La izquierda que mancha. Editorial de inSurgente.

La guerra económica contra el gobierno de izquierdas de Venezuela se ha intensificado en los últimos meses.

Mientras casi toda la izquierda planetaria guarda un silencio hiriente sobre lo que ocurre, (por aquello de estar viviendo una derrota mediática que trae consigo, entre otras cosas, que la defensa del proceso bolivariano “mancha” y quita votos), y contabilizamos los errores de Maduro (tal y como nos enseña Falsimedia), se abre una necesaria reflexión sobre la actuación de la derecha cuando está en la oposición, y la comparación con lo que hace la izquierda en ese mismo lugar.

La derecha local e internacional recurre a todo en Venezuela: intentonas golpistas, sabotajes, acaparamientos de alimentos, financiación de bandas criminales, saqueos de supermercados, hundimiento del precio del petróleo (principal fuente de recursos del país), campañas mediáticas sin precedentes, giras de esposas de políticos golpistas con entrevistas en horas de máxima audiencia televisiva, apoyo de ex mandatarios burgueses y corruptos, resoluciones en la ONU, en el Parlamento Europeo, hundimiento de la moneda en su cruce con el dólar… Episodios que recuerdan de un modo sobrecogedor a lo que ocurriera en el Chile de la Unidad Popular, pero también en El Salvador de 1930 o en la Argelia de 1992 para impedir, en aquella ocasión, el triunfo del FIS que, recordemos, iba a traer consigo nuevos precios del gas y otras materias primas que consumen los países europeos.

Es decir, la derecha es implacable cuando se le tocan sus intereses de clase. Recurre a todas las armas, a todas las herramientas de lucha porque sabe qué significa exactamente perder el poder. Sin embargo, cabe preguntarnos sobre el papel de la izquierda cuando está en la oposición.

Para ello, deberíamos plantearnos, casi como un preámbulo, qué entendemos cuando decimos “izquierda”, para no confundirnos en exceso y llamar así a meros reformistas, que lo único que aspiran es a administrar el capitalismo y arrastrar en ello a toda la indignación social que pueda generarse en una sociedad dividida en clases, e inmersa –por tanto- en una crisis más que cíclica.

Lo que las grandes masas entienden por “izquierda”, en el gobierno, es tan patética como lo que hacen en Francia o en Italia en estos momentos; poco más hay que añadir.

En la oposición se desdibuja con sindicatos cuya aspiración no es practicar el sabotaje y el boicot económico contra el capitalismo hasta derrotarlo, sino –y en un ejercicio propio de su ideario- conseguir el mantenimiento del poder adquisitivo de los trabajadores allí donde se pueda, que el cierre de empresas sea lo menos traumático posible, y que los afiliados puedan irse de vacaciones sin excesivas preocupaciones mientras los líderes sindicales se fotografían sonriendo con los mandamases de la patronal, para festejar, quizás, que los Presupuestos Generales del Estado siguen alimentando las estructuras sindicales y empresariales.

En el terreno político, su actuación pasa por obtener algún diputado más, que les permita juntarse con la socialdemocracia con mayor influencia, para seguir parcheando el régimen desde las instituciones una y otra vez, pero hasta la victoria final.

Es decir, existen diferencias notables en la oposición entre la forma de actuar de unos y otros. El “buenismo” en la izquierda, como práctica política, ha pasado a ser una ideología en sí misma, al punto que –como decíamos al principio- defender gobiernos revolucionarios no solo no está de moda, sino que no entra en la agenda de los que han jugado todas las cartas a que desde las instituciones se puedan venir los cambios, incluido el del régimen. Aunque para ello haya que vaciar las calles del tan temido odio de clase que, como es sabido, no conduce más que a romper la paz social donde el reformismo vive tan feliz. 


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