferio Occidental de Estados Unidos. Claro, si lo que ellos querían
era tiempo, para montar una cabeza de playa aparentemente legal,
basándose en el conteo manual de los votos y en la incertidumbre y vacío
legal que eso hubiera provocado, para consumar su “revolución de
colores”
Por esta vez fracasó la revolución vino tinto (color de la camiseta
de la selección venezolana de futbol), pero el gobierno de Maduro y la
conducción del proceso bolivariano deben aprender de esta dura
experiencia y de los errores cometidos (entre ellos una desastrosa
campaña electoral) para enderezar el proceso e impedir el triunfo de la
contrarrevolución. Eso ya no sólo le interesa a Venezuela sino a los
revolucionarios de América y del mundo que comprendemos que es necesario
un proceso de rectificación para afrontar los diversos problemas
económicos, productivos, sociales y políticos que enfrenta la patria de
Bolívar y de Chávez, que es la misma de todos los que entendemos lo que
significa una derrota al estilo de las que se vivió en Nicaragua en
1990.
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