Historia de una columna.. "...Ningún medio de comunicación medianamente importante se haría eco de lo ocurrido, porque Botín los tiene cogidos a todos por ..." Javier Ortiz
".... la misma gente puede
tomar decisiones políticas, financieras o mediáticas, sin cambiar ni de
ocupación ni de sede, porque no son sino
diferentes negociados de la misma Dirección General: a las 10, proteger a
tal político corrupto –hoy por ti, mañana por mí–; a las 12, echar la
persiana a un banco –y ahí se las arreglen los pequeños accionistas–; a
las 18, decidir qué
debe decir o dejar de decir la Prensa..."
El pasado sábado avisé en mi columna de El Mundo de que tenía la intención de dedicar hoy ese mismo espacio a contar cosas sobre Emilio Botín, gran patrón del BSCH.
En realidad, mi deseo no era tanto hablar de ese señor como de los
avatares seguidos por un libro publicado recientemente por Ediciones
Foca titulado El Poder. El libro, obra de un veterano periodista
llamado Josep Manuel Novoa, aborda con mucho detalle y datos en mano la
reciente historia del sector financiero español y, muy especialmente, de
los métodos por los que don Emilio Botín y su camarilla ha conseguido
hacerse con la parte del león de ese sector, logrando, entre otras
cosas, que el Banco de España le haya regalado el Banesto, esquilmando a
los pequeños accionistas del que fuera en su día principal banco de la
península, ahora en trance de desaparición.
Había llegado a mi conocimiento que el libro en cuestión ha sentado
tan rematadamente mal al señor Botín que ha puesto en marcha toda una
operación de altos vuelos para silenciarlo. Huelga decir que, si así ha
sido, es porque lo que cuenta el libro es verdad. En caso contrario, lo
primero que habría hecho el poderosísimo banquero habría sido encargar a
sus tropecientos mil abogados que pusieran una
legión de querellas contra el autor del libro y contra su editor,
reclamando incluso el secuestro judicial de la obra. En lugar de eso, lo
que ha hecho don Emilio es montar un gabinete de crisis para
asegurarse de que ni un solo
medio de comunicación llame la atención sobre la existencia de la obra.
Papel predominante en ese empeño corresponde a un miembro del gabinete
de relaciones públicas del BSCH, de cuya catadura da cuenta el hecho de
que sus propios compañeros lo apodan, no muy cariñosamente, el pequeño Goebbels. Me imagino que no hará falta detallar los métodos de que se está valiendo el mencionado gabinete de crisis
para alcanzar sus objetivos: la influencia del BSCH en el mundo de los
medios de comunicación –vía cartera de publicidad, patrocinios,
accionariado, etcétera, etcétera– es sobradamente conocida.
Bueno, pues en éstas estaba ayer por la mañana, tomando notas para la
confección de la prometida columna, sentadito al borde de la piscina y
escuchando el excelente último disco de John Gorka, cuando de repente
suena el teléfono. Me llamaban de
El Mundo. No diré quién: dejémoslo en que no era precisamente el
chico de los recados. Pero en este caso ejercía funciones de tal: me
comunicó que más me valía desistir de la idea de hablar de ese libro
porque, si lo hacía, mi artículo jamás vería la luz. Me quedé de una
pieza: en once años que llevo como columnista de El Mundo, jamás
nadie me había dicho qué podía o qué no podía escribir. Argumenté eso,
argumenté que mis opiniones son mías y llevan mi firma («Vete a contarle
eso a Botín», fue la respuesta)... argumenté de todo, pero todo fue
inútil.
Mi primer impulso fue seguir adelante pese a la amenaza y montar la
zapatiesta. Pero ¿qué zapatiesta iba a montar? Ningún medio de
comunicación medianamente importante se haría eco de lo ocurrido, porque
Botín los tiene cogidos a todos por sus partes más íntimas.
De modo que decidí escribir la columna que incluyo bajo estas líneas,
en la que hablo de
todo esto pero sólo en el plano general, avisando explícitamente de que
no entro en la explicación concreta de los motivos que suscitan la
reflexión
porque, sencillamente, no me dejan.
Escribir esa columna fue la primera decisión que tomé, referida al problema inmediato.
Pero no fue la única decisión que adopté ayer. La segunda, difícilmente excusable a la vista
de que la cloaca del periodismo actual amenaza ya con engullirme también a mí, tendrá su traducción a la vuelta del verano.
Horas antes de que sucediera todo esto había anotado
premonitoriamente en este Diario: «Todo
lo que tenía que escribir, ya lo he escrito. Todo lo que tenía que
odiar, ya lo he odiado. Todo lo que podía amar, ya lo he amado. Nada me
queda por escribir.»
Bueno, pues parece que acerté. Creo que me ha llegado el momento de cambiar de profesión.
Por cierto que había escrito esas líneas tomando pie en mi libro Jamaica o Muerte.
No deja de tener su punto de ironía que ese libro fuera presentado en
su día al público por un periodista llamado Pedro J. Ramírez.
Bueno, pues ya está. Éste es el texto de la columna que hoy publica El Mundo:
El gran Poder
Ya se saben ustedes lo de los tres famosos poderes definidos por
Montesquieu: que si el legislativo, que si el ejecutivo, que si el
judicial. Hace algunas décadas –en plan inicialmente tirando a
metafórico–, se
empezó a hablar también del cuarto poder, en alusión a la influencia de
la Prensa sobre los asuntos del Estado.
Pues bien: vayan olvidándose ustedes de todas esas antiguallas.
Ya no existe más que un poder real: el Poder. El Poder con
mayúsculas. El Poder por antonomasia. El Poder que lo amalgama todo. Un
Poder que puede sobornar parlamentarios, comprar gobernantes, enfeudar
jueces y alquilar periodistas a
tanto la docena.
La doctrina marxista clásica analizaba cómo la clase económicamente
dominante se las arreglaba para que las instituciones del Estado y los
aparatos de creación de la opinión pública actuaran en última instancia a
su servicio. Se suponía que
el conjunto funcionaba a través de un complejo entramado de relaciones
sutiles, no fácilmente desvelables.
Todo ese rollo ha periclitado. En el momento presente, el tropel
dominante pedalea no ya en el mismo pelotón, sino incluso en el mismo
equipo. Según los días –y a veces según las horas–, la misma gente puede
tomar decisiones políticas, financieras o mediáticas, sin cambiar ni de
ocupación ni de sede, porque no son sino
diferentes negociados de la misma Dirección General: a las 10, proteger a
tal político corrupto –hoy por ti, mañana por mí–; a las 12, echar la
persiana a un banco –y ahí se las arreglen los pequeños accionistas–; a
las 18, decidir qué
debe decir o dejar de decir la Prensa... Tan ricamente. Son meros
cambios en el orden del día de la misma ocupación.
A veces se enfadan entre ellos. Porque el uno quería 50 y se ha
llevado sólo 45. O porque
aspiraba a figurar en el puesto 3 del ránking y lo han dejado en el 5.
Pero no atribuyamos cualidad a la cantidad: son los mismos perros con
los mismos
collares.
Pertenezco al gremio de los que se supone que deberíamos contar todo
eso. Audaz suposición. A
la mayoría tanto le da: pregunta qué es lo que tiene que escribir o
decir, lo dice, cobra y calla. Y a los pocos que aún quisiéramos seguir
fieles al mandato fundacional de la profesión –que si la verdad, que si
Agamenón, que si su porquero– sólo nos queda una aparente opción: callar
o que nos callen.
Hay quien sostiene que cabe una tercera vía: contar lo que ocurre,
pero manteniéndose en el plano de la pura teoría, sin descender al
relato de enojosos ejemplos prácticos. Sin mencionar quién, cómo y con
qué trampas se hace de oro.
Es lo que he hecho yo hoy: hablar del Poder omnímodo establecido, sin mencionar el botín.
2009/07/15 06:00:00 GMT+2
Javier Ortiz. Historia de una columna. 11 de julio de 2001.
El recuerdo de hoy es de Mikel Iturria. Eskerrik asko.
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