("Una
escuela pública, obligatoria, laica, mixta, inspirada en el ideal de la
solidaridad humana, donde la actividad era el eje de la metodología." "Sin ninguna duda, la mejor tarjeta de presentación de la República fue su proyecto educativo") Duelista entre palabras
"Ahora aquel niño es un catedrático jubilado que contempla con espanto de qué forma inexorable vuelven los antiguos fantasmas. Los privilegios en la enseñanza, la carrera de obstáculos insalvables para los estudiantes sin recursos despiertan en él un desasosiego que le fuerza a sumarse a la cólera de los jóvenes"
Una estudiante de Vivero (Lugo) al inicio del curso 1945-46. / PALOMA PUENTE (EFE)
EL MAESTRO QUE FUE DEPURADO
Año
1947. Aquel
niño, Luis, de 11 años, que en la posguerra cantaba el Cara
al sol brazo
en alto en el patio de la escuela rural y luego recitaba a coro la
tabla de multiplicar, ignoraba que ese maestro que ahora iba de acá
para allá con el guardapolvo color mostaza repartiendo coscorrones
había sustituido a otro maestro, que fue fusilado. En el pueblo su
nombre aun se pronunciaba con miedo en voz baja.
Al
finalizar la guerra civil los maestros de escuela, los profesores de
instituto y los catedráticos de universidad, que impartieron de buen
grado la enseñanza laica según el ideario de la República, habían
sufrido una represión inmisericorde. A unos los pasaron por las
armas, otros fueron aventados al exilio y el resto se quedó en la
calle sin oficio ni beneficio a merced de su hambre. Durante la
República el Ministerio de Instrucción Pública se había
convertido en un campo de batalla entre el derecho a una enseñanza
libre, racional y gratuita y los privilegios en la educación que la
oligarquía compartía con la Iglesia Católica. El primer decreto
que emitió el gobierno de Azaña fue para subir el sueldo a maestros
de escuela y profesores de segunda enseñanza.
Aquel
maestro republicano cuyo nombre se pronunciaba en voz baja fue
detenido al terminar la guerra y durante un tiempo permaneció
hacinado con otros presos en un almacén de frutas convertido en
cárcel. Una de sus hijas le llevaba ropa limpia y alimentos todos
los días, hasta que una mañana un guardia le dijo: “Ya no es
necesario que vengas más”. El maestro había sido fusilado en el
barranco Carraixet, en medio de huerta, esa madrugada.
Ahora
en la escuela del pueblo Luis era instruido en los valores
patrióticos de los vencedores y su cerebro se consideraba propiedad
exclusiva de la Iglesia a la hora de inocularle el dogma y la moral.
Era hijo de una familia humilde de la huerta valenciana y estaba
destinado a ser un jornalero honrado. Pero tuvo mucha suerte. Uno de
aquellos profesores de universidad que había sido depurado se cruzó
por azar en su vida y al darse cuenta del talento del niño,
convenció a los padres de que su hijo tenía que estudiar y él
mismo se ofreció a darle clase de forma altruista para prepararle el
examen de ingreso en el bachillerato. “¿Por qué hace eso?”, le
preguntaron los padres. “Porque hubo un maestro que hizo lo mismo
conmigo. Yo también era un niño pobre y la universidad estaba
reservada solo para los hijos de los ricos. Tal vez su hijo tendrá
más suerte que yo”, les contestó el profesor represaliado.
Durante
años Luis fue en bicicleta sobre la escarcha, bajo la lluvia y la
ventisca o el sol tórrido, por los caminos de la huerta hasta la
casa de su profesor en Valencia, que malvivía dando clases
particulares. Los padres del niño le pagaban como podían. Cada
semana le mandaban una docena de huevos y algunas hortalizas,
tomates, pimientos, judías, berenjenas. Era cuanto tenían. En el
trayecto el niño a veces detenía la bicicleta ante la barrera de un
paso a nivel y veía pasar el tren eléctrico, que iba a la playa de
la Malvarrosa. Era un sacrificio necesario, pero otros niños
superdotados no tuvieron esa oportunidad. El profesor cada año lo
acompañó al examen de final de curso en el instituto Luis Vives
hasta que aprobó con premio extraordinario el examen de estado.
El
joven bachiller estudió ciencias y tuvo que seguir sacando
matrículas de honor en la universidad porque era la única forma de
matricularse sin pagar las tasas. Años después, cuando el joven
destinado a ser jornalero obtuvo la cátedra de Ciencias Exactas, en
la lección magistral, que dio en el aula magna, citó con honor el
nombre de aquel profesor que acababa de morir sin haber sido
rehabilitado. También recordó a sus compañeros de escuela, tan
despiertos y ávidos de aprender, que ahora eran jornaleros.
Año
2013.
En los años ochenta del siglo pasado comenzaron a crearse institutos
y universidades. En la huerta que el niño atravesaba camino de
Valencia para recibir la clase particular se levantó la Politécnica,
entre cultivos de hortalizas. En España se había establecido un
sistema general de becas. Hijos de campesinos, de obreros, de
taxistas, de pequeños tenderos pudieron ser ingenieros, abogados,
científicos, economistas, informáticos. La premonición de aquel
profesor depurado se había cumplido, pero él ya no pudo verlo.
Ahora
aquel niño es un catedrático jubilado que contempla con espanto de
qué forma inexorable vuelven los antiguos fantasmas. Los privilegios
en la enseñanza, la carrera de obstáculos insalvables para los
estudiantes sin recursos despiertan en él un desasosiego que le
fuerza a sumarse a la cólera de los jóvenes, a movilizarse detrás
de las pancartas, a unirse con otros profesores en la lucha por el
derecho inalienable a estudiar hasta donde llegue el talento y el
esfuerzo frente a la vieja caspa elitista de una derecha empeñada de
arrojar cerebros a la basura, siempre que no sean de los suyos.
(Fuente: El País, 18-08-2013)
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