La falta de costumbre en leer las contra
indicaciones de los remedios, fue la causa de no haberse enterado jamás
de las consecuencias que le quedaron por las tres vacunas que le
pusieron. Y la pucha que las tuvo. Con una secuencia de hechos
perfectamente programada, su entorno fue observando cómo el tóxico del
pesimismo social viajaba por su sangre haciendo mella de un modo
irreversible en su vida. De aguerrido y entregado militante dio un paso
atrás y se convirtió en mero afiliado. Apenas iba a algunas reuniones,
leía sin ganas los documentos y participaba en movilizaciones cuando
estas coincidían con su agenda vacante. No contento ni feliz, sin saber
muy bien el momento, dejó también eso: se quedó en casa. Evitó las
discusiones políticas con los amigos, miró para otro lado en los
problemas laborales y no prestó atención a los ataques a sus derechos
como trabajador y persona. En la radio eludió programas de actualidad,
en la televisión se movió por teleseries norteamericanas, y con los
vecinos apenas compartió novedades futbolísticas y chusmerío de
almacén. Su descompromiso lo argumentó a los próximos sin que nadie le
pidiera explicaciones. Dijo que pese a sus esfuerzos, y el de cientos de
militantes, no se iba a conseguir nada porque el enemigo es demasiado
poderoso. Dijo también que le había entrado una sensación de estar
perdiendo el tiempo, de estar yéndosele la vida en reuniones, actos y
movilizaciones, y que esas herramientas de lucha no van más. Otra idea
que subrayó fue que en los lugares donde tras mucho esfuerzo conseguían
avanzar algo, las dificultades luego eran de tal tamaño que era para
repensarlo todo.
Una casualidad urbana lo llevó a juntarse
con un antiguo amigo que sí mantenía sus expectativas de cambiar el
mundo y entendía que para ello era imprescindible una herramienta, una
organización por pequeña que fuera. El ex le hizo ver que no, que estaba
todo perdido, que el enemigo nos controla como un Gran Hermano, que el
capitalismo es inamovible porque vive en el interior de cada una de las
personas y que, por si fuera poco, en las estructuras revolucionarias
habitan valores propios del enemigo, y que así es imposible. Hubo un
silencio que nadie quiso romper, quizás para que la esperanza de que los
argumentos propios maduraran y crecerían en el otro. El bocinazo de un
ómnibus al otro lado de la calle rompió el momento, y el sobreviviente
mató al silencio:
“Che, ¿y qué hiciste con los libros, me
acuerdo que eras flor de bocho, que nos ilustrabas con frases de Marx,
de Lenin, de Mao, de Fidel…en las reuniones”.
“Ah, ¿los de política?” se preguntó como
para sí mismo y sacando una sonrisa que significaba la gran pérdida en
inversión de tiempo que hizo en su vida.
“Nada particular, los tengo todavía en la biblioteca. ¿Los querés?"
“No, yo soy más de estómago; me da miedo acabar como vos”.
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