La
burguesía inglesa, por ejemplo, obtiene más ingresos de los centenares
de millones de habitantes de la India y de otras colonias suyas que de
los obreros ingleses. Tales condiciones crean en ciertos países una base
material, una base económica para contaminar el chovinismo colonial al
proletariado de esos países. Naturalmente, no puede tratarse más que de
un fenómeno pasajero, pero aun así es preciso darse clara cuenta del mal
y comprender sus causas, para poder agrupar a los proletarios de todos
los países en la lucha contra ese oportunismo. Y esta lucha habrá de
conducir inevitablemente al triunfo, pues las naciones “privilegiadas”
representan una parte cada vez menor en el conjunto de los países
capitalistas.
V.I. Lenin, “El Congreso Socialista Internacional de Stuttgart”, 1907
Introducción
Se
insiste con demasiada frecuencia en una idea falsa: la de que fue la
dicotomía reforma/revolución la que provocó la ruptura entre la Segunda
Internacional, socialdemócrata, y lo que a partir de entonces sería la
Tercera, comunista. Sin embargo, como argumenta Domenico Losurdo, ésta
es una idea errónea. Lo que motivó esa ruptura fue principalmente el
apoyo de los socialdemócratas a sus respectivos imperialismos.
Bernstein, en su obra Las premisas del socialismo y la misión de la
socialdemocracia, apoya explícitamente el colonialismo alemán y defiende
el darwinismo social, argumentando además que el expansionismo podía
mejorar el nivel de vida de la clase obrera de su país.
En la
actualidad, desde Red Roja venimos insistiendo sin descanso en una idea:
desde una perspectiva internacionalista, no basta con obtener reformas
aquí, en el centro del sistema capitalista, sino que hay que acabar
también con la explotación de la periferia. De ahí el rechazo que
nuestra organización hace del revisionismo, del marxismo que ha
claudicado ante la socialdemocracia y que podemos ejemplificar con
organizaciones como IU o Syriza, que, por ejemplo, ni siquiera asumen la
reivindicación elemental de la salida de la UE y el euro (por lo que,
lejos de ser revolucionarias, tendríamos que cuestionarnos si podemos
calificar a estas organizaciones al menos como “reformistas”).
En
este artículo queremos argumentar esta tesis; quizá lo primero, para
evitar tópicos, sea aclarar que no lo hacemos por “pureza” ideológica,
dogmatismos o historias por el estilo. Lo hacemos porque en este mundo
existe un sistema de sobreexplotación y sojuzgamiento a escala
planetaria que debe ser enemigo prioritario en todas nuestras
orientaciones estratégicas y actor destacado en todos nuestros análisis,
si de lo que se trata es de emancipar de la pobreza y la alienación a
todos los seres humanos que las padecen, y no sólo a los que son de raza
blanca o viven en Europa Occidental, Norteamérica o Japón.
Intentaremos,
asimismo, profundizar en la comprensión del fenómeno imperialista y
facilitar materiales teóricos a la militancia comunista. Materiales que
nos hagan recordar, para empezar, que debemos estar orgullosos de pensar
como pensamos. Que aquí hace falta más Lenin y menos tonterías
posmodernas. Que el internacionalismo proletario no consiste en
“conectar indignados” por streaming, sino en desear la derrota de “tu”
imperio, por ejemplo en Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia o Siria
(aviso, desde ya, que en este artículo no ejemplificaré simplemente con
Vietnam, Nicaragua u otras guerras del pasado, sino fundamentalmente con
guerras imperialistas y maniobras desestabilizadoras de nuestra
actualidad, empezando por Libia y Siria). Y que si el imperialismo
interviene en esos países no es para exportar ninguna “democracia” o
ningún “mal menor”, sino para perpetuar un sistema de saqueo de los
recursos energéticos de consecuencias terribles; un sistema genocida
frente al cual el “pluripartidismo” u otras migajas formales son un
precio demasiado escaso para quien lo recibe, como ya está empezando a
comprender el pueblo egipcio.
Como escribió el filósofo Carlos
Fernández Liria, los ministros de economía europeos –muy conscientes de
ello- proponen “que nos encerremos en fortalezas, protegidos por vallas
cada vez más altas, donde poder literalmente devorar el planeta sin que
nadie nos moleste ni nos imite. Es nuestra solución final, un nuevo
Auschwitz invertido en el que en lugar de encerrar a las víctimas, nos
encerramos nosotros a salvo del arma de destrucción masiva más potente
de la historia: el sistema económico internacional”. Nosotros somos
partidarios de dinamitar las paredes de ese Auschwitz invertido y eterno
con el que los nuevos nazis intentan sobornarnos: la Unión Europea. Nos
negaríamos a ser cómplices de su barbarie contra la mayoría del
planeta, incluso si no atentara también contra nosotros mismos (cosa
que, para colmo, como estamos viendo cada día, hace). Explicaremos por
qué.
Ciencia contra propaganda
Es curioso comprobar
cómo las formulaciones del pensamiento burgués han ido evolucionando en
función de las necesidades materiales de su clase social.
En el
“Postfacio a la Segunda Edición Alemana” de El Capital, Marx escribirá
con acierto: “Con el año 1830, sobreviene la crisis definitiva. La
burguesía había conquistado el poder político en Francia y en
Inglaterra. A partir de este momento, la lucha de clases comienza a
revestir, práctica y teóricamente, formas cada vez más acusadas y más
amenazadoras. Había sonado la campana funeral de la ciencia económica
burguesa.
Ya no se trataba de si tal o cual teorema era o no verdadero,
sino de si resultaba beneficioso o perjudicial, cómodo o molesto, de si
infringía o no las ordenanzas de la policía. Los investigadores
desinteresados fueron sustituidos por espadachines a sueldo y los
estudios científicos imparciales dejaron el puesto a la conciencia
turbia y a las perversas intenciones de la apologética”.
Efectivamente,
las primeras teorizaciones burguesas reconocían sin complejos la
división de la sociedad en clases. Además, la doctrina burguesa clásica
aceptaba la teoría del valor-trabajo, según la cual los productos valen
la cantidad de trabajo humano que llevan incorporados. Adam Smith
reconocía sin complejos que una persona será rica o pobre en función del
trabajo ajeno de que pueda disponer. Sin embargo, luego vendría el
pensamiento neoclásico, que sencillamente negaba la evidencia y definía
el valor como una realidad natural del producto, negando en consecuencia
la existencia de clases sociales.
Pues bien, con la cuestión del
imperialismo va a pasar exactamente lo mismo. En La riqueza de las
naciones, Adam Smith afirma con rigor que “un país industrial (…) compra
con una pequeña cantidad de sus productos una muy grande de las
producciones agrícolas de otras naciones”, lo que es un precedente de la
teoría del intercambio desigual. Ricardo, por su parte, defiende una
teoría “de los costos comparativos”, que viene a hacer apología de una
división perpetua entre naciones industriales hegemónicas y naciones
agrarias dominadas, como único sistema capaz de salvaguardar la tasa de
ganancia de los capitalistas.
Pero entonces apareció la teoría
neoclásica que, con afán desmovilizador, trató de oscurecer la raíz
económica del imperialismo, recurriendo a explicaciones
sobreestructurales acerca del “nacionalismo” y factores psicológicos de
esa índole. Con el paso del tiempo, esta visión se radicalizaría hasta
llegar a Shumpeter, quien, en 1916, declara (y no en el día de los
inocentes) que “el capitalismo es, por esencia, antiimperialista”, sólo
que las tendencias imperialistas son “sobrevivencias de épocas pasadas”.
Más aún chocante sería su afirmación, años después, de que “entre todos
los países, los Estados Unidos es el que muestra una tendencia
imperialista más débil”. Supongo que el abrumador y evidente catálogo de
acciones imperialistas norteamericanas en el siglo XX desmiente mejor
esa teoría que cualquier alegato marxista.
Carlton J. Hayes o
Fieldhouse negarán también el carácter económico del imperialismo. Para
ellos, los intereses económicos jugaban sólo un papel secundario en la
empresa colonial. Pero ¿puede tomarse en serio tal planteamiento?
Los orígenes del imperialismo… y del capitalismo
Pues
va a ser que no. Tales ideas son en realidad un disparate que nadie
puede defender seriamente. Más adelante hablaremos de la necesidad del
imperialismo para que el capitalismo supere sus contradicciones
internas. Por ahora, comenzaremos por señalar que Marx demostró hasta la
saciedad en El Capital que el desarrollo industrial inglés no puede
comprenderse prescindiendo de la vertiente externa de la acumulación
primitiva de capital, a través del expolio que los Estados del centro y
norte de Europa practicaron sobre los continentes atrasados.
Un
expolio que, tras alcanzar la supremacía naval Inglaterra, derrotando a
holandeses y franceses, benefició particularmente a la burguesía inglesa
y que tenía como agentes específicos a las Compañías de Comercio y
Navegación (las primeras multinacionales de la historia) y como métodos
fundamentales la piratería, la guerra de conquista, la trata de
esclavos, el genocidio y el “terror blanco”. Métodos nazis donde los
haya.
Por más que patalee Ashton, negando la evidencia en su obra
sobre La revolución industrial, es absolutamente innegable que, sin esta
vía externa, habría sido imposible hacer frente a la tremenda
acumulación de capital que requería la Revolución Industrial y que la
hizo posible. Se puede hablar de la revolución política liquidada a
finales del XVII; se puede hablar de los recursos que tenía Inglaterra, o
incluso de la “ética del protestantismo” de la que escribiera Weber…
pero hablar de todo esto sin mencionar lo más determinante es un
auténtico crimen contra la verdad. Y la verdad -y lo más determinante-
es que la Compañía de las Indias Orientales asolaba el Océano Índico,
mientras el resto de compañías inglesas arrasaban África y las zonas
americanas que no arrasaban España y Portugal. La verdad –y lo más
determinante- es que la trata de esclavos y la piratería (empresas cuyos
principales accionistas eran los propios monarcas) produjeron
beneficios sencillamente fabulosos. Y la verdad –y lo más determinante-
es que, sin la acumulación de capitales que todo esto generó durante los
siglos XVI, XVII y XVIII, no se habrían podido poder en marcha los
cientos de máquinas de vapor que propulsaron el desarrollo industrial
inglés.
Además, la manufactura del algodón no se hubiera
desarrollado entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX si
antes no se hubiera eliminado a sangre y fuego la competencia de la
manufactura india, como expondremos más adelante. Sin olvidar que la
salida de los excedentes británicos a mercados exteriores no se habría
producido si no se hubiera sojuzgado a cañonazos a numerosos pueblos. En
suma, el desarrollo del capitalismo industrial habría sido imposible
sin la dominación política, la explotación económica y la dislocación
social de los pueblos de la periferia. Vayamos, pues, profundizando en
los hechos.
Fases en el surgimiento del imperialismo
Existe
una tremenda confusión en lo que respecta al imperialismo.
Recientemente, yo argumentaba que la guerra entre la OTAN y Libia era
una guerra entre un imperio (con sus colaboracionistas, como todos los
imperios de la historia) y una colonia, por lo que había que desear la
victoria de la colonia, independientemente del autoritarismo de sus
gobernantes. Pero un militante de Izquierda Anticapitalista me
contestó, visiblemente ofendido, que se trataba de una guerra
inter-imperialista, ya que Libia practicaba el “imperialismo interior”.
Al parecer, había tomado por literal una expresión metafórica empleada
en su momento por Santiago Alba Rico.
Pero en realidad, salvo que
sea un uso poético, hablar de un imperialismo “interior” es una
contradicción en sus propios términos, ya que el imperialismo es, por
definición, exterior.
Llamar a cualquier represión “imperialismo” es un
error infantil. Pero, es más, llamar a cualquier capitalismo
“imperialismo” implica no haber comprendido una sola palabra del
marxismo. Y, para subir la apuesta, llamar a cualquier imperio, o
incluso a cualquier anexión territorial, “imperialista” es no haber
profundizado lo más mínimo en la noción leninista del “imperialismo”.
En
términos leninistas, el imperio romano no era imperialista, porque no
existían los monopolios, ni el capital financiero (nacido de la fusión
entre los capitales industrial y bancario), ni la exportación de
capitales (de hecho, ni siquiera existía el capital), que son algunos de
los rasgos de la fase superior del capitalismo, el imperialismo, si
seguimos a Lenin. Pues bien, ¿dónde están los monopolios, el capital
financiero y la exportación de capitales libios o sirios? La respuesta
es sencilla: no existen, porque esos no son países imperialistas, sino
ex-colonias independizadas primero y luego agredidas de nuevo por el
imperialismo. Y si el imperialismo les agrede no es porque esté muy
aburrido o porque desee extender la democracia y la libertad por todo el
orbe, sino porque necesita derrocar a todo gobierno anti-imperialista,
esto es, a todo gobierno no sometido al imperialismo. Mientras
estuvieron sometidos al imperialismo, no hubo problemas; pero cuando
dejaron de estarlo… Y, sin embargo, paradójicamente, el militante
aludido apoyaba fervorosamente a los “rebeldes” libios, que formaban
parte del único bando auténticamente imperialista en esta guerra (cosa
que ni siquiera los mismos rebeldes negaban, ya que solicitaron pública y
explícitamente la intervención militar de la OTAN).
Pero volvamos
a sumergirnos en la historia. Siguiendo a José Acosta, podemos
establecer tres etapas fundamentales dentro del proceso que llevó al
surgimiento del imperialismo:
1) El arqueo-imperialismo
primitivo (desde las Cruzadas hasta el siglo XVIII), fase de captación
de los recursos materiales que permitirían la expansión capitalista
posterior, a través del pillaje, la trata de esclavos, las guerras de
conquista y la piratería.
2) El colonialismo (desde el
siglo XVIII hasta el final de la II Guerra Mundial), caracterizado por
la exportación de mercancías y el drenaje de materias primas.
3)
El imperialismo capitalista propiamente dicho (desde finales del siglo
XIX hasta nuestros días), caracterizado por los monopolios, el capital
financiero, la exportación de capitales, etc.
En lo que respecta a
la infraestructura, la acumulación primitiva, acelerada entre los
siglos XVI y XVIII, no empleaba el comercio, sino la simple violencia y
el terror, como cauce fundamental de expropiación de la periferia. En la
época colonial, en cambio, el nacimiento de la industria permite la
exportación de mercancías excedentes, iniciándose el intercambio
comercial desigual. Por último, en la etapa imperialista, ya con los
monopolios, la exportación de mercancías será sustituida por la de
capitales (es decir, por la inversión directa, la creación de empresas
en el extranjero o la concesión de préstamos) como modo de explotación
dominante.
Por otra parte, en lo que respecta a la
superestructura, durante la acumulación primitiva los Estados
dominantes europeos no estaban aún lo bastante desarrollados como para
ejercer por sí mismos el dominio imperialista de la periferia, por lo
que la dominación es ejercida por entes privados dotados de soberanía,
financiación, burocracia y ejército propios: las Compañías de Comercio y
Navegación, autoras de los peores crímenes esclavistas y de los más
atroces actos de piratería y pillaje. Más tarde, en el siglo XVIII, los
Estado burgueses del centro de Europa son ya suficientemente fuertes y
pueden hacerse cargo, directamente, del dominio imperial, incorporando a
las poblaciones explotadas al Estado colonialista. La acumulación
prosigue y, así, surgen por último poderosísimos trusts que controlan
las principales fuentes de energía (gas, electricidad, petróleo) o
infraestructuras (siderurgia, ferrocarriles, armamento), así como las
redes bancarias mundiales. La nueva burguesía monopolista posee, pues,
el poder suficiente como para prescindir del colonialismo, de la
dominación directa y, entonces, las colonias son convertidas en Estados
formalmente independientes y su dominación pasa a ser indirecta,
llegándose a la fase final del capitalismo. Eso, y no otra cosa, es el
imperialismo.
La necesidad del imperialismo
Para
Berognes, el imperialismo es una manifestación externa de las
contradicciones internas del capitalismo, una vertiente externa del
proceso de acumulación capitalista.
Como es sabido, el modo de
producción capitalista tiene una serie de contradicciones internas que
lo hacen frágil e inestable. Una de ellas es la contradicción entre la
creciente capacidad de producción y la decreciente capacidad de consumo.
Así pues, gracias al imperialismo, las formaciones sociales
capitalistas exportan las mercancías y los capitales excedentes,
drenando materias primas desde las formaciones sociales de la periferia.
Con ello, desaguan lo que les sobra y toman del exterior lo que
necesitan para reproducir la tasa de ganancia. Es, metafóricamente, una
especie de plusvalía exterior.
La producción industrial
capitalista exige la condición de un mercado extenso, el aseguramiento
de fuentes de materias primas y la necesidad constante de abrir nuevos
mercados en el exterior (ya sea mediante la persuasión, el comercio o la
violencia directa). Ya lo dijo Rosa Luxemburg en La acumulación de
capital: “El capitalismo (…) se desarrolla únicamente en un medio social
no capitalista (…) [y] tiene necesidad para su existencia de formas de
producción no capitalistas”.
Así pues, el imperialismo es, en
última instancia, el cauce de exportación de las contradicciones
internas del capitalismo. Si para Adam Smith o David Ricardo, defensores
de los intereses industriales, habría sido una auténtica herejía
exportar capitales al exterior, el monopolismo posterior tendrá en
cambio otra lógica. Lenin ilustra a la perfección cómo el capitalismo
financiero concluyó que, bajo condiciones monopolistas, era más rentable
emplear el excedente de capital en ultramar que en la industria
doméstica. Dentro sólo contribuiría a incrementar la producción,
haciendo bajar los precios y subir los salarios. Fuera, en cambio,
podría obtenerse un mayor interés sin ninguna de aquellas consecuencias.
Por
eso Wakefield tenía razón (burguesa) al proponer un programa imperial
contra la periferia para contrarrestar el riesgo de una inminente
revolución social en el centro. Y Cecil Rodes lo comprendió a la
perfección, cuando en 1896 afirmó: “para salvar a cuarenta millones de
habitantes del Reino Unido de una mortífera guerra civil (…) debemos
posesionarnos de nuevos territorios. (…) Si queréis evitar la guerra
civil, debéis convertiros en imperialistas”.
También lo comprendió
a la perfección Bernstein, pero no sólo él, ni sólo la II
Internacional. Desde entonces, no han sido pocas las ocasiones en las
que autodenominados marxistas, e incluso alguna que otra “internacional”
(como una cuyo número nominal representa el doble que la de Bernstein,
pero cuyo número de militantes representa una millonésima parte), han
apoyado al imperialismo civilizador europeo contra los “bárbaros de la
periferia”. ¿Ignoran o simplemente “olvidan” el historial de crímenes
que está grabado a sangre en el corazón de Europa?
Mecanismos explotadores
En
un artículo que publicaré en el próximo número de la Revista Laberinto,
en el que efectúo una pormenorizada crítica del libro Hay alternativas
y, en general, del intento por parte de autores como Vicenç Navarro de
resucitar la socialdemocracia keynesiana, incluyo un análisis exhaustivo
de los mecanismos actuales de explotación del Tercer Mundo.
En
cambio, mi interés ahora es repasar brevemente los mecanismo históricos
tradicionales y, sobre todo, abstraer la lógica que constituye la médula
espinal de todo el resto de procesos explotadores y por medio del cual
se ha establecido dónde está el “centro” y dónde la “periferia” del
capitalismo.
Existen unas relaciones de dominación a escala
planetaria, ejercidas a través de los organismos institucionales
internacionales, la política exterior, la diplomacia y, en última
instancia, la existencia de ejércitos permanentes ocupando las áreas
claves del planeta, los mares y los océanos. El órgano rector y
organizador dentro de esta superestructura, a despecho de más de un
posmoderno, no es otro que el Estado.
Los mecanismos de
explotación han sido de lo más variados: la exportación de mercancías,
la exportación de capitales, el drenaje de materias primas, el saqueo,
la piratería, la trata de esclavos, la fuga de cerebros, la explotación
tecnológica, la deuda, la llamada “ayuda al desarrollo”…
Pero la
médula espinal en la que reposa todo esto es el intercambio desigual.
En el libro I de El Capital, Marx afirmará:
“La intensidad media del
trabajo cambia de un país a otro; en unos es más pequeña, en otros es
mayor. Estas medias nacionales forman, pues, una escala, cuya unidad de
medida es la unidad media del trabajo universal. Por tanto, comparado
con otros menos intensivos, el trabajo nacional más intensivo produce
durante el mismo tiempo más valor, el cual se expresa en más dinero.
Conforme se desarrolla en un país la producción capitalista, la
intensidad y productividad del trabajo dentro de él va remontando sobre
el nivel internacional. Por consiguiente, las diversas cantidades de
mercancías de la misma clase producidas en distintos países durante el
mismo tiempo de trabajo tienen distintos valores internacionales”.
Como
diría Terry Eagleton, “Marx was right”. Un análisis del comercio
internacional demuestra que, en contraposición a la teoría de los
“costos comparativos” de David Ricardo, las mercancías intercambiadas a
ese nivel no tienen valores equivalentes, sino valores dependientes del
grado de productividad del trabajo en los respectivos países (lo que
depende, a su vez, del grado de desarrollo tecnológico que tenga cada
cual). Se produce, pues, un intercambio desigual en favor de los países
más desarrollados.
Samir Amin, siguiendo las series publicadas por
la ONU, ha documentado cómo los términos de cambio se han deteriorado
en un 40% para los países productores primarios desde finales del siglo
XIX hasta 1940. Así, en 1939 los países subdesarrollados podían comprar,
con la misma cantidad de productos primarios, el 60% de los artículos
manufacturados que adquirían en 1870.
En 1969, Arghiri Emmanuel
publica El intercambio desigual, una obra imprescindible. La esencia de
su tesis, que fue matizada en diversos aspectos por Bettelheim y
Palloix, es incontestable: en el mercado internacional, las tasas de
ganancia tienden a nivelarse (como efecto del libre movimiento de
capitales), pero las tasas de explotación no (como efecto de las leyes
de extranjería). Así, los productos de la periferia intercambiados
(generados por trabajadores con peores salarios, de los que no pueden
huir) cristalizan mucho más trabajo que otras mercancías del mismo
precio producidas en el centro, donde, como ya advertía Marx, hay una
mayor productividad, ligada a la tecnología, que permite producir más en
el mismo tiempo de trabajo. De ahí el deterioro incesante de los
términos de intercambio en perjuicio de la periferia.
Pero hay
más: si los trabajadores de la periferia mejorasen sus condiciones
laborales, equiparándolas a las del centro, las mercancías fabricadas
por ellos subirían de precio (al incrementarse el precio de producción,
entre cuyos costes están los salarios). En consecuencia, si, por
ejemplo, todos los jornaleros del mundo cobrasen 8 euros por hora, el
salario de 8 euros de los jornaleros franceses, ingleses o españoles ya
no tendría el mismo valor real, sino menos, por lo que estos
trabajadores del centro podrían comprar menos cantidad de arroz,
frijoles, café, cacao o aceite de palma procedentes de la periferia.
Este hecho demuestra que se está produciendo una sobreexplotación de la
periferia, de la que sale beneficiada incluso la clase obrera del
centro.
Como dice Emmanuel, “si la hora-vehículo vale en el
mercado internacional cuatro o cinco veces la hora tejido (a causa de
que el vehículo se produce principalmente en los países de altos
salarios y los tejidos en los países de bajos salarios)”, un país pobre
“puede sacar provecho fácilmente de la producción de sus propios
vehículos, más que en adquirirlos a cambio de los tejidos”.
Sin
embargo, “casualmente” los organismos internacionales recomiendan y, con
mayor frecuencia, exigen justo lo contrario. La UE, el FMI y el BM
combaten toda tendencia proteccionista o toda promoción de un desarrollo
autocentrado en los países del Tercer Mundo, evitando (por su bien,
naturalmente, pero… ¿a quién se referirá ese “su”?) que el excedente de
plusvalía se retenga en lugar de volcarse hacia los países ricos. Sin
embargo, explica Emmanuel, no fue mediante el libre comercio como los
países ricos llegaron a ser ricos. Inglaterra no tenía en el siglo XVII
la especialización en tejidos, ni era el país más apropiado para
lograrlo. Pero optó por implantar esa industria a base de medidas
proteccionistas, como la prohibición de la exportación de la lana, ya
que Flandes estaba adelantada y podía ofrecer por la lana inglesa más
dinero que los manufactureros ingleses, a pesar de los gastos de
transporte.
La corona inglesa llegó a cortar los brazos a los
infractores que exportaran su producción. Más tarde, gracias a la
protección arancelaria y la coerción legislativa directa, Inglaterra
hizo de la India su abastecedora de algodón (arruinando a este país,
como expondremos) y a Australia su tienda de lana.
Obviamente,
los países subdesarrollados necesitan proteger y sostener sus industrias
hasta que sean sólidas y puedan competir en los mercados
internacionales. Si un país del Tercer Mundo ingresa en el libre
comercio antes de haber consolidado sus capacidades tecnológicas, podrá
ser un buen productor de café o de ropa barata, pero no tendrá
posibilidades de transformarse en un productor de tecnología, por lo
que seguirá padeciendo la dependencia y el deterioro de sus términos de
intercambio.
Por eso, Inglaterra y EE UU usaron durante decenios
una amplia gama de medidas proteccionistas, como los subsidios directos e
indirectos, los aranceles aduaneros o la regulación de los precios.
Como bien dijo Friedrich List, economista alemán del siglo XIX, los
países ricos, una vez alcanzada la prosperidad gracias a la escalera del
proteccionismo, se apresuran a darle una buena patada a la escalera
para que nadie más pudiera alcanzarlos.
¿Una verdadera descolonización?
Como
ya vimos, la descolonización no debe idealizarse en absoluto. Aunque
fuera en casi todos los casos el producto de una lucha heroica, por
desgracia sus efectos fueron finalmente muy limitados. Simplemente se
pasó de unas relaciones de dominación de carácter directo a otras de
carácter indirecto, y esto se produjo en la medida en que en la
periferia del sistema capitalista estaban puestas las condiciones que
aseguraban la continuidad de la explotación (antes colonialista, ahora
imperialista en sentido estricto) a través de otras vías.
Las
relaciones de explotación no sólo continuaron, sino que se vieron
intensificadas, en virtud de la ampliación del foso productivo y
tecnológico que separa a las naciones imperialistas dominantes de las
naciones periféricas del Tercer Mundo. Sin embargo, ya no se explota a
unas colonias, sino a unos Estados formalmente independientes. Así, da
comienzo el imperialismo sensu estricto y el modo de producción
capitalista permite la libertad y la independencia formales del
explotado (a nivel nacional, de la clase obrera; a nivel internacional,
de los pueblos de la periferia), pues la explotación se realiza dentro
del mismo proceso de producción, sin necesidad de una compulsión
política directa.
Todo esto, en realidad, es ventajoso para los
dominadores. De igual modo que la esclavitud de los africanos dejó de
serles rentable, pues, como dueños, se veían obligados a asegurar la
subsistencia y la alimentación del esclavo, el nuevo protectorado
también era más rentable que la vieja colonia: los dominadores se
ahorraban el gasto y la dificultad de establecer una administración en
el país saqueado.
De igual modo que cuando el obrero ha salido de
la fábrica ya ha sido expropiado (por lo que, fuera de ella, se le puede
permitir cierta autonomía política u organizativa), la entrada de
capitales extranjeros, el drenaje de materias primas y la consiguiente
dependencia económica y comercial suponen en sí mismas la explotación de
los pueblos que las padecen. Así pues, siempre que toleren estas
relaciones de explotación, a los pueblos se les puede permitir (como a
la clase obrera a nivel nacional) cierta autonomía política: en este
caso, su existencia como Estado independiente.
La función de los
Estados imperialistas será en adelante implantar las condiciones que
garanticen la reproducción de las relaciones de explotación entre el
centro del sistema capitalista mundial y la periferia. Esto lo lograrán
asegurando en la periferia una red de regímenes políticos títeres a su
servicio y, naturalmente, liquidando o bloqueando, según las
circunstancias, cualquier sistema político que intente romper las
relaciones de explotación internacionales. Tal, y no otro, es el motivo
de las guerras imperialistas.
Así, mientras Gadafi fue aliado de
occidente (en su segunda etapa, digamos), a pocos les importó que
tuviera una pistola de oro o que su hija poseyera una mansión. Pero en
cuanto dejó de serlo (durante su primera y su tercera etapa) fue
bombardeado hasta la muerte. A Gadafi no lo mataron para “exportar la
democracia” (burguesa), sino por su peligrosa promoción del satélite
africano, del Banco Africano de Inversión y del dinar de oro. O, en
otras palabras, para someter y asustar a África.
Quien lo niegue
es un iluso tan grande que produce ternura. Y es que, por más que
moleste a muchos progres biempensantes, las razones por las que
bombardearon Libia son las mismas por las que bombardearon Vietnam o
Chile, las mismas por las que odian a Chávez y las mismas por las que
asesinaron a Raúl Reyes.
Deformaciones y efectos sobre la periferia
Para
los países colonizados, la irrupción del capitalismo foráneo supuso su
inclusión en un sistema en el cual no podían ejercer ninguna influencia,
dando lugar a un empobrecimiento radical de sus poblaciones. Al estar
subordinados a un capitalismo foráneo, su actividad productiva tiene un
carácter extrovertido, destinado a exportar unos pocos productos,
creándose la situación del monocultivo o la monoproducción.
Así, se
devastó la economía tradicional de los pueblos, sustituyéndose los
cultivos para la alimentación por cultivos para la exportación, lo que
generó una dependencia interminable hacia las metrópolis.
La
agricultura de plantación, la explotación a destajo de los recursos
mineros y la no articulación interna de sus sectores productivos hacen
que estas economías sean extremadamente vulnerables y dependan
totalmente de la influencia exterior, lo que les impide iniciar un
proceso de desarrollo autocentrado.
Como afirmaba el “Coloquio de
Argel”, de marzo de 1969, la economía periférica es una economía
“satelizada por el gran capital (…) que controla los sectores claves,
tales como minas, hidrocarburos, comercio exterior, bancos”, “dislocada
por la ausencia de complementariedad de los sectores: la mayoría de las
ramas importan el 35% de sus compras”, “extrovertida (…) [por estar]
orientada hacia la exportación” y “atrasada como consecuencia de la
colonización, el pillaje y la guerra”.
El imperialismo,
succionando sistemáticamente los frutos del sobretrabajo (e incluso de
parte del trabajo necesario), imposibilita toda acumulación en la
periferia. De hecho, como ya dijimos, fue drenando a la periferia la
plusvalía (que le hubiera servido a ésta para generar su acumulación
primitiva) como Inglaterra efectuó su despegue industrial. Desde
entonces, la política imperialista por excelencia ha consistido en
“retirar la escalera” por medio de Tratados de Libre Comercio, para
impedir cualquier desarrollo industrial nativo a gran escala
El
conocimiento de la historia nos ayuda a huir de la pretensión
imperialista de naturalizar el subdesarrollo, casi como si fuera una
característica natural de los pueblos empobrecidos. Egipto tuvo, durante
el reinado de Mohammed-Alí (1805-1849), una importante industria y un
intento de desarrollo autónomo. Aunque dicho rey fuera tan poco
democrático-burgués como Gadafi (y, por tanto, imaginamos, también
muchos progres europeístas debieron de festejar su final en aquellos
días), la realidad es que su proyecto fue derrotado por la penetración
de la industria inglesa, cuya competencia arruinó a la industria
autóctona, especialmente tras la posterior ocupación militar de Egipto
en 1882 y el consiguiente establecimiento de una administración colonial
británica.
Igualmente, antes de la penetración del
capitalismo inglés la India era un país manufacturero y exportador de
algodón. Pero los ingleses invadieron la India y, luego, cerraron las
puertas de Gran Bretaña a los productos indios mediante elevadas
tarifas, para proteger los intereses de la burguesía industrial
británica.
Además, no se permitió importar maquinaria a la India. Por
último, inundaron la India de tejidos ingleses, que vinieron a rellenar
el vacío, provocando la ruina de la industria textil autóctona y
extendiendo despiadadamente la pobreza y el paro, en un país
anteriormente próspero. Sólo así la India se convirtió en el país rural y
empobrecido que es hoy.
Sin necesidad de irnos tan lejos,
Isidoro Moreno suele recordar que las primeras industrias del Estado
español no estuvieron en Madrid ni en el norte, sino en Andalucía. Y es
que, en resumen, el subdesarrollo no es un estado originario o eterno,
sino que los pueblos empobrecidos tienen una historia y su subdesarrollo
ha sido el producto del desarrollo del imperialismo de otros. Así pues,
para luchar contra la pobreza hay que luchar contra la riqueza. Ya lo
dijo Samir Amin: “la sociedad tradicional no está en transición [hacia
la modernidad]; ella está terminada como sociedad dependiente,
periférica, y en este sentido bloqueada”.
El modo de producción capitalista periférico
En
el caso de Europa, actuaron en la disolución de las estructuras
precapitalistas unos factores internos de gran fuerza (surgimiento de
una burguesía mercantil, licenciamiento de las mesnadas feudales, fuga
de los siervos a la ciudad, antagonismos entre monarquía y nobleza). Sin
embargo, la descomposición de las estructuras tradicionales generada en
la periferia del capitalismo es un proceso exógeno.
En
consecuencia, siguiendo a José Acosta, podría hablarse de un modo de
producción capitalista periférico, caracterizado por una dependencia
endémica hacia el modo de producción capitalista-imperialista del centro
del sistema, que genera sociedades dislocadas y deformes en el Tercer
Mundo, con economías orientadas a los sectores exportadores en función
de las demandas de las metrópolis; subordinadas a las redes
internacionales de materias primas y capitales, que están controladas
por (y al servicio de) las naciones más ricas de la Tierra.
No por
casualidad, los Estados más liberales han sido siempre los que más
pueblos han tenido subyugados (véase el viejo colonialismo de
Inglaterra, Francia y Holanda, o el imperialismo de la UE, EE UU e
Israel hoy día). Obviamente, la sobreexplotación de la periferia y su
potencia industrial-militar les permitía (y les permite) ser más
“liberales”, “pluripartidistas”, “democrático”-burgueses y formalmente
“libres” que cualquier nación periférica, incluso si ésta, en mitad de
una situación de subdesarrollo y aislamiento, decide trazar un camino
diferente al marcado por los grandes imperios. Deberían (insistamos en
ello) tenerlo en cuenta quienes, creyéndose muy de izquierdas,
festejaron la caída de Gadafi y quienes, cayendo por segunda vez en la
misma piedra, rezan ahora por la victoria de los llamados “rebeldes”
sirios.
Con todo, el necesario cambio social que acabe con la
miseria no podrá venir del simple antiimperialismo desarrollista sin
más, tal y como es comprendido por determinados sectores en el interior
de algunos gobiernos progresistas latinoamericanos. La destrucción del
modo de producción capitalista periférico vendrá de la alianza
obrero-campesina y la lucha armada, contra la oligarquía aliada a la
burguesía monopolista internacional, para desembocar en el socialismo
sin necesidad de pasar por el modo de producción
capitalista-imperialista.
Conclusión
Emmanuel cita
un significativo editorial del New York Times en enero de 1950:
“Indiscutiblemente, el elevado nivel de vida en Europa y los Estados
Unidos depende en cierta medida de la existencia de materias primas y
una mano de obra poco onerosa en Asia y en África”. Haría bien la
socialdemocracia en empezar a comprender aquello que incluso los diarios
imperialistas admiten. Y harían bien los progres en dejar de favorecer
al Auschwitz eterno defendiendo cuanta “revolución” de colores trate de
consolidar el poder del imperialismo sobre el Tercer Mundo, pagando, en
el mejor de los casos, con la misma democracia burguesa formal y
limitada que, sin embargo, aquí declaramos rechazar.
Ya lo he
dicho: hace falta más Lenin y menos tonterías. Por eso es hora de
rememorar las testamentarias palabras del Che Guevara en el “Mensaje a
los pueblos del mundo a través de la Tricontinental” (1967):
“Es
absolutamente justo evitar todo sacrificio inútil. Por eso es tan
importante el esclarecimiento de las posibilidades efectivas que tiene
la América dependiente de liberarse en formas pacíficas. Para nosotros
está clara la solución de esta interrogante; podrá ser o no el momento
actual el indicado para iniciar la lucha, pero no podemos hacernos
ninguna ilusión, ni tenemos derecho a ello, de lograr la libertad sin
combatir. Y los combates no serán meras luchas callejeras de piedras
contra gases lacrimógenos, ni de huelgas generales pacíficas; ni será la
lucha de un pueblo enfurecido que destruya en dos o tres días el
andamiaje represivo de las oligarquías gobernantes; será una lucha
larga, cruenta, donde su frente estará en los refugios guerrilleros, en
las ciudades, en las casas de los combatientes —donde la represión irá
buscando víctimas fáciles entre sus familiares—, en la población
campesina masacrada, en las aldeas o ciudades destruidas por el
bombardeo enemigo. (…) Nuestra misión, en la primera hora, es
sobrevivir; después actuará el ejemplo perenne de la guerrilla
realizando la propaganda armada en la acepción vietnamita de la frase,
vale decir, la propaganda de los tiros, de los combates que se ganan o
se pierden, pero se dan, contra los enemigos. La gran enseñanza de la
invencibilidad de la guerrilla prendiendo en las masas de los
desposeídos. (…) El odio como factor de lucha; el odio intransigente al
enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo
convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar.
Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede
triunfar sobre un enemigo brutal. Hay que llevar la guerra hasta donde
el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla
total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de
sosiego fuera de sus cuarteles, y aún dentro de los mismos: atacarlo
donde quiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada
lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo. (…) ¡Cómo
podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos, tres, muchos
Vietnam florecieran en la superficie del globo (…)! En cualquier lugar
que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro
grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se
tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a
entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos
gritos de guerra y de victoria”.
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