A veces somos conciencias arrancadas de cuajo, abandonadas en los
pasillos de la precariedad o el infortunio o conciencias que se ponen en pie para
rebosar ternura.
Yo no sé en que lado estoy. Sé que como poeta el oficio me obliga a
recoger palabras para intentar que sean el sortilegio cotidiano
con el que combatir la desidia.
No sé de otros poetas contemporáneos. No sé qué ansían, qué
persiguen, què desean.
Todo lo que afirmo me lo dicta el corazón, como me dictó un día
que mi lugar en el mundo estaba unido fieramente a la poesía.
Creo que esta certeza, la de saber que moriré poeta, la de
saber que yo no puedo permitirme el lujo de los silenciosos, de los indiferentes,
me ha llevado estos últimos años a trabajar febrilmente.
Mientras, intramuros, arrojaban puñados de sal sobre mis
heridas- De manera rutinaria, todas las noches, aceptaba el desafío de alejarme
de mis abismos para combatir, junto a otros, con palabras que son sables o pedradas o
caricias.
Me siento cansada.
Siento que llevo a rastras demasiadas guerras.
Demasiados combates que nunca acaban.
Creo que es momento de parar en seco para no partirme en
dos.
Creo también que esta confesión es irrelevante, pues el
mundo seguirá su curso despiadado y mi voz afónica será sustituida por otras.
Pero esta forma impulsiva de estar sobre la tierra
deletreando los aullidos me obliga hoy a deletrear los propios.
Ojalá mañana pueda regresar a esta rutina de sentarme a escribir para
desbrozar y sembrar.
Ojalá.
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