HONRA A LAS BRIGADAS INTERNACIONALES (14 de abril, día de la República), por Santi Ortiz

Brigadas
internacionales que con toda clase de elementos llegan a Madrid en los
primeros días de noviembre de 1936 para luchar a las órdenes del
gobierno del Frente Popular (fotografía publicada en la revista
“Crónica”, de zona roja en Madrid, número correspondiente al día 16 de
octubre de 1938, en información relativa a dichas fuerzas.
HONRA A LAS BRIGADAS INTERNACIONALES
Vinieron de toda la rosa de los vientos, de los países más
dispares, cruzando océanos, atravesando montañas, vadeando ríos,
afrontando peligros para llegar aquí. Comunistas, anarquistas,
socialistas, liberales y republicanos; ateos y religiosos de los credos
más diversos, unidos todos. Venían de todas partes; pero de una única
patria común: la que tiene el corazón forjado en la libertad y la
justicia; la que cree en el hombre por encima de razas y fronteras, la
que no entiende de más nacionalismo que el que se alza contra la
opresión y la tiranía.
Vinieron a luchar contra el fascismo, contra el nacismo, contra los
generales sublevados que volvieron sus armas traicioneras contra el
pueblo que se las había dado y el legítimo Gobierno de la República.
Vinieron a entregarse del todo, a jugarse la vida, a poner al servicio
del pueblo la fuerza de su brazo, su entusiasmo, su inteligencia y su
experiencia, sin pedir a cambio otra cosa que no fuera un fusil con el
que combatir.
Vinieron a vencer o morir. Y muchos quedaron para siempre con los
ojos abiertos al tenebroso cielo de la muerte, salpicando con su sangre
los yermos páramos de España, pagando con moneda de vida el precio de la
dignidad, iluminando con su sacrificio el duro camino de los hombres
libres.
Vinieron a defender la República, porque, al hacerlo, estaban
defendiendo la causa de la humanidad frente a la barbarie que, a la
vuelta de pocos calendarios, iba a convertir Europa en un inmenso
cementerio. Ellos supieron verlo, adivinarlo; supieron olfatearlo desde
el primer momento. Comprendieron que, en aquella contienda, se estaba
jugando la partida del mundo por venir. Y no se dejaron vencer por el
temor que emborrona las cosas, oscurece las mentes y ciega
inteligencias. Supieron que era la hora del combate y no desviaron los
ojos del destino. No se refugiaron en la cobardía, el egoísmo o sus
intereses particulares. Se sintieron parte del mundo, parte de España,
parte de la República. Sintieron en el centro más solidario de su ser
que eran necesarios, que el mundo libre los necesitaba, que aquella
guerra era también la suya. Y lo dejaron todo, y aquí se vinieron a
disparar sus balas ateridas de frío, muertas de hambre, sucias de polvo y
de fatiga, con barbas de semanas, con chinches y piojos, llenas de
andrajos, pero iluminadas con la fuerza de la razón.
Aquí vinieron, a ocupar las trincheras donde se chapotea la muerte y
los espantos, donde las imágenes terribles se clavan en el alma, donde
se suda el miedo, donde el suelo castiga los huesos y los insomnios, y
se mastica la rabia del oprimido que se niega a caer en el abismo de la
resignación. Aquí vinieron, donde la historia sufre, maldice y se
lamenta, donde palpita y llora y ríe y se encampana, furiosa y
arrogante, como un toro de casta.
Aquí vinieron, a escupir con su ejemplo en el rostro de la
hipocresía de sombreros de copa y levitas, de atildados diplomáticos que
en Ginebra jugaban a ser salvadores del mundo, mientras, arteros
fariseos, rendían pleitesía a Hitler y Mussolini y, desde el cinismo,
condenaban a muerte o al destierro a los hombres y mujeres de España con
su nauseabundo pacto de no agresión que dejaba la guerra en manos de
las huestes franquistas.
A causa del contubernio de Munich, vergonzante alianza de Francia,
Inglaterra, Italia y Alemania contra Rusia y, también, contra España;
por esas “razones de Estado” que se encuentran al cabo de todas las
traiciones, el Gobierno de la República se vio obligado a prescindir de
las Brigadas Internacionales en 1938. El 28 de octubre de aquel año, la
España republicana los despidió en Barcelona con el discurso apasionado
de Dolores Ibárruri y el cariño y admiración de todo un pueblo.
Hoy, 14 de abril –día de nostalgia republicana–, desde este tiempo
próximo y lejano, quiero rendir mi homenaje de orgullo y gratitud a
todos los hombres y mujeres que compusieron las Brigadas
Internacionales. Su aliento de esperanza, su honestidad incorruptible,
su generosidad y heroísmo, su fuerza y su valor, se hicieron dignos de
eterno agradecimiento. Un agradecimiento que, nosotros, los que
viviéndola o sin haberla vivido nos hemos considerado siempre perdedores
de aquella contienda, hemos de preservar del lodo del olvido, que todo
oculta, engulle y enmascara. No eran mercenarios y, salvo contadas
excepciones, tampoco aventureros. Vinieron a luchar por una causa. Lo
hicieron por millares y voluntariamente: unos cuarenta mil, de cincuenta
y cuatro países, afirman los historiadores. España era para ellos un
referente, y el espíritu de 1931, un ideal, una causa pura y convincente
hasta para poner la vida en la balanza. Muchos de ellos la dejaron
aquí, algunos otros fueron confinados a campos de concentración al
regresar a sus patrias respectivas y a otros, simplemente, les cerraron
las fronteras poniéndoles mil trabas para entrar. Era el pago que los
chantajistas de la paz daban a la ética de los valientes, de los
ciudadanos libres. Pero, a pesar de tales canalladas, todos ellos se
sintieron orgullosos de encarnar la universalidad de la verdadera
democracia con su abnegación, disciplina y solidaridad de auténticos
cruzados de la libertad.
Desde el eco dolorido de las heridas de la memoria, desde el
mirador fantasmal de aquella guerra, yo os canto, brigadistas. Y como
soldados que fuisteis del más alto ideal, alzo el puño en vuestro honor y
grito:
¡¡Hasta siempre, hermanos!!
Mientras quede un alma tricolor no se os olvidará.
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